(Unsplash/Jacek Dylag)

El origen de un compromiso

El texto de la intervención de monseñor Massimo Camisasca el pasado 14 de octubre ante varios jóvenes comprometidos con la política
Massimo Camisasca*

Antes de entrar en el tema central de mi lección, me gustaría indicar tres premisas.

1) Entre vosotros no tengo ninguna autoridad. Estoy aquí, como me habéis pedido al invitarme, para acompañar vuestras vidas antes que vuestra vocación política. Claro que acompañar vuestras vidas supondría una cierta relación y conocimiento –que tal vez no será posible más que con algunos– pero en cualquier caso ese es el sentido de lo que os voy a decir. Se trata de acompañar vuestras vidas, tal vez hasta llegar a vuestra vocación política, pero no a partir de ella.

2) Segunda premisa. No represento a ningún bando, no represento ninguna opción ni partido, ni mucho menos la idea de que todos militen en el mismo partido. Esto me libera, pues no estoy aquí para hacer la campaña electoral de nadie.

3) Aunque solo conozca a algunos de vosotros, valoro mucho el coraje y compromiso de una persona que hoy, en el movimiento y en la Iglesia, quiera vivir su vocación cristiana también a través del compromiso administrativo y político, a todos los niveles. Quiero que sintáis –y no de forma sentimental– la estima que merecéis porque hay que hacer un trabajo, un trabajo duro, hay que tener una relación muy profunda con los ideales de la propia vida para emplearse a fondo en ese compromiso administrativo y político, un compromiso que comporta tensiones, a veces falta de reconocimiento, ingratitud, divisiones, rupturas. Me gustaría que sintierais esa estima por vuestro coraje y compromiso, una estima que no debería faltaros nunca.

Para entrar en materia, me gustaría partir de unas palabras de don Giussani, tomadas de los apuntes que conservo de un encuentro del 7 de diciembre de 1985. Hablando ante casi un millar de personas, comentaba un artículo publicado esa mañana en el diario L’Unità con la intervención del honorable Alfredo Reichlin en una reunión de jóvenes del Partido Comunista en Ferrara. «La idea fundamental –decía don Giussani– es que el PC sea la punta de lanza del futuro». De hecho, el título de aquel congreso juvenil era “¿Qué fuerza sabrá guiar el futuro?”. También podría ser un buen título para nuestro encuentro de hoy, sustituyendo la palabra fuerza por ideal o comunidad. Nosotros miramos al futuro. ¿Qué podemos ser para el futuro? Giussani decía entonces (¡en 1985!): «La punta de lanza de ese futuro que estará dominado por robots y donde el ideal será el de Engels: trabajar lo menos posible». Y añadía: «El futuro estará guiado por una pertenencia reconocida, por una realidad social donde la claridad de la pertenencia será tal que hará posible una acción tan seria que abrirá de par en par la capacidad de gratuidad, de modo que el hombre sienta por fin un abrazo a su ser ilimitado».

Una realidad social, comunitaria, que viva por tanto una pertenencia tan profunda que la relance al encuentro con el hombre para abrazar su ser ilimitado. Y añadía: «Porque la capacidad de unidad exige un ser ilimitado y la capacidad de apertura a todo es consecuencia de ello». Luego, elevando el vuelo, indicaba: «Lo más importante es vivir verdaderamente la fe. Se llama fe a la conciencia de pertenecer a un hecho social». Aquí Giussani no solo se está refiriendo a tu relación individual con un ideal o con Dios, sino que la fe es la conciencia de pertenecer a un hecho social. «No por nada –añade– la cristiandad lo perdió todo, idealizando y justificando esa pérdida de todo, en todo, porque concebía una fe intimista», y añadía con el lenguaje de aquellos años: «Una opción religiosa intimista, es decir, sin incidencia social, sin capacidad para crear realidad social». Y concluía: «De la fe de un individuo, de cada uno de nosotros, debe nacer una trama social donde la gratuidad permita superar todos los límites de cualquier corriente, de cualquier corriente de intereses».

Comunión
Pensando en nuestro encuentro de hoy, he pensado muchas veces en una expresión de Jesús: «Lo que es imposible para los hombres es posible para Dios» (Lc 18,27). Estar todos juntos es una locura porque la unidad es una locura. Si no fuera una locura humanamente, Cristo no habría muerto en la cruz ni habría resucitado. Nos habríamos bastado nosotros para crear esa unidad. Pero la unidad es imposible para el hombre.

