Una elegía por Charles Péguy

Alain Fienkielkraut ha dicho de Péguy que “el suyo es un pensamiento de la encarnación”. En el centenario de su muerte, lo recuerda el traductor de una de sus obras más significativas: Verónica
Sebastián Montiel

La voluntad de un hombre (la voluntad de matar de un solo hombre) impulsó el trozo de metal a más de dos mil kilómetros por hora. Salió del fusil girando sobre sí mismo y haciendo silbar dulcemente el aire húmedo de Villeroy, junto a la orilla del Marne. Sobrevoló en línea recta la campiña verde durante dos segundos. Si hubiera podido ver, habría visto a cientos de miles de hombres arrastrando miedo y odio. La voluntad nacida del miedo y del odio de uno solo de ellos engendró el siseo leve de la muerte.

Soy un buen francés, dice Dios,… había escrito Charles Péguy dos años antes de que esa bala alemana abriera una flor roja en su frente el 5 de septiembre de 1914, la víspera de la primera batalla. Fue en los comienzos de la Gran Guerra y el teniente Péguy corría delante de sus hombres hacia la trinchera enemiga. El teniente Charles Péguy tenía cuarenta años y era un hijo de Dios. El hijo de Dios Charles Péguy cayó muerto abrazado a las húmedas hortalizas. Su mente, ahora rota, ya había reencontrado la luz y la alegría en el abismo de paternidad que Orígenes había intuido como el verdadero ser desvelado de Dios.

En El Misterio de los Santos Inocentes, publicado en 1912, el escritor Charles Péguy había hecho hablar a Dios consigo mismo. Por eso, muchos siguen viendo en esa obra un soliloquio. Pero cuando Dios habla consigo mismo hay algunos hombres que lo escuchan recitar versos. Un monólogo de Dios no es un ensimismado Dios que discursea, sino un solo logos, la única palabra poética de Dios que se desvela. Una sola palabra, también profética, de Dios que se despliega como belleza, como poesía. Charles Péguy había escuchado a Dios declamando su única poesía. Y Dios estaba diciendo en francés: Je suis surtout leur père... Sobre todo, yo soy su padre. Je suis. Ego sum. Egó eimí. Aní hu.

Yo soy un hombre honrado, dice Dios…Yo soy un buen cristiano, dice Dios…Así siguen fluyendo los largos versos de Péguy, yendo y viniendo por las mismas certezas, con la misma placidez poderosa del río Marne. Con la misma solemnidad del río Sena, su destino. Cerca del cuerpo tendido del hijo de Dios Charles Péguy se desliza en silencio el agua del Marne. El río, tendido de espaldas sobre el valle trazado en la Champagne francesa, con la cabeza echada sobre los Alpes y los pies en París, ve reflejados entre las estrellas del cielo negro los cuerpos fríos de casi medio millón de hijos de Dios, franceses y alemanes (Dios es también un buen alemán), cuyas vidas se encontraron también ese día con un fragmento velocísimo de metal.

El cuerpo de Péguy, en cambio, está tendido de bruces, besando la tierra, abarcándola con sus brazos abiertos. El barro ha taponado la herida de su frente. La frente que albergó al hombre que deshilachó en versos la voluntad de Dios (la voluntad de amar de un solo Dios): Esos inocentes han pagado por mi hijo. / Mientras ellos yacían en el suelo…, / En el polvo y en el barro…, / …/ Les cogieron a ellos por él. Les degollaron por él. / En su lugar. En su puesto / No sólo por su causa, sino por él, valiendo por él… / Sustituyéndole a él. Siendo como él. Casi siendo él…/ Cuando Herodes quería matarle. Estaba escrito (por Charles Péguy). Estaba escrito: Innocentes pro Christo infantes occisi sunt. Estaba escrito: Consumatum est.

En El Misterio de los Santos Inocentes, los versos corren tozudos como los ríos franceses. Girando sobre sí mismos, ensayando uno y otro camino, construyendo los meandros que permitan la benéfica presencia del agua. El Espíritu de Dios se cernía sobre las aguas…Sobre las aguas del río Marne aleteaba buscando el templo donde guarecerse de tanto olvido de Dios. Buscando la carne cálida del cuerpo de Cristo. Buscando el cuerpo dormido y helado de Charles Péguy. Sinite parvulos venire ad me, talium est enim regnum coelorum. Y Dios estaba mirándolo todo.

