Imagen de "Pulseras rojas".

Cuando el dolor no es un escándalo

Nadie lo esperaría. Sin embargo, incluso la generación del "todo y ahora" no quiere libros que disfracen la realidad. Y ante los problemas que se plantean, la censura ya no es la solución...
Luigi Ballerini

Se conoce como chick-lit a la narrativa dedicada a mujeres jóvenes. El término, realmente poco honroso, procede de chick (diminutivo en el argot americano de “polluela”) y lit (diminutivo de literatura). El Diario de Bridget Jones de Helen Fielding, Sexo en Nueva York de Candace Bunshell o El diablo viste de Prada de Lauren Wisberger son los ejemplos más conocidos. Cuando este fenómeno empieza ya a establecerse, ahora toda la atención se centra en la llamada sick-lit. Donde lit se sigue refiriendo a la literatura, pero sick habla de enfermedad. Es una literatura dirigida a los YA, young adults, la nueva categoría del marketing editorial, que va de los 14 años en adelante.

Los casos más conocidos son Bajo la misma estrella de John Green, cuya reciente adaptación cinematográfica ha vuelto a dar vida a un éxito literario de dimensiones globales, y Pulseras rojas de Albert Espinosa, que después de su adaptación televisiva está a punto de convertirse en una serie norteamericana bajo la dirección nada menos que de Steven Spielberg.

Los adultos hablan mucho de esta literatura como fenómeno. Los jóvenes, sobre todo las chicas, la leen, y mucho. Se apasionan y se conmueven. Tampoco faltan las voces críticas, y la acusación es precisamente la de especular sobre la enfermedad para incrementar las ventas. También hay quien teme posibles comportamientos patológicos inducidos o alimentados por estas historias con trasfondo hospitalario.

Pero a los jóvenes les gustan, y si las ventas suben no es solo por las correspondientes operaciones de marketing literario sino por un boca a boca contagioso. El dato más evidente que salta a la vista es que los jóvenes desean mirar a la cara esos temas que los adultos temerosos llevan tiempo intentando censurar, sobre todo ante sí mismos. La muerte, la enfermedad y el límite que queremos expulsar a toda costa por la puerta de nuestra vida cotidiana vuelven a entrar por la ventana de la literatura.

Y esto no tiene nada que ver con un cierto tipo de masoquismo; en muchas de estas historias lo que abuna no es el propio mal sino más bien la amistad, el afecto de la familia, las contradicciones, las palabras que afloran en los labios y las que se callan, el amor que nace y se interrumpe, la reanudación del camino de los que quedan, las expectativas cumplidas y las fracasadas, la esperanza.

En el panorama actual conviene valorar estas novelas una a una, sin amontonarlas dentro de un grupo indiferenciado. Las mejores historias son aquellas donde los protagonistas resultan creíbles y verosímiles al plantearse cuestiones interesantes y buscar respuestas convincentes. Las historias menos logradas son, en cambio, las que tienen como único y morboso protagonista a la enfermedad, donde los personajes quedan reducidos a un mero contorno. Pero los chavales se dan cuenta, debemos confiar en su capacidad para juzgar las historias de papel donde se sumergen. Inmediatamente sienten el olor a chamusquina, en las primeras señales de una historia banal hecha solo para promover una conmoción prêt-à-porter. A menudo son lectores más conscientes y exigentes de lo que imaginamos.

De los buenos libros que hablan (también) de la enfermedad, los chicos aprecian precisamente que se hable de ello, que no sea un tema tabú. A los adultos que se apresuran en cambiar de canal para esconder el dolor y la muerte, parece que les están diciendo: «Mostrádnoslos, si existen, ¿por qué esconderlos?».

Un chico sano no tiene la angustia de morir, pero sí pide que no se le esconda nada. Sabe ver la historia completa, sin fijarse solo en la enfermedad. Probemos a preguntarles de qué habla el libro que tanto les ha gustado: raramente responderán que habla de la muerte. Destacarán, sobre todo, el amor y la amistad.

Parece paradójico que a la generación del “usar y tirar” instantáneo con un clic del ratón o un movimiento de dedo sobre la pantalla le gusten las historias donde el “para siempre” campa a sus anchas en cada página, como una promesa. Parece paradójico, pero no lo es: detrás de la pasión por estos libros se esconde también el deseo de algo que se mantenga, que dure en el tiempo, algo que sea más que la emoción efímera de un momento. Se desvela la espera de relaciones sinceras y satisfactorias, sin máscaras ni disfraces, donde poder mostrarse tal cual. Cansados de selfies de sonrisa forzada, los jóvenes parecen reivindicar su derecho a pararse a pensar, a plantearse preguntas y a buscar respuestas. ¿Se puede ser feliz a los 16 años con una sola pierna? ¿Qué queda de la relación con mis padres si están tan centrados en la enfermedad de mi hermano? ¿Cómo puedo continuar si la persona que amo se va para siempre?

Hay que esperar que alguien sepa acoger e interceptar estas preguntas, a veces ocultas tras una aparente superficialidad, para que realmente se dé la posibilidad de una experiencia capaz de responder. Y no solo una experiencia literaria, ya de por sí densa y comprometedora.
Es difícil distinguir si la sick-lit existe realmente o si solo existe en la cabeza de los que la llaman así. Quizás da igual. Lo cierto es que necesitamos historias verdaderas, que no tengan miedo de la realidad, que no nos insistan en permanecer forever young, que no indiquen la perfección como ideal del yo, que no se escandalicen del límite, que ofrezcan respuestas que podamos juzgar.
De historias así, sanas y no sick, no debemos tener miedo. En el fondo, narran la vida, que no solo vale la pena ser vivida sino que también vale la pena ser leída.