¿Cuál es entonces la obra del hombre? Muy a menudo, la división. La unidad es imposible para el hombre y en ese punto debemos trabajar si queremos que nazca algo realmente nuevo dentro de la vida de los hombres, para que puedan percibir una unidad que es la profecía de lo que ellos esperan. Dentro de cada esperanza (dentro del trabajo, del afecto, del éxito, de los hijos, del futuro) está siempre la esperanza de la unidad. La unidad de la vida, que no esté fragmentada en infinidad de segmentos desconectados; la unidad con las personas que uno ama, que no se ponga en discusión ni acabe naufragando en medio de la ira, la envidia, los celos; la unidad en el trabajo, que pueda ser realmente significativo en la historia de la Iglesia y del mundo; la unidad con uno mismo. Sin embargo, muchas veces estamos como alienados de nosotros mismos, fuera de nosotros mismos. Para describir esta unidad, la tradición cristiana ha usado el término comunión. La comunión es un don de Dios, no es obra nuestra. Nosotros podemos y debemos colaborar en esta obra, pero el inicio es algo que está antes que nosotros.

Una de las mayores dificultades a las que me he enfrentado como obispo, y antes como educador de jóvenes en el sacerdocio, ha sido precisamente esta: abrir el corazón, el mío y el de los que tenía delante, hacia el inmenso descubrimiento de que la finalidad de la vida nos precede. Solemos pensar y vivir como si tuviéramos que alcanzar siempre algo o a alguien en una progresión ansiolítica de nuestra vida cotidiana. Es verdad, el ideal de la vida, el cumplimiento de la vida lo tenemos delante, y alcanzarlo no es una utopía porque es algo que ya ha sucedido para nosotros y en nosotros. El primer deber que tenemos, por tanto, no es el de entender lo que debemos hacer, sino lo que nos ha sucedido, es decir, lo que se nos ha regalado.

Que esto no sea un discurso intimista o puramente espiritualista es algo que hemos visto, creo que todos con más o menos claridad, en las palabras de Giussani que hemos leído antes. Lo que decía Giussani se puede leer con dos registros. Primero: lo que nos ha pasado es algo que siempre irradia desde nosotros hacia la sociedad. Segundo: este es el único bien, el bien más verdadero y real para la sociedad. Lo que nos ha pasado es participar en la vida, en la inteligencia y en el corazón de Aquel mediante el cual se hizo el mundo. No podemos concebir un don más grande que este, para nosotros y para nuestros hermanos. Lo que nos ha pasado nos hace ser una sola cosa, el único bien que la sociedad espera. Esto se debe decir con mucha humildad y siendo conscientes de todos los intentos y traducciones que son necesarios. Sabemos perfectamente que la comunión es un don social, pero también sabemos que su expresión en la sociedad siempre es algo provisional y frágil. Sabemos que no existe en la historia del hombre y de la Iglesia ningún intento de expresar la comunión que pueda decirse que esté cumplido y que sea irreversible. Esto es lo que justifica o mantiene unidas todas las declinaciones posibles de la pluralidad. Una pluralidad que nos enriquece en la medida en que se comprenda de forma adecuada. Pero más adelante veremos este tema de la relación entre unidad y multiplicidad o pluralidad.

¿Qué es esta comunión? Quisiera detenerme en esta palabra, en este acontecimiento tan importante para nosotros, hasta el punto de que ha entrado en el nombre del movimiento que nos une. De hecho, esto constituye el corazón mismo de todo el cristianismo. En el griego no religioso, koinonía significaba participación de bienes: estaban en comunión aquellos que tenían bienes. Esos bienes también podían ser la misma comunión con los dioses, de modo que koinonía podía designar así, en el griego religioso y pagano, el hecho de sentarse a la mesa con los dioses para comer juntos. Una acepción, esta última, que los cristianos rechazaron al principio para luego darse cuenta de que, en cambio, se refería a algo verdadero: a los primeros cristianos, la idea de la comunión con los dioses les repugnaba porque sobreentendía una idea antropomorfa de la divinidad. Sin embargo, en los evangelios esta palabra ya aparece, y aparece en un sentido muy laico. Koinones, gente en comunión, son Santiago, Juan, Pedro, Andrés, es decir, aquellos que formaban una cooperativa de pescadores. En los tres evangelios sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas), koinonía significa compartir trabajo y por tanto bienes. San Juan, en cambio, marca un punto de inflexión. Para él, koinonía es un término que indica la comunión entre Dios y el hombre, entre Dios y los hombres que Él elige, entre Dios y los hombres que Él llama a participar en su aventura, en su alianza.

