Jean D’Ormesson.

«Elijo el misterio antes que el absurdo»

Es una estrella de la escena literaria francesa, entre los inmortales de la Académie française. Y sus libros están llenos de preguntas sobre Dios y de asombro ante la vida. Jean D'Ormesson cuenta su historia
Alessandra Stoppa

Está convencido de que a Dios, si existe, sería bueno gritarle: «¡No cambies nada!». En los libros de Jean D’Ormesson, una de las estrellas literarias de Francia, se mezcla el ensayo, la novela y, como la llama él, la «farsa metafísica». Las preguntas sobre Dios y la maravilla ante la vida se repiten en múltiples formas. A menudo descarado y divertido. A veces agradecido y rendido. Le atrae el pensamiento de estar en el centro de la más increíble de las novelas: «La historia de este mundo nuestro. Innumerables veces habría podido desaparecer para siempre», y sin embargo, «aquí estamos».
En una terraza, a orillas del lago de Lausana. A Jean d'O (como le llaman en Francia) le entusiasma el sol que le besa mientras está sentado a la mesa. Tiene 89 años. A los 48 entró a formar parte de los inmortales de la Academia Francesa, durante años fue director de Le Figaro, presidente de la Unesco, embajador de la ONU. Está en Lausana para presentar su último libro, Como un canto de esperanza.
Antes de este publicó Un día me iré de aquí sin haberlo dicho todo, una triple novela sobre su familia, la historia del mundo y Marie, el amor de su vida, que pierde y luego reencuentra. Un libro lleno de estupor por la infancia vivida en Plessis-lez-Vaudreuil, cuando «Dios se encargaba de todo y nos tenía simpatía»; lleno de la amarga sorpresa por cómo el hombre se ha hecho «cada vez más potente y cada vez más perdido», y que expresa una inagotable confianza, porque «las maldiciones no tardan en transformarse en bendiciones». Un libro que se abre con su abuelo y se cierra con las estrellas.

¿De dónde le viene esta maravilla de la que habla siempre?
Es que siento admiración ante los hombres y ante las cosas. Me gustan. Siempre estoy dispuesto a aplaudir. Tal vez sea mi temperamento… Recuerdo muy bien que a los seis, siete años, estaba allí jugando, y de repente me detuve y me dije: ¿pero qué estoy haciendo aquí? ¿Por qué estoy aquí? Era un sentimiento que tenía mucha fuerza. Y que todavía tengo. Nosotros, ahora, en esta mesa, ¿qué estamos haciendo? Me sorprende el misterio de esta vida. Tal vez, sencillamente, sea que nunca he salido de la adolescencia (ríe). De todas formas, no conozco otro motor de la literatura y de la vida que no sea la curiosidad y la insatisfacción, el deseo.

¿Por qué escribe?
Nunca pensé que sería escritor. Hay autores que han escrito novelas y grandes clásicos a los quince, veinte años. Yo a los 25 no tenía la más mínima intención de ponerme a escribir. No porque no conociera la literatura, la conocía bien, había estudiado. Pero no veía utilidad alguna a convertirme en Flaubert, por ejemplo. Luego, a los treinta años, escribí mi primer libro. Solo por complacer a una chica. Poco a poco, seguí. Los últimos tres libros están dedicados al problema de Dios y a la extraordinaria aventura que es el universo. Quizás también porque un hombre de mi generación ha visto el mundo cambiar en cincuenta años como no había cambiado en mil.

En varias ocasiones ha dicho que considera la crisis actual como una crisis de espiritualidad y ha definido nuestro tiempo como «un Medievo sin catedrales».
La época en que vivimos es muy ruda y difícil. El siglo pasado estuvo marcado por dos cosas opuestas: las dos Guerras Mundiales y el progreso de la ciencia. Pero hoy esos progresos dan miedo: la clonación sobre todo. ¡Ya no se excluye la posibilidad de que en el futuro los niños no nazcan del amor entre un hombre y una mujer! De que la sexualidad desaparezca. Estos cambios generan la crisis del mundo moderno y digo que vivimos un Medievo sin catedrales porque faltan, en profundidad y en altura. El hombre es cada vez más potente y está cada vez más perdido.

¿Qué camino puede permitir recuperarlas?
Creo que los jóvenes de hoy no soportan exactamente lo mismo que no soportaba yo cuando era joven: que los viejos den lecciones. Yo ni quiero ni puedo dar lecciones. No estoy entre los que dicen: «Antes era mejor». El año pasado enfermé y el médico me dijo que había una posibilidad entre cinco de salir vivo. Aquí estoy. Hace treinta años habría muerto. Al mismo tiempo, es verdad que vivimos en un mundo duro, y todavía es posible lo peor. Pero siempre queda una esperanza.

¿Cuál?
Que haya algo más grande que nosotros.

Usted se define como un creyente «ravagé par le doute», atormentado por la duda. Pero más allá de las definiciones, ¿qué quiere decir en su vida que «la pregunta sobre Dios es la única pregunta y habita en mí desde siempre»?
Me han educado en la religión católica y espero morir en el seno de la Iglesia católica, pero nunca he sido un joven pío. Todo lo que puedo hacer es esperar que exista.

