Enzo Piccinini con Luigi Giussani, en 1986.

«Te he hecho Mío»

Coincidiendo con el 25 aniversario de la muerte del Siervo de Dios Enzo Piccinini, publicamos algunos fragmentos de un libro publicado en Italia por Paolo Bellini y Chiara Piccinini
Pier Paolo Bellini

Hay ciertos pasos que marcan un punto de no retorno, una entrada en dimensiones tan nuevas como irreversibles. Cualquiera de nosotros podría recordar, por ejemplo, su primer día de clase: cuando la intuición de que el mundo no se acaba en las cuatro paredes de tu casa, que estás obligado a responder a otros aparte de papá y mamá, se convierte en una realidad palpable. En cierto modo inquietante, y en todo caso irreversible. Algo parecido sucede cuando entras en la universidad. La percepción de estar empezando el último tramo hacia una vida “sin red”, el salto al mundo. En ese momento es cuando conocí a Enzo. Primer día: ¿cómo se puede empezar algo que no se conoce y afrontar los riesgos que comporta cada incógnita (universidad, vocación, trabajo, paternidad…) sin ser devorados por esa inquietud?

Es una pregunta que todavía me hago. Y hay una respuesta que se me quedó grabada. «Cuando estuve en Estados Unidos, fui a Disney World. Había una atracción que recuerdo perfectamente, se llamaba Space Mountain. Una gran cúpula con un largo pasillo, cabinas como si fueran misiles que te ponen cabeza abajo con un láser que aparece de pronto ante ti y meteoritos que te caen encima. No creo que fuera un niño que se impresionara fácilmente, pero os juro que nunca había visto algo así. En todo caso, antes de entrar, había un largo pasillo, larguísimo, como de un kilómetro, donde empezaban a avisarte: “Se ruega no entrar a personas con problemas de corazón, que padezcan enfermedades o puedan quedar impresionados o vomitar –más toda una serie de advertencias– porque todo eso le sucederá”. Alguien como yo, al ver algo así, tiene aún más curiosidad (yo soy vagotónico). Cuando estaba a punto de entrar, de repente, empiezan a proyectar en las paredes las caras de los que estaban montando, y otro aviso: “Ahora que has visto estas caras… piénsatelo”. Luego entras, te subes y empiezan los giros infernales. Pues bien, ¿qué es lo que me permitió entrar ahí? ¿Qué me permitió afrontar algo que no conocía y que seguro que me iba a desconcertar, sobre todo a mí? Una sola cosa: saber que saldría de allí, estaba seguro de que iba a salir bien. Fijaos, si me hubieran dicho que todo era de mentira, que solo era para ver el efecto que me causaba, no habría sido igual: debía estar seguro de que el resultado sería bueno, que saldría. Esto es idéntico en nuestra relación con la realidad».

Partiendo de esta hipótesis, de esta promesa, nació una amistad con Enzo que duró 15 años, hasta el día que murió. Vivimos juntos muchos hechos irreversibles, exaltantes o dolorosos, con una certeza compartida: el resultado será bueno. Eso es lo que todo hombre busca en el fondo, eso de lo que le gustaría estar “seguro”.

La vida de Enzo se revolucionó al acceder a esta certeza que día tras día resultaba cada vez más contagiosa entre nosotros, que cada vez éramos más numerosos. No se trataba de un principio teórico ni de una urgencia natural existencial. Era el fruto de una “evidencia” que entraba en nuestra vida y se transformaba en una especie de anhelo entre nosotros y ante cualquiera. «Somos fruto de la ternura de Alguien, ¡cómo me gustaría que lo entendierais!». A Enzo le había sucedido lo que nos estaba sucediendo a nosotros, le había sucedido Alguien que respondía a nuestra necesidad más profunda, haciéndonos estar “seguros”. «Necesitamos una estima por nosotros mismos, y solo es posible si alguien nos estima, nos estima originalmente. El descubrimiento de ser creados supone esta positividad extrema en nuestra vida, hay alguien que nos quiere así, tal como somos. No importa si tu carácter no es como tú querrías. Da igual, porque eres único, irrepetible, eres querido, amado. ¿Qué más quieres? Cuando eres querido originalmente, no importa lo que hagas, no importa si eres capaz o no, no importa si los demás te responden, si lo valoran, porque la estima y el valor que tienes ¡es original! Esto acaba con todas las teorías psicológicas de los bombones baci Perugina… acaba con todo. Descubres que eres hecho, más aún, que hay Alguien que te hace en este momento, que has sido querido al principio igual que ahora. ¡Ojalá descubras esto! Es como enamorarse para siempre».

Enzo estaba enamorado. Y nosotros detrás. Y no era por los bombones baci Perugina. La existencia basada en el sentimentalismo ya había empezado décadas atrás a hacer extremadamente frágiles las relaciones más decisivas, las relaciones afectivas (no podíamos ni imaginar que alcanzaría aún unas dimensiones espectaculares). Estábamos enamorados, nos sentíamos queridos, no por un sentimiento (aunque lo vivíamos intensamente). Se trataba de algo distinto y poco a poco empezamos a darnos cuenta. «Lo más decisivo en mi vida ha sido encontrarme con una mirada de misericordia. De hecho, yo no era así. No solo antes del movimiento, incluso en el movimiento, no era así. Los que me conocían antes de vosotros –siempre hay dos o tres que cuando vienen a verme me dicen: “Todavía no puedo creer lo que has cambiado”– saben que era tan energúmeno, tan duro y esquemático que cuesta creerlo. Sin embargo, me ha pasado, he cambiado. La fuente del cambio no ha sido un compromiso inmediato sino una mirada de misericordia con la que me he encontrado. Este abrazo que descubres en tu vida es lo que permite que tu forma de estar en el mundo sea una petición permanente, una oración. Yo necesito la misericordia como el aire que respiro».