Para Juan, koinonía es la participación en la humanidad de Jesús. No solo la participación en algo divino, sino sobre todo en algo humano donde se saborea y se puede gustar lo que es eterno. Koinonía viene a describir una relación entre lo temporal y lo eterno que no es para nada evanescente ni lejana, sino algo del presente, que identifica una relación aparentemente idéntica a las relaciones humanas, pero que custodia en su seno una profundidad que las relaciones humanas no tenían antes. Entre Jesús y los que él llama a estar con él. No había una comunión de bienes ni, en el fondo, tampoco de proyectos. Sí, estaban las mujeres que ponían a disposición de esa pequeña compañía los bienes necesarios para vivir y los seguían, pero no era en sí una comunión de bienes o proyectos. Jesús no quería hacer una cooperativa. No querían hacer algo relevante exteriormente, una empresa que los hombres pudieran notar.

La palabra comunión asumió un significado de comunión de vida y destino. La palabra comunión, al principio, describía un hecho imprevisto. Ninguno de los apóstoles, o de aquellos que se encontraron con Jesús, lo habían previsto. En los evangelios, tal como se expresan, parece imposible que hubiera sucedido. Pasó delante de Mateo, que era el recaudador. Allí estaba, en la caja, y le dijo: «Sígueme». Y él se levantó y lo siguió (cf. Mt 9,9). ¿Pero cómo es posible? ¿Qué quiere decirnos el evangelista? Que algo imprevisto entró como un torbellino en la vida de aquellos hombres. Pensemos en Zaqueo. «Zaqueo, baja» (cf. Lc 19,5). Jesús entraba y cambiaba completamente su existencia, implicándoles en la suya. Comunión de vida y destino. No solo de vida, sino de destino, porque él decía palabras que indicaban horizontes que introducían un signo nuevo en su vida, en sus horas, en sus jornadas.

¿Nos ha pasado esto en nuestra vida? En primer lugar, en nuestro bautismo. Nosotros no lo sabíamos y él se introdujo en nuestra vida casi sin pedirnos permiso; digo “casi” porque siempre hace falta el permiso de los padres y después nuestro sí en la edad madura, que es la Confirmación. Luego sucedió en un momento decisivo, a edades diversas, al encontrar el carisma de Giussani. Hubo –y esperemos que la siga habiendo– una percepción de algo que nos hacía ser una sola cosa, que nos ha hecho ser una sola cosa. No porque desde el origen tuviéramos los mismos sentimientos y las mismas ideas, no porque hoy tengamos los mismos sentimientos y las mismas ideas, aunque esperemos que los años de pertenencia hayan generado en nosotros algo de comunión incluso en ideas, sentimientos y proyectos. Sin embargo, es algo que está antes: una comunión de vida y destino que nos hace una sola cosa. Y esto ha pasado, aunque ya no lo sepamos o ya no nos demos cuenta, o tendamos a olvidarlo, o las cosas de la vida hayan generado una gran capa de polvo sobre esta unidad originaria y original, más profunda que cualquier idea, sentimiento, temperamento o proyecto nuestro, hasta el punto de ser la raíz común de nuestras vidas.

