David Neuhaus (Catholic Press Photo)

¿Qué futuro hay para Tierra Santa?

David Neuhaus, experto jesuita residente en Jerusalén, profundiza en la solución “dos pueblos, dos estados” y atestigua el valor de la presencia cristiana en la región
Maria Acqua Simi

El padre David Neuhaus es jesuita, profesor de Sagrada Escritura en el seminario del Patriarcado latino de Tierra Santa. Nacido en Sudáfrica en 1962 de padres judíos alemanes que huyeron del nazismo, conoce bien el sufrimiento de quien ha vivido el holocausto y el apartheid. Llegó a Israel con quince años y vivió un punto de inflexión al conocer a una anciana monja ortodoxa de 89 años que estaba paralizada. «Fui a conocerla porque me apasionaban los Romanov y la historia rusa que ella conocía a la perfección. Hablando con ella me di cuenta de que era la persona más feliz que había visto en mi vida y quería saber por qué. Un sábado, saltándome las lecciones del colegio judío, fui a verla. “Madre, quiero preguntarle una cosa: ¿por qué es tan feliz?”. Aunque al principio titubeó un poco, me respondió: “Vale. ¡Estoy enamorada!”. Pensé que estaba loca y que eso lo explicaba todo, pero insistí: “¿Qué significa enamorada?”. Entonces me dijo: “Hay un hombre. Se llama Jesús”».
Así empezó el camino cristiano del padre David, que le llevó a consagrarse en la Compañía de Jesús y a estudiar a fondo la Biblia y los orígenes del cristianismo. En esta entrevista nos ayuda con un análisis histórico y político de la delicada situación que vive esta región, pero yendo a las raíces de una fe, la cristiana, que todavía es capaz de generar bien allí donde el dolor y la muerte parecen tener la última palabra.

La suya es una historia muy particular. ¿Qué supone para usted vivir y servir en Tierra Santa?
Yo vivo en una Tierra Santa que también es Israel y Palestina. Esos tres términos identifican el mismo lugar, pero suponen tres formas distintas de vivir. Por mi parte, siento una vocación profundamente arraigada a vivir las tres. En orden cronológico, descubrí Israel por primera vez siendo judío. Crecí en Sudáfrica, en una familia que se había refugiado allí huyendo de la Alemania nazi. Educados en una escuela judía, nos enseñaron a creer que Israel era nuestra patria, el lugar bíblico destinado a nosotros y la posibilidad de un país donde vivir seguros después de dos milenios de exilio y sufrimiento. Cuando llegué allí con quince años, dejando atrás el apartheid sudafricano, enseguida sentí empatía con los palestinos por su desigualdad como ciudadanos de un estado que se define judío y por la ocupación de los territorios controlados por el ejército israelí. Usar la Biblia para afirmar mi derecho, nada más llegar, en contraposición al derecho de un palestino cuyos antepasados siempre habían estado aquí, me impactó de un modo especialmente problemático. Enseguida empezaron a atraerme las voces judías críticas con el sionismo y las políticas israelíes, grandes intelectuales como Martin Buber y Hannah Arendt. Como judío, plenamente consciente del sufrimiento de mi familia en la Alemania nazi, me turbaba profundamente el hecho de que nosotros, como judíos, estuviéramos imponiendo a otros la discriminación y la ocupación.

