De dioses y hombres, historia de un encuentro

¿Qué puede tener en común el glamour del Festival de Cannes y el silencio de un monasterio enclavado al sur de la provincia de Buenos Aires? Relato de un encuentro singular.
Héctor Godino

Desde un centro comercial en Buenos Aires…
La noticia de que una película interesante había sido premiada en la edición 2010 del Festival de Cannes llegó rápidamente a Alver y bastaron unos pocos datos, “es sobre unos monjes asesinados en Argelia”, para ponernos en movimiento. La presentación de la semana de Cannes en Buenos Aires en diciembre nos dio la oportunidad de verla. No nos quedaron dudas de que De dioses y hombres era una película excepcional, volviendo firme la decisión de ubicarla.
Luego de muchas averiguaciones dimos con Alejandro De Grazia, un joven distribuidor que confió en nosotros facilitándonos la copia antes de su estreno, ayudando de esta manera a su difusión. El lunes 30 de mayo, día del hallazgo de los restos de los monjes en Argelia, estábamos haciendo el avant premiére en una de las salas del Hoyts Abasto, conseguida por la atenta generosidad de algunos amigos.
Nosotros fuimos los primeros sorprendidos por un auditorio de lo más heterogéneo, donde se combinaban el secretario del Nuncio Apostólico, docentes universitarios, la directora de Amnistía Internacional en Argentina, periodistas de medios nacionales, sacerdotes con funciones en la Archidiócesis, la responsable de la Subsecretaría de Derechos Humanos de la ciudad, el director de la principal agencia católica de noticias y un diputado nacional con su esposa, entre otros.
El silencio conmovido y generalizado al finalizar fue el testimonio del impacto que produjo la belleza de una película donde se mostraba a unos hombres, frágiles como todos, que deben decidir o, mejor, reconocer por quién dan su vida.
Pero esta nueva aventura, que nos tocó protagonizar y nos hizo entrar en relación con personalidades de los más diversos ámbitos, nos tenía deparado algo aún más importante, abriendo nuestro horizonte hasta un lugar insospechado.
El Abad General de la orden Trapense, al que tocó seguir todo el proceso del secuestro y posterior ejecución de estos mártires, resultó ser argentino y pertenecer al Monasterio Trapense de Azul. Le hicimos llegar una invitación, la reseña de lo sucedido y nuestra intención de conocerlo. Él agradeció todo esto y nos invitó al Monasterio. Sin dudarlo, fuimos a su encuentro.

…hasta un Monasterio en Azul
Si al padre Bernardo Olivera le pareció un poco extraño que viajáramos diez horas para verlo sólo dos horas y media, mayor aún fue su sorpresa cuando vio aparecer la comitiva del centro cultural formada por nueve chicos y cinco adultos.
En un lugar dominado por el silencio, el canto de los monjes de la hora nona –con que comenzó nuestra estancia– resultaba una invitación a la memoria. Luego llegaría el momento de la entrevista.
El padre Bernardo, un monje de carácter afable y sereno, habla pausado, eligiendo cuidadosamente palabras sencillas atendiendo al auditorio juvenil. Relata hechos, en sus palabras no hay sobresaltos, tan sólo el espacio para festejar alguna ocurrencia.
Comienza describiendo la comunidad del Monasterio de Nuestra Señora de Atlas, que conoció especialmente debido a su interés por el mundo islámico. Su prior, el padre Christian, “era una personalidad interesante, un idealista”, aun cuando a veces no se daba cuenta de lo que sucedía alrededor, que “hablaba bien, capaz de reflexiones interesantes”. El padre Cristophe, maestro de novicios, “hizo un camino personal, un proceso de entrega desde su inicial resolución de quedarse en el monasterio hasta que fue secuestrado”.
Fundamentalmente le interesa resaltar el papel de la Iglesia local, tanto del recordado cardenal Mons. Leon-Etienne Duval, quien asumió personalmente la defensa del monasterio años antes, cuando se estaba decidiendo su cierre, como Mons. Henri Teissier, arzobispo de Argel (luego de Mons. Duval) que siempre acompañó a la comunidad. Los visitó dos días después de la Navidad de 1993, cuando se produjo el ingreso de los guerrilleros en el monasterio, para recordarles la importancia de su presencia para el resto de los cristianos y hacerles la propuesta de un retiro paulatino. “Él fue la figura clave cuando se produjeron los asesinatos”.
Todo parece muy simple de comprender y aceptar en boca de este hombre que vive nuevamente en su monasterio después de tres períodos como abad general, durante los cuales tuvo la enorme responsabilidad de seguir el proceso junto a los supervivientes, negociar con el Gobierno argelino, hablar con los familiares y, sobre todo, conducir los destinos de su Orden en esa hora tan particular.
La conversación con el p. Bernardo fue ganando confianza, por lo cual no tuvo inconvenientes cuando le preguntamos por su vocación, por qué se había hecho trapense. También ahora lo hizo narrando hechos. “Era el día 28 de junio de 1962, estaba cursando Veterinaria y salí de casa para rendir un final. Me di cuenta de que algo estaba pasando. Todo en la calle era lo que era. Tomé el colectivo y en un momento percibí delante de mí una presencia que me decía sígueme. No había tomado nada antes, era plenamente conciente. Me bajé, fui a un bar y pedí una chocolatada para despejarme. Resolví salir y tomar el primer colectivo que pasara: si iba para mi casa, dejaba la carrera y trataba de comprender esa indicación, si no, seguía con mi vida. Pasó el que se dirigía a mi casa, volví y le dije a mi madre que había terminado la facultad. Estuve algunos días encerrado sin poder reponerme. Leí un libro de Thomas Merton que una amiga me había regalado y entendí que tenía que ser monje. Por una serie de circunstancias llegue a Azul, donde recientemente se habían establecido unos monjes trapenses. Cuando recorrí la arboleda de entrada tenía un solo pensamiento: había llegado a casa”.
Se hacía la hora de despedirnos y le dejamos algunas de nuestras publicaciones, junto con el libro de Sotoo, Libertad vertical, que agració especialmente, comenzando ahí mismo a hojearlo mientras le explicábamos nuestra relación con el escultor de la Sagrada Familia. Su bendición sobre todos nosotros y los alfajores que regaló a los chicos marcaron el momento del retorno.
Es así como nuestro centro cultural, acostumbrado a las presentaciones públicas en lugares absolutamente laicos, en el término de pocos meses fue conducido al interior de la Iglesia misma, presentando la obra de Eliot en dos catedrales. Más aún, a su mismo corazón, el cual palpita no muy lejos, donde estos hombres día tras día afirman, en la simplicidad de sus vidas, que el fondo último de la existencia consiste en la dependencia.
Centro Cultural Charles Péguy