Tal vez puedan ayudarnos ciertos textos de san Pablo. Uno de ellos es la Carta a los Corintios. Premisa: la comunidad de Corinto era una comunidad beligerante aunque había nacido hacía poco, y Pablo sentía por dentro la amargura que le causaban estas divisiones. ¿Cuántas personas podía haber en la comunidad de Corinto? ¿Cien? ¿150? Mirad lo que les decía: «Dios me ha dicho: tengo un pueblo numeroso en esta ciudad» (cf. Hch 18,10). Pablo miraba a los suyos como un gran pueblo, el inicio de un gran pueblo. Sabiendo perfectamente lo que le pasaba a esta gente, las terribles divisiones que había entre ellos nunca le hicieron dudar de que fueran una comunidad, una Iglesia, nunca, incluso cuando andaban diciendo: «Yo soy de Apolo, yo soy de Pedro, yo soy de Pablo». Y él responde sarcásticamente: «Y yo soy de Cristo» (cf. 1Cor 1,12). Pablo, ante esta comunidad tan dividida, nunca dijo: «Esto no es una comunidad, sino una maraña de personas», sino: «hemos sido bautizados en un mismo Espíritu para formar un solo cuerpo» (1Cor 12,13). Por la situación que tenía ante sus ojos, se le ocurrió la idea de hablar de un cuerpo humano, que tal vez conocía por la literatura greco-romana. Allí donde la biología toca su culmen, donde hay una unidad suprema y, al mismo tiempo, una suprema diferenciación, y ambas se corresponden.

Si hubiera diferenciación sin unidad, seríamos un brazo, una pierna, una cabeza, un torso, pero si tuviéramos unidad sin diferenciación, ¿qué seríamos? Una estatua. Y señala: «Nosotros, siendo muchos, formamos un solo cuerpo» (1Cor 10,17). El apóstol de los gentiles toma la misma imagen de la multiplicidad que concurre en la unidad y de la unidad como la fuente de la multiplicidad y su condición. «Somos miembros los unos de los otros con diversidad de dones» (cf. Rom 12,4-8). En la Carta a los Efesios expresa este deseo: «Esforzaos en mantener la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz [paz, eirene, era el otro nombre de la comunión] pues somos un solo cuerpo y un solo Espíritu» (cf. Ef 4,1-4).

¿Qué nos dice a nosotros este repaso extremadamente resumido? Que lo que nos ha pasado en la vida mediante el bautismo y el encuentro con el movimiento nos hace ser una sola cosa. Esto precede y fundamenta toda la pluralidad de vocaciones. Y no digo pluralidad de opciones políticas, sino de vocaciones. La postmodernidad no puede concebir la relación entre igualdad y diferencia. Para ella, la diferencia contradice la igualdad, pero eso destruye lo humano. Tenemos los mismos derechos, pero no somos iguales y, de hecho, es una suerte que no seamos iguales. Cada uno de nosotros tiene sus dones, una pluralidad de dones que nacen de diferentes historias, de diferentes lugares, de educaciones diferentes, de la diferencia sexual, de las diferencias de religión, cultura, color de piel, etc… La diferencia no contradice sino que funda la igualdad de la dignidad. Por tanto, somos un solo cuerpo con dones diversos y la pluralidad de nuestras vocaciones y de nuestros dones no contradice la unidad, siempre que los diversos dones nazcan de la unidad y testimonien esta unidad.

Si me permitís, os cuento una anécdota personal que tiene el valor que tiene y os la cuento para señalar lo positivo, más que para denunciar lo negativo. He podido ver sobre todo en mi experiencia como obispo, pero también antes, que entre mi pueblo la pertenencia política prevalecía sobre la pertenencia de la fe, es decir, se habían invertido completamente los términos que san Pablo describía y predicaba como fundamento de la experiencia eclesial. Tal vez llega un momento en que deja de entenderse el motivo por el que una pluralidad de opciones no pone necesariamente en duda la unidad. La pluralidad de opciones se ve como un atentado a la unidad. Creo que entonces falta en nosotros la experiencia de la fe, es decir, una experiencia de la pertenencia común no solo proclamada –y esto lo hacemos o, en todo caso, creemos hacerlo– sino vivida cotidianamente en un trabajo común que también puede llevar a opciones y matices diferentes, que no necesariamente ponen en crisis la unidad, sino que la enriquecen siempre que, vuelvo a insistir, esa pluralidad de opciones nazca y exprese la unidad.

