«ADHERIRSE A CRISTO, CONSTRUIR LA IGLESIA»
Un extracto del prólogo del presidente de la Fraternidad de CL en el nuevo libro de don Giussani, Una revolución de uno mismo. La vida como comunión (1968-1970), editado por Rizzoli, a la venta desde el 16 de julioCon cierta emoción y con renovada gratitud me dispongo a presentar los textos reunidos en este libro. Pertenecen a un momento delicado y crucial de la historia de Comunión y Liberación (CL). Se remontan a los años 1968-1970, periodo en el que la experiencia nacida de don Giussani en 1954 sufre una gran sacudida debido a la explosión del 68 italiano. Un millar de bachilleres, alrededor de la mitad de los seguidores de Gioventù Studentesca (GS), y varios cientos de universitarios procedentes de sus filas se alejan para adherirse al Movimiento estudiantil. Es ciertamente un momento de prueba, pero inesperadamente se revelará también como un paso importante que llevará a un renacimiento. Desde el otoño de 1965, tras dejar la guía de Gioventù Studentesca, Giussani participa en los encuentros del Centro cultural Charles Péguy, fundado en 1964 y promovido por aquellos que, al terminar su itinerario universitario, desean vivir en continuidad con la experiencia que había comenzado en los años anteriores.
Después del primer año, en el que se ocupa preferentemente de actividades culturales, el Centro Péguy se convierte cada vez más claramente en un lugar de profundización de la fe según el acento propuesto en GS, representando de hecho la prosecución del «movimiento» surgido en el liceo Berchet en 1954 y el comienzo de esa realidad que en poco tiempo asumirá definitivamente el nombre de «Comunión y Liberación». De hecho, igual que el tiempo de la crisálida marca el paso entre la energía potencial del capullo –que contiene ya todo de forma todavía embrionaria– y la expresividad cumplida de la mariposa, la experiencia giussaniana del Centro Péguy representa el puente de tránsito desde esa aventura nacida inicialmente entre los pupitres de escuela con GS a una conciencia renovada de un horizonte universal que quiere abrazar cada aspecto de la existencia humana hasta el nivel adulto, cosa que encontrará plena realización en CL. Los años que van desde 1965 a 1968 son, en cierto sentido, años de experimentación en busca de una configuración en circunstancias difíciles, aunque en absoluto son años carentes de frutos. En septiembre de 1968, con ocasión de la Jornada de apertura de curso (cuyo contenido figura en el primero de los textos aquí publicados), valorando los pasos que se habían dado, Giussani recapitula y vuelve a dar un nuevo impulso, definiendo la naturaleza del Centro Péguy y trazando sus líneas maestras.
Este libro contiene precisamente las transcripciones de las lecciones ofrecidas por don Giussani desde 1968 a 1970 en las dos citas principales que marcan el camino de cada curso: la Jornada de apertura de curso y los Ejercicios espirituales, situados temporalmente a poca distancia, en un arco que va desde septiembre a diciembre. Al leer estas páginas nos vemos catapultados dentro de la riqueza asombrosa de un «discurso» (por usar la expresión que le gusta al autor), es decir, de una propuesta cuya radicalidad y claridad no solo se han revelado como decisivas en el relanzamiento de la experiencia de esos años, sino que constituyen también un reclamo poderoso e iluminador para nuestro presente (una contribución al redescubrimiento de la potencialidad del carisma deseada por el papa Francisco en la audiencia del 15 de octubre de 2022¹).
La vida cristiana como comunión
Ya en el primer texto, el de la Jornada de apertura de curso citada anteriormente, la intención de Giussani se concentra en «puntualizar nuevamente y lanzar» (véase aquí, p. 5) los objetivos, los principios y las directrices comunes a las que dar «crédito» (p. 8); en definitiva, los contenidos que deben trazar la fisonomía del Centro Péguy y motivar la adhesión al mismo. Giussani indica tres contenidos y define los dos primeros como los «pilares» (p. 12) o «puntos cardinales, enteramente tales» (p. 13), de la concepción que «nos cualifica» (p. 12) y que «especifica nuestra vocación en la casa de Dios» (p. 11). Solo viviendo tal vocación, añade, «podremos ser útiles para la santa madre Iglesia» (p. 15).
El primer punto, sobre el que volveré en breve, es «la vida cristiana como comunión». El segundo es la insistencia en que «la colaboración con el mundo pasa a través de la comunión vivida» (p. 13) y el tercero es una «aplicación» de los dos primeros. Es decir, la amistad del Centro Péguy «debe concebirse y por tanto organizarse […] según esos dos principios»; cualquier otra consideración acerca de ella conduciría a un «planteamiento parcial» (p. 16). Por tanto, subraya Giussani, «el ámbito marcado por nuestra amistad es, por una parte, sustancialmente, como esencia, una voluntad, un deseo, un intento, un esfuerzo, una experiencia de comunión, de implicación de vidas y, por otra parte, a través de esto, un desarrollo de nuestra colaboración, de la colaboración que yo debo ofrecer al mundo» (p. 14).