En todo el libro se repite esta coletilla: «Si Dios existe». Pero las últimas páginas son una oración donde habla a Dios de “tú”: «Ah, si existes....». E imagina que se encuentra un día delante del Creador y le da las gracias porque le debe todo, con la esperanza de que Él, inclinándose, le diga: «Te perdono».
El matemático Bertrand Russel, ateo, frente a la pregunta de un periodista («¿si cuando muera Dios está allí?»), respondió: «No tengo pruebas suficientes». No es una buena respuesta. Sin embargo me ha impresionado lo que ha dicho una monja ante la pregunta inversa: «¿Y si al final descubriera que Dios no existe?». Ha respondido: «Peor para Él, yo lo amo igualmente». Es esto, yo espero que Dios exista, pero en todo caso yo he amado mucho esta vida y siempre me he preguntado a quién dar las gracias. En mis libros está la respuesta.

¿Vivir «como si Dios existiese», como aconsejó Benedicto XVI a los no creyentes, cambia la vida?
Si no hay nada más que este mundo, no tiene ningún sentido lo que recibimos, todo es absurdo. Si Dios existe, las cosas cobran sentido. Todo, de golpe, cobra sentido. Pero también si no existiera, la esperanza de Él me ha hecho vivir más allá de mí mismo, más allá de mi bajeza.

Un día me iré de aquí sin haberlo dicho todo es también una novela de amor, de su amor con Marie.
Un amor que lleva consigo la historia del universo. Porque amar no es mirarse el uno al otro sino mirar juntos el mundo.

¿Pero quién es Marie?
Esta es una pregunta muy importante. El personaje de Marie aparece en todos mis libros, pero sobre ella no puedo añadir nada a lo que he escrito. Ve, hay dos modos de no hablar de la propia vida: callar o hablar mucho pero sin decir lo esencial.

¿Por qué Marie es tan importante para usted?
Creo que tenemos un único modo de comunicarnos con Dios: pasar a través de los hombres. Hay hijos de Dios que son más queridos que otros: Marie es el hijo de Dios que más quiero. Ella es en cierto modo inseparable de mi vínculo con Dios, es como una encarnación.

Al final del libro Marie, después de haber escuchado toda la historia del universo, le dice: «Lo que quería saber sigo sin saberlo. La vida contigo ha sido maravillosa. Hemos sido felices juntos. Y luego esto: esta vida es un fracaso. No tiene sentido. Es absurda. Nos hemos encontrado, nos hemos amado y nos separaremos para siempre, y desapareceremos en la nada. Ya estoy muerta porque moriré».
No tengo respuesta para ella. Solo sé que tenemos derecho a esperar que haya uno que se acuerde de nosotros siempre. Si Dios existe, es la memoria del universo, de todo lo que ha sido y de todos los hombres. De las mariposas, de las flores, de los escorpiones. ¿Es posible que no quede nada de Bach, Mozart, Tiziano, san Juan, nosotros? Yo elijo el misterio antes que el absurdo.

¿Qué es lo más hermoso de su vida?
Una de las cosas que más he amado es la luz. He adorado nadar en el mar Mediterráneo, bajo el sol, esquiar y descender la Maurienne, dejar París en el mes de abril, ir hasta Portofino para ver amanecer y llegar a comer a Roma, a la plaza Navona. La belleza es un misterio increíble.

En el libro la define como «una promesa de felicidad».
Lo tomo de Stendhal. La belleza, la verdad, la justicia… existen de verdad. Nunca las poseemos, nunca las alcanzamos, pero existen… Muchos han creído que el comunismo nos daría la justicia y nos dio a Stalin, por lo que podríamos pensar que la justicia, el bien y la verdad no existen. Mire, yo he amado el placer, pero este puede ser muy bajo. Existe la felicidad burguesa, acomodada, aburrida. Y luego está la cosa más magnífica, ¡la alegría! Eso es lo que nos eleva, la nostalgia de un más allá. No sé decirlo de otro modo: nosotros somos nostalgia de un más allá. No es posible decir mejor quiénes somos.

Siempre ha dicho que no cree en la posibilidad de la revelación
(Hace un gesto con la mano, como diciendo: no exactamente… Y sonríe). Mis padres eran católicos liberales, de izquierda, y me enseñaron solo dos cosas: hay que trabajar y hay que pensar en los demás. Un día, cuando era pequeño, mientras estudiaba el catecismo, mi padre dijo: «Oh, todo eso... No es muy seguro». Hay que estar atentos a lo que decimos a los niños. Yo creo que la fuerza del cristianismo está precisamente en lo que es más incomprensible: la Encarnación. ¡Dios se hace hombre! ¿Jesús es de verdad el hijo de Dios? Sería magnífico. Pienso en otras divinidades que se hacían humanas, como Zeus, o cosas similares en otras religiones… Pero solo en el cristianismo Dios se hace hombre por amor.

¿Por qué querría morir en el seno de la Iglesia católica?
He asistido a funerales civiles y los encuentro muy tristes. Me gustaría que ese día alguien tocase a Mozart y a Bach, y que mis amigos, después de mí, lo celebraran. Porque puede ser –puede ser– que nada esté perdido.