En el mundo
Paso ahora a la segunda parte de mi reflexión. ¿Esta comunión interesa a la sociedad? En primer lugar debemos reconocer que esta comunión, si es verdadera, está dentro de la sociedad. La comunión cristiana no es algo que suceda un metro por encima del mundo. Se da dentro del mundo. Es interesante esta afirmación que encontramos en el evangelio de Juan: «Vosotros no sois del mundo, pero estáis en el mundo» (cf. Jn 15,18-19). Como hombres y como comunidad, participamos de todas las dinámicas que afectan a la vida de los hombres y de la sociedad. Es importante retomar esta conciencia porque hoy vemos una gran pérdida de esperanza y una gran tentación de evadirse de la sociedad donde –digamos– el descenso de la participación política no es más que una señal, y no de las menos importantes. Afirmar que estamos en el mundo es parte de nuestra fe cristiana. Dios se encarnó en un hombre y ese hombre no era la apariencia de un hombre sino un hombre de verdad, un hombre nacido de mujer, un hombre que tuvo que aprender a leer y escribir, un hombre que vivía con sus padres en un pueblecito, un hombre que tenía sentimientos, que reía, que lloraba, que se enfadaba. Un hombre que se interesaba por las cosas que pasaban –aunque tenía un juicio muy claro sobre la posibilidad de que no le determinaran por completo las cosas que pasaban–, un hombre que no puso como objetivo de su misión el de expulsar a los romanos de Palestina, sino plantar en la vida de los hombres una semilla que fecundaría su libertad.

No en vano todo su debate con Pilatos versaba sobre verdad y libertad. Si queremos interesarnos por los hombres que nos rodean, no es por un factor externo a nuestra fe, extrínseco, añadido, sino por una razón profundamente interna a lo que nos ha pasado, que –quiero aclararlo enseguida– no es la creación de una sociedad perfecta. La sociedad perfecta no existe. Esa razón no es la reproducción de una Iglesia-sociedad perfecta en una sociedad política perfecta: eso sería cometer dos errores juntos. ¿Cuál es entonces la razón de nuestro interés por los demás? La de proponer, mediante formas de vida y valores, una hipótesis de vida buena para la gente que vive con nosotros, y por tanto una vocación y una acción que presta atención, con mediación de la política, a todo lo que contrarresta esa vida buena, tomando en consideración una distancia crítica entre el reino de Dios y la ciudad del hombre. Como decía antes, no existe sobre la tierra una traducción perfecta del reino de Dios. Existe, en todo caso, una distancia crítica y necesaria: una tensión. Esa distancia crítica entre la ciudad del hombre y el reino de Dios exige, para que esa unidad pueda seguir viviendo, un trabajo común. El reino de Dios crece, por tanto, entrelazado a la historia del hombre y en cierto sentido me parece insuperable el análisis que hace san Agustín: las dos ciudades están entrelazadas entre sí.

Por otra parte, también hay una invitación de Jesús en su parábola (cf. Mt 13,24-30) a no separar nunca el grano de la cizaña. Debemos estar atentos. No es que el grano sea la ciudad de Dios y la cizaña, la ciudad del hombre. Esa no es la comparación que hay que hacer. En la historia, el bien y el mal van entrelazados. Debemos reconocerlos y saber testimoniar con nuestra vida la posibilidad del bien, realizable siempre y solo por gracia de Dios, es decir, en la unidad de la vida. En ese contexto, se trata de la lucha posible contra el mal, es decir, contra aquello que va en contra de la vida buena.

El reino de Dios entrelazado con la historia del hombre se mueve en torno a dos focos: persona y comunidad. De hecho, Dios llama a cada uno para constituir un pueblo. Creo que debemos realizar esta reflexión sobre el significado social de la fe cristiana. Cuando Dios creó a Adán y Eva quería que fueran parientes suyos, los creó para que compartieran su vida. La idea de pueblo, tal como luego se fue articulando en la tradición judaica, es la expresión de algo intrínseco al proyecto de Dios. No se trata de salvar a cada persona individualmente, sino de llamarnos juntos.

La palabra Iglesia viene de la palabra griega ekklēsía, que quiere decir elección. Dios llama a los hombres para sacarlos de su alejamiento, de su dispersión, y los pone juntos. Iglesia quiere decir comunidad de dispersos, que de este modo pasan a formar una sola cosa. Lo repito: Dios no salva nuestra vida, no cumple nuestra vida mediante una relación solitaria con Él. Dios cumple nuestra vida insertándonos en un pueblo en relación con Él, donde Él es el fundamento. Es precisamente participando en la vida de este pueblo como debemos aprender cuáles son los valores que guían la vida personal y social. Del pueblo, de nuestro pueblo, debemos aprender lo que es esencial para los hombres, lo que es humano. Del mismo modo, aprender lo que nos salva cumple la vida personal y social. La tarea de la política consiste en expresar estas formas en una convivencia laica y pluralista.