¿Hay hechos, o personas, que le hayan permitido mantener una mirada abierta?
Sí. Por ejemplo, solo cuando conocí a Oussama, mi mejor amigo desde hace más de cuarenta años, empecé a conocer Palestina. La familia de Oussama se convirtió en mi familia. Visité el país entero con él y vi el territorio que se encuentra bajo control israelí. Conocí las historias de refugiados de la guerra de 1948, la realidad de vivir en Israel como ciudadano árabe de segunda, los esfuerzos de quien vive bajo la ocupación israelí privado de libertades fundamentales. Sin embargo, fue cuando aprendí a hablar árabe, estudiando el islam y el cristianismo de lengua árabe, cuando pude ver realmente la vida de una Palestina que latía bajo las capas de la hegemonía israelí. Para mí esa tierra también es Tierra Santa. Unas semanas después de llegar, conocí a la madre Bárbara, una monja ortodoxa. Ella fue, con su radiante alegría, quien me mostró el rostro de Jesús resucitado, que se convirtió en el centro de mi vida y por tanto en el centro de esta tierra para mí. Recorrí el camino hacia la Iglesia católica lentamente, llevando conmigo las preocupaciones de mi familia judía, las preguntas de mi familia musulmana recién adoptada, la curiosidad de mis amigos y compañeros israelíes y palestinos. Me bautizaron en la comunidad católica de lengua hebrea, entré en la provincia de Beirut de la Compañía de Jesús y fui ordenado sacerdote por nuestro querido patriarca emérito Michel Sabbah, elocuente portavoz para la justicia y la paz. Ahora doy clase de Sagrada Escritura en hebreo y árabe en Israel y Palestina. Tengo el privilegio de vivir en Israel, Palestina y Tierra Santa.

Desde hace más de 75 años se habla de la solución “dos pueblos, dos estados”, recientemente citada también por el papa Francisco. ¿A qué se debe el origen de esta propuesta?
En 1917 los ingleses, a punto de conquistar la Palestina de los otomanos, anunciaron que se comprometían a crear una patria para el pueblo judío. Inspirados en la Biblia, preocupados por los judíos que habían sido víctimas de la violencia antisemita y pensando en ellos como futuros aliados en la región, los ingleses no consultaron con la población autóctona que vivía entonces en Palestina. Promovieron la inmigración judía a este país, animaron el desarrollo de instituciones judías y cuando estalló la violencia entre los judíos recién llegados y la población autóctona de Palestina, la reprimieron con puño de hierro. La inmigración judía aumentó desmesuradamente antes y después de la Segunda Guerra Mundial tras la plaga del nazismo. En ese punto, los ingleses ya estaban intentando limitar dicha inmigración, al darse cuenta de que sus políticas habían ignorado a los palestinos, provocando un gran resentimiento. Sin embargo, el holocausto hizo que muchos observadores apoyaran las aspiraciones nacionales judías en Palestina.

Y así se llegó al plan de partición de Palestina promovido por la ONU.
Sí. En 1947, a la luz del conflicto desatado entre una población de 600.000 judíos (la mayoría recién llegados) y 1.300.000 árabes, los ingleses temían no poder seguir gobernando ese territorio y pidieron la intervención de Naciones Unidas. Una comisión de la ONU decidió que el territorio debía repartirse, proponiendo destinar el 56% a un estado judío y el 44% a un estado palestino. Jerusalén quedaría como un territorio aparte, administrado por Naciones Unidas. La mayoría de la ONU apoyó la propuesta y también la Santa Sede. Los judíos exultaron con ese reconocimiento, los palestinos y sus aliados árabes condenaron la propuesta porque legitimaba una presencia colonial en su tierra.

Ese fue el origen de un conflicto que continúa hasta hoy.
Cuando los ingleses salieron de Palestina, en mayo de 1948, se constituyó el estado de Israel y estalló una gran guerra. Israel, con el apoyo de la Unión Soviética y Estados Unidos, además de los países europeos, conquistó el 78% del territorio y el acuerdo de armisticio de enero de 1949 reconoció ese territorio como estado de Israel. El 22% restante fue ocupado por Jordania y Egipto, dejando a los palestinos sin un estado propio. En 1967 Israel conquistó también ese 22%, sometiéndolo a la ocupación militar. Ese es el contexto de la resolución del conflicto mediante la fórmula “dos estados para dos pueblos”, apoyada a nivel internacional.

