Líbano. «La lección de los jóvenes entre misiles»
La guerra en el país de los cedros sacude a un pueblo ya doblegado por la crisis económica y social. Hablamos con Jules Boutros, responsable de la Iglesia patriarcal sirio-católica de Antioquía«Culpables. Todos buscan culpables: Hezbolá, Israel, Irán, la clase política libanesa… Pero son mil doscientos, mil doscientos civiles muertos es algo que sobrepasa toda nuestra comprensión. Tres mil heridos y quién sabe cuántas víctimas aún desconocidas. Las primeras estimaciones nos hablan de más de 500.000 desplazados que tratan de salir del sur del Líbano y se dirigen hacia el norte, hacia Beirut o Siria. Hay cientos de ataques diarios, los hospitales han colapsado… Líbano ha entrado en guerra. Primero fue el Covid, luego la explosión en el puerto, la crisis económica…». El escenario que plantea monseñor Jules Boutros, responsable de la Iglesia patriarcal sirio-católica de Antioquía en Líbano, es oscuro. Hablamos con él en Milán, donde ha participado en el congreso de la Fundación Oasis dedicado a las relaciones entre Occidente y el mundo musulmán.
«Las aulas escolares y universitarias se han desalojado para hacer sitio a los refugiados, igual que las iglesias, monasterios y parroquias, que están dejando disponibles todos los espacios posibles para acoger a las familias que llegan. Los que pueden también abren sus casas. Nos encontramos ante algo que ya hemos visto porque la guerra la conocemos bien, por desgracia, pero no nos esperábamos un ataque tan rápido. Se habla de negociaciones, pero también de invasión terrestre por parte de Israel y de un nuevo recrudecimiento por parte chiíta. En este momento, lo que más pesa es la incertidumbre». Los asesinatos, por parte de Israel, de Hassan Nasrallah, líder de Hezbolá, y de Fateh Charif Amine, jefe de Hamás en el Líbano, no han hecho más que exacerbar la situación.
Otra vez en guerra. ¿Qué es lo primero que ha pensado?
Lo primero que he pensado ha sido en mi familia, mis amigos, mi gente. Mi sobrino Thomas, que tiene cuatro años, me preguntaba: «Tío, ¿por qué ha estallado la guerra?». Le he respondido que la gente se pelea cuando falta el amor y él, que normalmente hace un montón de preguntas, se ha quedado callado. Ciertamente, creo que falta amor, que se ha extendido un odio que impide ver al otro como un hermano. No tengo soluciones, pero sé que todos tenemos que trabajar intensamente –cristianos y musulmanes– en dos niveles: la oración, es decir, una relación auténtica con Dios, y la educación de los jóvenes. Y lo digo pensando en mi sobrino, no lo digo en abstracto.
Usted trabaja mucho con los jóvenes.
Sí, y ahora, con esta maldita guerra, lo veo más necesario que nunca. El año pasado los obispos libaneses me designaron como referente para la Comisión Justicia y Paz. Hemos empezado a trabajar sobre ciertas directrices y una de ellas afecta a la formación de futuros políticos. La clase dirigente actual se ha deteriorado, son incapaces de trabajar juntos por el bien común. Hemos creado la Leadership Accademy for Peace, que cuenta con el apoyo de muchas asociaciones y del Dicasterio vaticano para el desarrollo humano. Antes de ayer tuvimos la primera clase, en plena guerra. Podíamos haberla suspendido, pero decidimos mantenerla y vinieron todos. Todos, excepto dos que por motivos de seguridad no podían llegar sin poner en peligro su vida. Pensé: estos jóvenes son los primeros que están dando una lección al mundo. Ante los informativos que solo hacen llegar al mundo el ruido de las explosiones e imágenes de odio, aquí les ofrecemos un punto de vista nuevo. Ochenta jóvenes vienen aquí desafiando a los misiles, se reúnen y se forman para vivir la política como servicio al otro. Esta es la verdadera imagen de la esperanza, lo único que podemos ofrecer.
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Es usted el obispo más joven del Líbano, con 41 años. Oriente Medio se está vaciando de presencia cristiana en una tierra que no deja de estar en guerra. ¿Por qué sigue allí?
Por fidelidad a mi vocación. Hay un grito dentro de mí, un grito de significado que me hace levantarme todas las mañanas. Yo vengo de una familia cristiana, mi abuelo era originario de Turquía y huyó al Líbano tras la masacre de los cristianos. Nací y crecí entre maronitas y armenios, pero mi encuentro personal con Cristo lo tuve hacia los 17-18 años. Jugaba al fútbol, iba a misa en mi barrio cristiano de Achrafieh, en Beirut, pero sabía poco de la fe. Hubo dos cosas que me atrajeron de Cristo. La primera es que me encantaba la filosofía, me empujaba a buscar la verdad. En las preguntas de los filósofos descubría mis mismas preguntas: ¿qué es lo que da sentido a la existencia? La búsqueda de la verdad me llevó hacia Dios, y parece casi irónico, pero fue el filósofo musulmán Al-Ghazali quien despertó mi mayor curiosidad hacia Dios. Lo segundo que me atrajo fue el silencio del tabernáculo, donde pude experimentar plenamente la presencia de Jesús. Al salir del colegio me pasaba la tarde con mis amigos en el oratorio y, entre un partido y otro, entraba en la iglesia para estar un momento delante de la Eucaristía. Solo delante de Él sentía que la vida era auténtica, verdadera, que quería profundizar mi relación personal con esa Presencia. Ese atractivo que ejercía Jesús sobre mí me hizo enamorarme hasta el punto de desear entregarle mi vida y servirle allí donde estuviera.