¿Por qué se hacían cristianos?

DOCUMENTO / Escuela de comunidad
Francesco Braschi

La conversión en los primeros siglos, cuando las evidencias que hoy vemos derrumbarse todavía no existían. Y donde, a pesar de la extrañeza cultural, el hecho cristiano cambió radicalmente todos los criterios que definían a la persona. He aquí por qué merece la pena volver a leer un clásico como el libro de Bardy

¿Qué significa hacerse cristiano en una sociedad similar a la del mundo contemporáneo? ¿Qué significa hacerse cristiano en una sociedad que solo entiende la beneficencia como campaña de imagen; que legitima plenamente la pena de muerte, el aborto, la esclavitud, la pedofilia y la homosexualidad; que practica tranquilamente la magia, la brujería y la superstición; en la que el poder político se arroga el derecho de reglamentar la práctica religiosa y en la que no solo no se admite la objeción sino tan siquiera la libertad de conciencia? En semejante contexto, ¿qué efectos produce el descubrimiento de Cristo?
He aquí las respuestas de algunos de sus protagonistas:
«Vosotros, en cambio, sois un linaje elegido, un sacerdocio real, una nación santa, el pueblo adquirido por Dios para que anunciéis las promesas del que os llamó de las tinieblas a su luz maravillosa. Los que antes erais no-pueblo, ahora sois pueblo de Dios, los que antes erais no compadecidos, ahora sois objeto de compasión.
No andéis ya, como es el caso de los gentiles, en la vaciedad de sus ideas, con la razón a oscuras y alejados de la vida de Dios, por la ignorancia y la dureza de su corazón. Pues perdida toda sensibilidad, se han entregado al libertinaje, y practican sin medida toda clase de impurezas. Vosotros, en cambio, no es así como habéis aprendido a Cristo...
En consecuencia, dad muerte a todo lo terreno que hay en vosotros: la fornicación, la impureza, la pasión, la codicia y la avaricia que es idolatría. Esto es lo que atrae la ira de Dios sobre los rebeldes. Entre ellos andabais también vosotros, cuando vivíais de esa manera; ahora en cambio, deshaceos también vosotros de todo eso: ira, coraje, maldad, calumnias y groserías, ¡fuera de vuestra boca! ¡No os mintáis unos a otros!: os habéis despojado del hombre viejo, con sus obras, y os habéis revestido de la nueva condición que, mediante el conocimiento, se va renovando a imagen de su Creador, donde no hay griego y judío, circunciso e incircunciso, bárbaro, escita, esclavo y libre, sino Cristo, que lo es todo, y en todos».

Vaciedad de ideas. Tratemos de imaginar por un momento cómo podían resonar estas palabras (cf. 1Pt 2,9-10, Ef 4,17-20, Col 3,5-10) en el oído de un cristiano recién convertido desde el paganismo. Pensemos en cómo resonarían dentro del contexto del primer siglo después de Cristo, en el momento del primer anuncio. Porque el contexto que describen no es el de una sociedad contemporánea hiperlaicista, sino el de la época que vio irrumpir el anuncio del evangelio y el nacimiento de la Iglesia, el que describe Gustave Bardy en La conversión al Cristianismo en los primeros siglos.
En seguida –aunque inicialmente pueda parecerlo– podemos advertir que el registro moral no es el único presente en estos pasajes. Más aún, no es ni siquiera el que prevalece. Las expresiones y las imágenes utilizadas para describir la conversión son muy variadas: está el tema de la elección, del paso de ser “no pueblo” y de estar dispersados y ser anónimos, a la creación de un pueblo; está la insistencia en la conversión como descubrimiento de un don recibido (la misericordia) de proporciones y significado antes inimaginables para quienes previamente solo conocían una benevolentia concebida como el gesto de alguien que –para afirmar aún más su poder y su distancia del beneficiado– podía dignarse a condonar una pena o conceder una limosna; está la imagen del paso de las tinieblas a la luz, que documenta la experiencia de que la conversión genera una nueva capacidad de conocer.
Es más, este es el registro más abundantemente empleado, el que prevalece en el capítulo cuarto de la carta de san Pablo a los Efesios. Se habla de «vaciedad de sus ideas», vaciedad entendida en su sentido bíblico de «inconsistencia»; se describe a hombres «con la razón a oscuras», insistiendo, sobre todo, en que la causa de esta ceguera es la ignorancia que, a su vez, genera la dureza de corazón, de la cual, al final, nacen –en una suerte de plano inclinado que va cada vez más abajo– la insensibilidad y la deformación del deseo, aquí definida como «la codicia, la avaricia que es idolatría». Esta expresión muestra claramente que aquí no se entiende la codicia, la avaricia, únicamente vinculada al dinero, sino que se quiere poner de manifiesto una forma distorsionada del deseo: de allí la identificación con la idolatría, es decir, con la ausencia de una correcta relación con Dios, en la que el hombre se pone como único criterio de la realidad, incluso de la realidad divina.
Otro aspecto importante del significado de la conversión se encuentra en la carta a los Colosenses («no hay griego y judío…»), que atestigua una nueva condición que subvierte todas las categorías habituales utilizadas para definir a la “persona”: la pertenencia religiosa y cultural (griego y judío); la condición social (esclavo o libre); la proveniencia étnica (bárbaro o escita).
Se obtiene claramente la percepción de que para los primeros cristianos la conversión suponía una radical redefinición de la persona, no solo como individuo, sino también en su relación con la realidad y con los demás. Como es sabido, todo esto se expresa con el término griego metànoia, (= conversión) que, antes que a la esfera moral, remite a la esfera cognoscitiva (metà-noéo contiene la preposición metà, que significa “más allá”, y la misma raíz del término nous, que se traduce con “intelecto”, “pensamiento”), y se podría traducir más o menos por: “cambio de pensamiento”, “voy más allá del pensamiento habitual”.
Por lo tanto, lo que se describe como efecto de la conversión es ante todo otro modo de ver la realidad: un nuevo conocimiento que viene a sanar un déficit intelectivo. Y si la moralidad nueva es la consecuencia de una nueva capacidad de visión, razón y juicio, esta novedad renueva todas las categorías que definen a la persona.

