Monseñor Lorenzo Albacete

Una semilla en el corazón del sueño americano

La figura y el legado de Lorenzo Albacete diez años después de su muerte. Teología refinada, ironía “chestertoniana”, y padre de muchos que profetizó la crisis de la sociedad estadounidense
Giorgio Vittadini

¿Qué tiene que ver Dios con las alitas de pollo o con una pluma estilográfica? ¿Qué tienen que ver las lejanas estrellas de allí arriba con las pequeñeces de cada día, las pasiones, los vicios, los entusiasmos y los encuentros personales que marcan nuestra vida cotidiana? Se lo preguntaba hace tiempo Giacomo Leopardi, igual que se lo preguntaba también cada día de su vida Lorenzo Albacete, un amante del pollo frito que se emocionaba como un niño cuando alguien le regalaba una pluma estilográfica, pues las coleccionaba. Un teólogo culto capaz de hablar el lenguaje de todos, un científico que nunca aceptó la idea de que Dios y la investigación científica fueran irreconciliables. Un monseñor católico de físico descomunal, muy parecido a Chesterton, que estaba como en casa en algunos de los templos laicos del mundo de los medios de comunicación americanos, como el New York Times, la CNN o el New Yorker. Un amigo que ya no está, pero que nos dejó como legado numerosas reflexiones que tanto nos acompañan. Y que son más actuales que nunca.

Monseñor Albacete nació en 1941 en San Juan (Puerto Rico). Luego se fue a Estados Unidos a estudiar y trabajar, primero en un laboratorio de investigación como físico espacial, luego en las parroquias y universidades católicas como sacerdote y monseñor. Dos grandes encuentros marcaron su vida. El primero con el entonces joven cardenal polaco Karol Wojtyła, del que será amigo toda su vida. El segundo con Luigi Giussani, que le confiará la guía de Comunión y Liberación en Norteamérica.

Albacete murió hace diez años, el 24 de octubre de 2014. A su manera, fue un profeta capaz de identificar la involución de la sociedad americana que todos ven actualmente. De Puerto Rico conservaba su espíritu latino y al mismo tiempo encarnaba ese deseo americano de ir siempre más allá, buscando nuevas fronteras en todos los ámbitos. Contrastaba la hegemonía ideológica de cierta cultura protestante no con batallas identitarias frontales, sino con una afable y afilada ironía, al estilo de Chesterton en Ortodoxia.

Pero sobre todo aprendió de Giussani un concepto original y moderno de “experiencia”, no empirista sino fundado en la comparación entre las propias evidencias y exigencias elementales, y la realidad que uno se encuentra. Partiendo de este concepto de experiencia, Albacete intuyó la grandeza del sueño americano consagrado en una afirmación de la Declaración de Independencia del 4 de julio de 1776: «Todos los hombres han sido creados iguales, dotados por el Creados con ciertos derechos inalienables, entre los que están el derecho a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad». Pero al mismo tiempo comprendió que esta aspiración solo podía realizarse encontrando con asombro en la realidad cotidiana una presencia capaz de no reducir ese deseo de verdad, justicia, bondad y belleza. Cuando eso no ha sucedido en la historia americana han surgido violencias, intolerancias, genocidios, imperialismos.

Concretamente, durante los años de madurez de Albacete, se empezaba a ver esa pérdida de unidad en el pueblo, una fractura que hoy es clamorosamente visible entre dos partes igualmente enemigas del hombre: una tendencialmente racista, xenófoba, insensible ante los “vencidos”, aislacionista, favorable a la pena de muerte y al uso indiscriminado de armas; otra creadora de derechos individuales sin límite, defensora del aborto masivo, aliada de las grandes finanzas y monopolios, alejada de la vida real de la gente, exportadora de una democracia occidental ideológica, rechazada por gran parte de los pueblos. En esos años se empezó a perder la confianza en una nación conformada por gente muy distinta pero amiga del bienestar humano y espiritual de todos. El empeño de Albacete contra estos extremismos opuestos se apoyaba sobre todo en la generación de comunidades cristianas donde fuera visible una experiencia de realización, plenitud e inicio de felicidad.

Viajaba continuamente, encontrándose con miles de personas, participando en la Escuela de comunidad, haciendo encuentros públicos, hablando con obispos, profesores, periodistas, “inventado” junto con otros el New York Encounter que cada año sigue creciendo y mostrando una cultura nueva. Con su ayuda, la experiencia del movimiento en América del norte se extendió como una mancha de aceite por todos los estados. Estaba en contacto con insignes representantes de la cultura y de la inteligencia laica norteamericana, alejadísimos del hecho cristiano, mostrando un rostro de la fe y de la Iglesia totalmente desconocido para ellos. Se confrontaba con grandes intelectuales, incluso con los que rechazaban cualquier tipo de experiencia religiosa. En YouTube se encuentran videos memorables de estos encuentros públicos, como el debate en Nueva York con el famoso ateo Christopher Hitchens. Escribió libros irónicos y provocadores, como Dios en el Ritz.

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¿Qué queda hoy de este gran sacerdote, aparte de la cantidad de gente que ha crecido junto a él? Aquella intuición que fue también el corazón del mensaje de Juan Pablo II cuando visitó Estados Unidos en 1999: el noble sueño americano es inalcanzable si un individuo aislado piensa en alcanzarlo solo con sus proyectos políticos, económicos, sociales, científicos, empresariales; hacen falta lugares donde los hombres de todas las culturas –anglosajona, latina o de cualquier otro tipo– puedan encontrarse y vivir una experiencia de novedad, de paz, de positividad ya en acto.

Las pequeñas o grandes comunidades cristianas de CL que pueblan hoy los Estados Unidos son como una semilla, un pequeño grano de mostaza que con el tiempo puede generar un gran árbol.