De los tres puntos, el que cuenta con un mayor desarrollo es el primero. «“Comunión” significa implicación de mi vida en la tuya y de la tuya en la mía» (p. 12). Una implicación «en nombre de Cristo» (p. 14), cuyo único motivo es el acontecimiento cristiano y cuyo origen último es la potencia del misterio de Cristo. La comunión está «fundada en el hecho de que Dios ha elegido al otro igual que te ha elegido a ti» y ha hecho que «te tropieces con alguien con la misma vocación, es decir, con el mismo acento cristiano, con la misma voluntad cristiana» (p. 30).
En este primer pilar se expresa una insistencia capital que Giussani ha hecho desde el principio y que tiene que ver con el acontecimiento de la Encarnación, con su contemporaneidad. Esta «comunión» encuentra en el «Cuerpo místico de Cristo»² su «perímetro total que se dilata siempre misteriosamente en la historia» (p. 12). La asunción radical de la definición paulina de la realidad continua de Cristo en la historia como «Cuerpo místico» es ciertamente constitutiva de la concepción giussaniana. Dios no ha venido al mundo de forma tangencial, como un punto aislado en el tiempo y en el espacio, y por tanto imposible de aferrar por los que vengan después. Cristo ha venido al mundo para quedarse y la Iglesia es su prolongación tangible y misteriosa.
Pero, subraya Giussani, «el misterio de Cristo sería un viento abstracto si no se volviera concreto en el ámbito de relaciones cotidianas que tú vives. Por tanto, la palabra “comunión”, dialécticamente, se desliza y pesa entre el polo del perímetro último del Misterio y la contingencia efímera, la aplicación efímera» (p. 13). Ese perímetro último, el misterio de la comunión, permanecería abstracto, lejano, si no se percibiera y viviera en la relación «codo con codo» con personas concretas, en la implicación de tu vida en la mía y de mi vida en la tuya, es decir, si no se manifestara allí donde vivo, en «nuestra comunión» que, claro está, «no es la fuente del valor, sino el momento en el que emerge esa fuente de valor que es el misterio de la Iglesia» (p. 17).
Debemos situar estas observaciones en el contexto de esa experiencia de Iglesia –con sus acentuaciones moralistas, individualistas e intelectualistas– con la que Giussani tenía que vérselas en aquellos años para captar plenamente su fuerza arrolladora. A pesar del extraordinario evento del Concilio Vaticano II, a la Iglesia le costaba encontrar caminos de experiencia que estuvieran a la altura de los signos de los tiempos. GS, que representaba una contribución en esta dirección, había encontrado en su camino aperturas entusiastas, pero también muchas resistencias. En el frente mundano, por así decir, hay que tener en cuenta naturalmente el cataclismo del 68, del que Giussani tenía ya una conciencia clara y que es el trasfondo de muchas tomas de posición que se encuentran en este texto.
Pero la fuerza arrolladora de la propuesta giussaniana sigue intacta en la situación actual, frente a sus límites y a sus urgencias, a las angustias y a las soledades que la hieren, con nuevas y quizá más insidiosas formas de individualismo, determinadas por la acción invasiva de las tecnologías y por las profundas laceraciones del tejido social, con la consecuente falta de lugares generadores de lo humano. Solo un cristianismo fiel a su naturaleza puede constituir de hecho un punto concreto de rescate y de esperanza para una humanidad cansada que busca un camino de forma atribulada y titubeante. Y es precisamente en la «vida cristiana como comunión» donde se vuelve experiencia la pertinencia del anuncio cristiano al hambre y sed de significado y de destino de los hombres y mujeres, pero, me gustaría decir, sobre todo de los jóvenes de nuestro tiempo. Ella es el terreno de verificación de la promesa de Cristo: «Quien me siga tendrá la vida eterna y el ciento por uno en este tiempo»³. Gran expresión, el «ciento por uno», a la que don Giussani devuelve todo el espesor de experiencia viva en la propuesta comunitaria con los amigos del Centro Péguy. En la vida cristiana como comunión se puede experimentar a un Cristo real, presente, según lo que él mismo ha establecido («Donde dos o tres…»⁴ ) y una fe que atraviesa la vida y la cambia. Es la comunión vivida lo que nos permite descubrir la conveniencia de la fe y lo que alimenta en nosotros la fe. Por eso Giussani insiste en que esta comunión, esta implicación de vidas, «no es un intimismo entre nosotros o una elección muy particular, sino que es la vida cristiana» (p. 14), simple y esencialmente. Allí donde esta es ignorada o reducida sociológicamente, minimizada o malentendida, es el propio cristianismo lo que queda vaciado. La «comunión» pertenece de hecho a su ontología, como Giussani señalará muchas veces en los años posteriores.
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¹ «El potencial de vuestro carisma está todavía en gran parte por descubrir» (Francisco, Discurso a los miembros de Comunión y Liberación, 15 de octubre de 2022).
² Cf. Rom 12,5; 1 Cor 6,15; 12,12-27; Ef 4,16; 5,30.
³ Cf. Mt 19,29; Mc 10,29-30.
⁴ Mt 18,20.
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