Hermanos mayores. Pero, ¿qué significado tenía para la sociedad romana la conversión? No tenemos que dar por descontado que un fenómeno semejante fuera ya conocido o pudiera ser entendido exactamente en los términos descritos. Una definición ampliamente difundida considera la conversión como un proceso de re-orientación total del sentido religioso, por el cual un individuo o un grupo re-interpreta su vida pasada, se aparta de ella e inserta su vida posterior en una red social diferente.
Por mucho que nos sorprenda esta definición de conversión se comprende solo después de la aparición del cristianismo en el escenario de la historia. Es una definición post cristiana. Un pagano del primer siglo después de Cristo no solo no compartiría esta definición de conversión, sino que ni siquiera la entendería, porque muy difícilmente reconocería su conversión como el resultado de un proceso que toca a la esfera religiosa, como en seguida trataremos de demostrar siguiendo a Bardy.
Una primera tesis, que es necesario acoger en toda su “provocación” y que abre una reflexión no solo de carácter histórico, es que el cristianismo en su manera de actuar en el mundo greco-latino, no se limitó a sustituir con contenidos propios de tipo religioso los que ya existían y eran compartidos (por ejemplo, una noción del más allá, de la moral, de la vida social, una noción de Dios), dejando intacto el contenedor, es decir, el hombre y su ambiente de vida, la sociedad humana, sino que, por el contrario, cambió profundamente el método, los contenidos, las consecuencias y la misma actitud del hombre ante el fenómeno religioso; todo ello en nexo con una renovada comprensión de uno mismo que se dio a la par que una renovada comprensión global de la realidad social e histórica.
Está claro que no sería correcto establecer un paralelismo demasiado simple con la situación actual, pero esto no significa que no podamos identificar algunas similitudes con el mundo tardoantiguo muy interesantes. En efecto, si hoy nos encontramos continuamente ante el desmoronamiento de las evidencias más elementales (es decir, de la noción asentada y compartida de términos como libertad, persona, familia, matrimonio, dignidad, derechos…), puede resultar útil (yo diría que crucial) indagar en una época histórica en la que ciertas evidencias no se habían todavía logrado, y en la que la fuerza del anuncio y de la presencia de los cristianos supo impulsar un proceso multiforme de cambio no solo de las personas, sino –como consecuencia– de la sociedad en la que vivían. Merece realmente la pena mirar a esa historia, no para buscar recetas o soluciones infalibles, sino para reconocer el valor de la experiencia que tuvieron muchos de nuestros “hermanos mayores” en la fe.
El libro de Bardy nos ofrece una ayuda extraordinaria no solo por sus contenidos de carácter histórico (en gran parte todavía válidos, no obstante el libro esté a punto de cumplir 70 años de vida), sino también por su método de investigación, por el cual la fe no se considera un “elemento distorsionante” de la evolución histórica, sino que, por el contrario, adquiere título de pleno derecho como factor generador de la historia misma. Es una visión que resulta fundamental recuperar hoy, ya que, a menudo, prevalecen en los ámbitos académicos y culturales metodologías históricas que tienden a reducir la investigación a sus aspectos positivistas o, como mucho, a los naturalistas-deterministas.