Pero hoy la situación ha cambiado mucho a nivel social, político y demográfico. ¿Sigue teniendo sentido esa partición?
En el 22% del territorio conquistado en 1967, Israel ha construido asentamientos e infraestructuras que han minado la posibilidad de que llegue a ser un estado palestino. Aunque finalmente Israel se retiró de la franja de Gaza y concedió cierta autonomía a las ciudades de Cisjordania después de firmar con los palestinos los acuerdos de los años 90, ha seguido colonizando amplias zonas de Cisjordania, incorporándolas a Israel. Muchos consideran que ya no es posible crear dos estados debido a la proliferación de asentamientos israelíes. En los territorios que hay entre el río Jordán y el mar Mediterráneo, viven hoy siete millones de palestinos y siete millones de judíos. Algunos sugieren que tal vez un estado único, laico y plenamente democrático podría ser una solución más coherente que la solución de los dos estados. Pero a día de hoy, una resolución pacífica del conflicto resulta aún improbable.

La situación políticamente parece imposible de resolver, pero el patriarca Pizzaballa ha hablado de algo distinto. En su última carta, el cardenal decía: «Es en la cruz donde Jesús venció. Ni con las armas, ni con el poder político, ni con grandes medios, ni imponiéndose. La paz de la que habla no tiene nada que ver con la victoria sobre el otro. Conquistó el mundo amándolo». Para usted, ¿qué significa que «Cristo ya ha vencido»?
Ambas partes en conflicto proclaman incesantemente que son la auténtica víctima, que la otra parte es la encarnación del mal y que la guerra les llevará a la victoria. “La victoria será nuestra” es tal vez el mito más venenoso en cualquier conflicto. Alimentada por lo que parece una sed insaciable de venganza, la convicción de que se puede lograr la victoria derrotando al enemigo en una guerra despiadada es el corazón de la retórica de la guerra. Humanamente, se podría esperar que la intensidad del conflicto actual y las terribles pérdidas de ambas partes nos permitan superar el horizonte de una guerra infinita, tomando conciencia de que la victoria resulta ilusoria y que la violencia continua acaba siendo suicida. Como decía el Santo Padre el 8 de octubre en el Ángelus, «comprendan que el terrorismo y la guerra no conducen a ninguna solución, sino solo a la muerte y al sufrimiento de muchos inocentes. La guerra es una derrota, ¡toda guerra es una derrota!». La certeza de que Cristo ha vencido está en el centro de nuestra fe y de la buena nueva que anunciamos.

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¿No suena extraño hablar de certeza cuando todo se derrumba alrededor?
Eso es lo que los cristianos tienen que ofrecer al mundo: la certeza de que, a pesar de que la muerte siga dominando el mundo, Cristo ya ha vencido a la muerte con su resurrección. Cuando vemos imágenes de los ataques del 7 de octubre en Israel y los bombardeos incesantes sobre Gaza, parece una locura. Sin embargo, esa debe ser nuestra locura ahora en Tierra Santa. Nuestro patriarca, el cardenal Pizzaballa, decía recientemente que en el corazón de Jerusalén se encuentra el Cordero inmolado, el Cristo crucificado y resucitado que abre un horizonte cerrado por la negación del otro, por el rechazo de su humanidad, por un deseo infinito de venganza, por el ciclo infinito de la violencia. En definitiva, solo una unión amorosa entre Tierra Santa, Israel y Palestina puede ofrecernos una vía de salida. Ninguna de esas realidades saldrá victoriosa sobre las otras, a pesar de toda la retórica de la victoria militar. La única victoria será la victoria de todos, la victoria del amor, porque la victoria de uno solo significa muerte y destrucción para todos. Ese es el testimonio al que estamos llamados como cristianos. Yo estoy entre esos afortunados, desgarrado por el amor a mi familia y a mi pueblo; el amor a Oussama, su familia y su pueblo; y el amor a la Iglesia de Tierra Santa, llamada a servir a unos y otros en Israel y Palestina.