El impacto del plomo en el hueso frontal de Charles apenas hizo ruido. Aunque los cañones hubieran sido callados. Aunque los hombres no hubieran estado gritando para infundirse valor. Aunque el universo hubiera enmudecido ante el horror desatado. Ese chasquido sólo lo hubiera oído Dios. Sólo lo hubiera percibido un oído aguzado por milenios de escucha amorosa. Toda esa inmensa flota de oraciones cargada con los pecados del mundo. /…/ Como una hermosa flota antigua, como una flota de trirremes / Que avanzase al ataque del rey. / Y qué queréis que haga yo: soy atacado. El teniente de la reserva del ejército francés Charles Péguy (alistado voluntariamente) hace declararse no beligerante a un Dios atacado por las quejas de los hombres. Un Dios inerme. Desarmado por nuestros lamentos. Rendido sin condiciones cuando se le arroja a la cara, con atrevimiento, la palabra de su hijo: ¡Abbá! Padre nuestro que estás en los cielos…

¡Qué parecido es el leve chasquido del cráneo astillado por el proyectil y el que producen los clavos al abrirse paso entre los huesos de las muñecas! Pobre hijo mío, pobre hijo mío, pobre hijo mío…Sí, Dios estaba mirándolo y oyéndolo todo. ¡Qué parecida es la muerte de dos hombres, el dolor de cada dos hombres! La muerte de plomo gris, instantánea, de Charles Péguy. La agonía de hierro negro, lenta, de Jesús de Nazareth. Quizás sea la muerte, y no el nacimiento, lo que humaniza a los hombres. Al menos, debe ser la culminación de su humanidad. Los aproxima al hijo crucificado. Los diviniza. Sin embargo, ¡qué diferente el campo ondulado y fresco cerca de París y las colinas abruptas y resecas donde Jerusalén se yergue blanca! Junto a la orilla del Marne resuena el eco de la palabra proclamada en Judea: la parábola del padre misericordioso, la parábola del padre que siempre acecha la vuelta del hijo. Un hombre tenía dos hijos… El 5 de septiembre de 1914 Dios tenía dos hijos: Jesús y Charles.

Todo en la historia de los hombres parece repetirse dos veces. ¿Una primera vez como tragedia y una segunda como parodia? Mejor, quizás, una vez en la Escritura y otra vez en la historia. Mejor, quizás, una vez en el cielo y otra en la tierra, y simultáneamente. La muerte trágica que llega este 5 de septiembre de 1914 se desdobla porque está siendo vivida, también trágicamente, por Otro. Las balas y los trozos de metralla llegan redondeados, libres de aristas, porque han tenido que perforar también la carne de las muñecas de Cristo, de sus pies, de su costado y atravesar la madera seca de su cruz. No pueden rasgar ya el sutilísimo espíritu de Charles Péguy para aniquilarlo. Como se desdobla a veces la paciente y sinuosa corriente del Marne, el flujo de la vida de Charles Péguy lo han trenzado su libertad y la paciente y sinuosa complicidad de la gracia de Dios.

¡Qué barata ha sido para este hijo de Dios la salvación! Como el aire. Como la vida sobrevenida. Como esa bala en la frente. Gratis et amore. A pesar de lo que decía de él Jacques Maritain, su devoto e inteligentísimo confidente, al que pedía ayuda porque su matrimonio civil le impedía dolorosamente acceder a los sacramentos: es un imbécil..., uno que derrocha la gracia, que se imagina que la salvación es fácil, que se contenta con cosas no esenciales, con hacer que sus hijos canten piadosamente en Semana Santa...

Su mujer, muy amada, desde hacía diecisiete años, de familia y de pensamiento communards, no entendía la crisis aguda de catolicismo que atravesaba gozoso el poeta socialista los cuatro últimos años. Ella rechazaba con determinación el matrimonio canónico y no autorizaba el bautismo de sus tres hijos. Pensando en ellos y en el cuarto hijo a punto de nacer, la tarde del 4 de septiembre de 1914, el teniente Charles Péguy estuvo recogiendo en Vermans flores rojas, en el momento en que las palomas torcaces y los cuervos se aquietaban en sus nidos, y depositó cinco de ellas a los pies de una imagen de María salvada por los campesinos de los destrozos de la ira jacobina. Car le Fils a pris tous les péchés. Mais la Mère a pris toutes les douleurs.

El día siguiente, el 5 de septiembre de 1914, una bala alemana, como unas manos de madre, bordó en su frente una flor roja. Poco más de veinte años después, su mujer y sus cuatro hijos ya habían recibido el Bautismo.