Me interesa mucho el término “laicidad”, tal como Joseph Ratzinger, Benedicto XVI, profundiza en él. La comunión es la realidad originaria porque Dios son tres Personas. Dios, siendo tres Personas, ha puesto ahí dentro todo lo que ha creado, no solo en el hombre y en la mujer, sino también en el animal, en la planta, en la piedra, en las estrellas… en todo lo que ha creado, Dios ha impreso su sello trinitario. Ninguna realidad creada se justifica por sí misma. Por ejemplo, un hijo es hijo en cuanto que existe un padre, y un padre es padre en cuanto que existe un hijo. En la Trinidad, la relación entre Padre e Hijo no es autocomplacencia narcisista, sino que es otra Persona. Así, esta comunión, por tanto, es la realidad originaria que afecta a toda la Creación y supone un valor laico. Porque laico es lo que afecta a todos. La comunión es aquello a lo que todos están destinados, es el sello de toda criatura. Todas las personas, más aún, todas las cosas la buscan. Dios es un valor laico, Dios es una presencia laica porque Dios afecta a todos. Hoy, tras expulsar a Dios de la sociedad, ya no sabemos quién es el hombre porque Dios y el hombre solo se pueden comprender en la medida en que se conectan. La desconexión del misterio de nuestra existencia hace que la vida humana sea imposible de comprender.

¿Qué significa vivir la unidad, vivir esa realidad originaria que es la comunión? Vivir la unidad en el tiempo significa testimoniar a Cristo. Testimoniar que el hombre se ha liberado de las cadenas del tiempo. El hombre aún está sujeto al tiempo, pero se ha liberado de las cadenas del tiempo, es decir, de la muerte, se ha liberado de las cadenas del mal, es decir, de su pecado. Testimoniar a Cristo quiere decir anunciar a todos que siempre es posible volver a empezar y, al mismo tiempo, llevar a la vida de los hombres las nuevas categorías de juicio que nos ha traído Cristo. La primera de estas categorías es la libertad. Como nos ha enseñado don Giussani, a nosotros solo nos define el infinito. Cristo nos ha liberado de la esclavitud de lo finito, de la esclavitud del éxito, de la esclavitud de la depresión por el fracaso, de la esclavitud de la división porque tenemos visiones distintas, de la esclavitud de la visibilidad. Pensando en vosotros, diría: testimoniar a Cristo, sobre todo para vosotros, significa estimaros unos a otros, estimar el trabajo del otro como parte del propio. Perdonar las divisiones que se produzcan y volver a empezar.

Soy consciente de que en política todo eso es algo divino, por eso decía que solo Dios puede hacerlo. Porque solo Dios puede permitirme ser una sola cosa con otra persona cuyo trabajo consiste en quitarme parte de mi mercado. Hace falta una gran estatura humana para vivirlo, pero si para Dios no hay nada imposible, esto también puede ser posible. Sucederá sobre todo si para nosotros, dedicarse a la política no supone una sensación de largo plazo, es decir, una construcción a largo plazo de un estado distinto del que hemos encontrado, de relaciones entre instituciones distintas.

Testimoniar a Cristo significa que entre nosotros la ira, los celos o la división no pueden tener la última palabra. En cambio, lo que nos une es el deseo de trabajar juntos por este ideal. Trabajar juntos, ¿cómo? ¿En qué? No son respuestas que os deba dar yo.

Reconoceros juntos por Cristo –y esto es lo último que quiero deciros– significa ver al otro como sacramento de Cristo, es decir, ver en el otro un camino a través del cual el Señor me enseña quién soy. Cristo me enseña quién soy yo enseñándome la comunión. Esto nos permitirá estar en el mundo con una esperanza mayor que las esperanzas mundanas. Y vencer en todo caso. Nosotros ya hemos vencido, incluso cuando nos toca perder. Ya hemos vencido no porque venza mi partido –aunque mi partido se llamara Iglesia– sino porque Cristo ha vencido en mí, y en mí Él ya vencido para todos. Para todos los hombres del mundo por los que me llama y me envía a anunciar, también mediante la sencillez de una obra, esta victoria. Gracias

*Obispo emérito de Reggio Emilia – Guastalla