El peso del hado. Bardy abre su ensayo mostrando cómo, hasta el advenimiento del cristianismo, la idea de conversión permaneció totalmente ajena a la mentalidad grecorromana: jamás se había visto que un hombre renunciara a la religión de su patria y sus antepasados para darse de todo corazón y de manera exclusiva a una nueva fe. Faltaba totalmente la idea de la exclusividad de una religión, por lo cual se asistía normalmente al incremento acumulativo de los dioses venerados, ninguno de los cuales, sin embargo, pretendía ser el único y exigir de sus fieles una fidelidad absoluta. También faltaba la idea de que una religión no se limitara a asegurar el favor divino y a manifestar la lealtad cívica mediante el homenaje a las divinidades locales, sino que pretendiera ofrecer una novedad de orientación ética para toda la vida: este aspecto se delegaba a la filosofía y a la tradición, ciertamente no a una religión formalista y ritualista (Cicerón definía la santidad como «ciencia del culto de los dioses»).
Sin embargo, a pesar de esta radical “extrañeza cultural” al contexto del propio tiempo, el cristianismo fascinaba y llevaba a la conversión. ¿Por qué? Aquí solo podemos aludir, a modo de ejemplo, a uno de los temas que Bardy aborda en sus páginas.
La conversión cristiana –entre otras características– se manifestaba como liberación de la fatalidad de la inseguridad. Escribe Bardy: «Porque, desaparecidos los cuadros de la ciudad, el hombre queda más abandonado a su inseguridad, porque el egoísmo de los amos y la ambición de los que quieren serlo avivan la crueldad de las guerras, multiplican las matanzas, habitúan a despreciar la sangre de los débiles, el hombre siente que le abruma pesadamente el yugo de la *heimarmene» (Ediciones Encuentro, p. 123).

Analogía con el presente. La reacción pagana ante esto era la de dirigirse a la astrología, partiendo de la idea de una naturaleza común entre los astros y los hombres. El destino de las vidas humanas, se pensaba comúnmente, está escrito en el cielo y, por tanto, sería suficiente conocer el curso de los astros y su posición en el momento del nacimiento para saber, incluso en sus detalles, lo que sería la vida de un hombre. Huelga decir que semejante conocimiento no puede cambiar en nada la fatalidad, pero proporciona una cierta seguridad por el solo hecho de conocer de antemano esta fatalidad. Nótese aquí cómo el hombre antiguo tenía un hondo deseo de no sentirse determinado por lo que nosotros llamaríamos «los factores antecedentes» que limitaban su libertad: de allí el intento de autoliberación mediante la astrología, que no se concebía como una forma de superstición, sino como una forma de conocimiento “científico” para conocer con adelanto el propio destino.
Con todas la cautelas del caso, no podemos dejar de reconocer una analogía con lo que hoy vivimos a partir del presupuesto cientificista: la astrología se sustituye por la genética, las neurociencias y las biotecnologías, pero sigue intacto el deseo de responder al ansia existencial y al derrumbamiento de las estructuras sociales mediante la ilusión de conocer con adelanto o de determinar según la propia voluntad el curso de la vida humana propia o ajena.
En un contexto de este tipo, nos cuenta Bardy, los cristianos contestaron a los retos de su tiempo sin contar con ninguna “estructura misionera”, únicamente con el testimonio personal y cotidiano. Precisamente esto fue lo que determinó el crecimiento numérico “por contagio”, mientras todavía se encontraban en la situación de persecución pre-constantiniana: lo que provocaba sorpresa y admiración era simplemente una vida distinta, una presencia humana que no solo desafiaba las convenciones sociales (el mos maiorum tan arraigado en la conciencia de los antiguos) eligiendo a un Dios que era considerado una “inaudita novedad” (y por lo tanto de escaso valor), sino que también era capaz de arriesgarse en primera persona en nombre de la concepción del hombre que este Dios comunicaba. Por ejemplo, debido a que los cristianos iban a salvar a los recién nacidos que no eran reconocidos por el paterfamilias (que era el único que tenía la competencia de otorgarles, al acogerlos, la dignidad de persona) y eran abandonados en medio de la basura, recibieron sobre sí la acusación difamatoria (atestiguada por Frontón y reproducida por Minucio Felice) de comer la carne de estos niños en sus comidas rituales.

Un camino mejor. Vale la pena volver a estudiar este libro, creo que puede ser de gran ayuda para ser más realistas ante el mundo en el que vivimos. A pesar de todas las diferencias, no nos encontramos ante una situación inédita. Y, sobre todo, podemos ser más conscientes y tener una mayor confianza frente al desmoronamiento actual de las evidencias comunes. La historia nos brinda la certeza de que el hecho cristiano tiene la capacidad de responder de manera creativa y misionera. Pienso que este libro puede asentar nuestra confianza en que tenemos delante un camino que podemos recorrer, un camino mejor y más seguro que el que nos sugieren el ansia existencial o nuestros miedos.

* “Llamo destino (fatum) a lo que los griegos llaman heimarmene, es decir, el orden de la serie de causas, cuando una causa ligada a otra produce de ella misma un efecto. […] Se comprende entonces que el destino no es entendido como superstición, sino lo que dice la ciencia, a saber, la causa eterna de las cosas, en virtud de la cual llegaron a ser los hechos del pasado, son los hechos del presente y serán los del futuro” (Cicerón).


Gustave Bardy (1881-1955)
La conversión al cristianismo durante los primeros siglos
Encuentro, Madrid 2012,
pp. 326 - 20,00 €