Estuvimos en la universidad respirando ese aire, que no nos daba una vida tranquila sino justo lo contrario. «Pensad cuando uno se enamora: se levanta, se levanta por la mañana y ni se acuerda del cansancio, todo lo que le rodea tiene que ver con él, el mundo entero». Una “fiebre de vida”, como decía don Giussani, que fue quien la confirmó y la sostuvo “casi por ósmosis” en Enzo. Fue él quien le transmitió sobre todo un sentido y una finalidad, más aún, quien le ofreció un método. «Llegaba y las primeras veces, al salir de clase, se encontraba siempre con un grupo de chavales reunidos en el pasillo, durante el descanso, discutiendo animadamente entre ellos. Sorprendido, pregunta: “¿Quién son esos de ahí?” – “Los comunistas”, le responden. Entonces comprendió lo que había pasado en la Iglesia. No es que no hubiera gente que se esforzara en ser cristiana, pero faltaba la característica de la visibilidad, faltaba la primera característica fundamental de lo que siempre había sido, es y será la experiencia de la Iglesia: gente que está junta. Todos eran cristianos, pero faltaba el factor constitutivo de visibilidad. Por eso, era como si la realidad de la Iglesia no estuviera. Sin esto, la Iglesia es como si no existiera». «Para estar hace falta que sea “juntos”, pues eso es lo primero que llama la atención. Cristo lo sabía y los mandaba de dos en dos. Cristo decía “Padre nuestro” cuando rezaba».

«Había uno que era buenísimo en vela. Entró en la escuela de oficiales Américo Vespucio. El ambiente era terrorífico. Un día, mientras estaba limpiando el puente, oyó a uno cantar: “Tengo un amigo grande, grande”. Fue a mirar y se hicieron amigos. Eso bastó para que allí empezara el lío, porque ellos dos ya eran otra cosa. ¿Qué pasaba allí hasta entonces? Había uno que cantaba y nada más. Fue en ese momento cuando empezó el problema. El problema allí dentro eran ellos dos, porque eran una realidad diferente, nueva… ¡empieza cuando se juntan! Esa es la novedad que testimonia estructuralmente la presencia de Cristo. Para que la Iglesia exista, hacen falta al menos dos. ¡Dos! Tú y otro». Empieza a juntarte con otro: eso que el mundo ha dejado de hacer es lo que más desea, aunque nos hayamos vuelto trágicamente incapaces de sostenerlo, el vínculo con el otro, la amistad, el amor… eso que era, es y será el signo de la potencia única e incomparable del cristianismo. «Tú, o de la amistad», nos decía don Giussani. Cada día descubríamos un detalle de ese “Tú” en esa amistad que se nos dio la gracia de experimentar y que crecía a través de nosotros y a pesar de nosotros.

Esta era la raíz de esa extraña condición que don Giussani definió como un «atrevimiento ingenuo», que nos hacía ser, a los ojos de muchos, un poco agresivos, pero otros nos veían libres y por tanto atractivos. Nuestra humanidad (tal como era) se convirtió en un bien. «Esta es la primera invitación: ¡hay que invadir el movimiento de humanidad! La mía y la tuya. Empecemos poniendo en juego lo que somos. Esta es la forma de hacer experiencia, de acabar con tus dudas y las mías, mis perplejidades y nerviosismo. Nuestras comunidades deben estar plagadas de humanidad, la mía y la tuya. De todo lo que soy. Las prácticas religiosas ya existen y son muchas, pero hay una mirada de misericordia hacia ti, amigo mío, por lo que eres en último término. Solo hace falta que te pongas en juego, esa es la única forma de entenderlo. ¿Qué duda tienes? ¿Qué quieres apartar de tu vida? ¡Adelante, amigo mío! Juégatela hasta el fondo. Así lo entenderás todo».

Ese “todo” se fue convirtiendo progresivamente en la única medida válida para lo que estaba pasando en nosotros: tocados, elegidos para la totalidad. «La santidad pone de manifiesto una primera característica de la tradición que heredan los cristianos y la cumplen. No pone de manifiesto una conducta moral, evidentemente, porque han traicionado cien mil veces. La santidad pone de manifiesto la iniciativa que Dios toma prefiriendo a ciertas personas y poniéndolas en el mundo como instrumento suyo, a su servicio, para que todo el mundo lo pueda reconocer. Esta comunidad, por tanto, hereda la conciencia de ser santa nos porque sea capaz, sino porque ha sido elegida, Él ha elegido a la gente que la compone. Sanctus quiere decir “separado”, “reconocido”, “arrancado de”, eso es lo primero que significa ser santo. “Te he hecho mío y te pongo en medio de todos los pueblos para que vean mi gloria”». Te he hecho Mío: así fue la vida de Enzo. Mediante esa elección que nos hace ser, al mismo tiempo, objeto indigno e instrumento imperfecto, pero con la certeza de que «el Misterio y su misericordia queda como la última palabra, aun por encima de todas las negras posibilidades de la historia» (Luigi Giussani).