(Foto Luca Fiore)

Una certeza de lo humano

El clima cultural plantea hoy desafíos diferentes al momento en que se escribió El sentido religioso. ¿Por qué decimos entonces que el método de don Giussani es más actual que nunca?
Martino Cervo

«En la sociedad de la información posfáctica, el pathos de la verdad no lleva absolutamente a nada. La verdad se desintegra en una polvareda de informaciones que se lleva el viento digital». Si tuviera razón Byung-Chul Han, en su reciente Infocracia, un libro como El sentido religioso habría que considerarlo –a nivel gnoseológico, es decir, en relación a los ámbitos, métodos y límites del conocimiento– como un texto casi inservible. El filósofo tiene razón. En comparación con la época en que Luigi Giussani condensó sus lecciones en el libro recientemente publicado con prólogo de Jorge Mario Bergoglio, no solo se ha acabado esa «época ideológica» de la que habla desde la primera página, sino que hasta la misma categoría de verdad, entendida como anhelo y objeto de cualquier energía en tensión por conocer, ha quedado aniquilada. Primero con eso que Ratzinger llamó relativismo (en el que «todo da lo mismo y no existe ninguna verdad, ni un punto de referencia absoluto, no genera verdadera libertad, sino inestabilidad, desconcierto y un conformismo con las modas del momento»), luego con otra cosa que, ante nuestros propios ojos, ha sacado de escena cualquier interés por la verdad.

Sin adentrarnos en territorios impracticables, podríamos decir que la herencia racionalista, la confianza de poder concentrar la aventura del conocimiento en lo que científicamente se pueda medir y fraccionar, se ha precipitado en un mundo literalmente creado por el poder digital y por su unidad mínima: el bit, 0/1, átomos binarios son el fundamento de todo. No hace falta llegar a los llamados deep fake o a los riesgos de la inteligencia artificial. Ya estamos en un sistema de conexiones ineludibles (redes sociales, información, trabajo, tiempo libre) donde la verdad se ha «desintegrado» en datos supervisados y comerciales, con el principio de no contradicción –algo sobre lo que Occidente se fundó en mayor o menor medida– sellado pacíficamente. No en vano, tal vez, un rasgo típico del poder que se viste de ciencia sea el de arrogarse la capacidad de imponer mediante “expertos” una cosa y su contraria. Hace casi cien años el escritor y periodista Hilaire Belloc preconizaba: «Podemos prever que se nos presentarán como hechos dogmáticos masas cada vez más grandes de hipótesis y que cada vez que una hipótesis se demuestre errónea, en lugar de admitir el error se construirá otra hipótesis que disimule la ruptura, y así siempre, hasta que toda una estructura de hipótesis imaginarias construidas ad infinitum sobre hipótesis previas eleve una cortina de humo para esconder la realidad».

El individuo habita así en un mundo plagado de «desafíos» extremos, apocalipsis inminentes, conversiones continuas y necesarias pero sin metafísica: en el clima, la salud, la economía o el trabajo. Un mundo que esconde o combate la realidad. ¿Qué otra cosa puede ser la deriva extrema de la cultura de la cancelación, la ideología woke transformada ya en violencia y en grave problema para la libertad, sino un impulso de negación del dato y su reconstrucción a través del lenguaje? El carácter definitivo con que, según la concepción liberal, se reviste el método científico, más propiamente el de la técnica con sus aplicaciones económicas y jurídicas, ha hecho que resulte bastante impracticable el itinerario del conocimiento allí donde dicho método ha quedado excluido. En su lección inaugural del Colegio de Francia en 1967, el biólogo Jacques Monod, premio Nobel de Medicina y autor del famoso libro El azar y la necesidad, explicó que si el hombre moderno vive ansioso es debido a su «desconfianza hacia la ciencia. El único objetivo, el valor supremo, el bien soberano de la ética del conocimiento no es la felicidad de la humanidad ni el poder sobre el tiempo o el bienestar, ni el “conócete a ti mismo” socrático, sino el conocimiento objetivo mismo. Considero necesario sistematizar dicha ética, librarla de sus consecuencias morales, sociales y políticas, difundirla y enseñarla porque, como creadora del mundo moderno, es la única compatible con él».

¿Pero en qué consiste ese conocimiento objetivo? El moderno hace coincidir con la nada aquello que escapa del método “científico” así entendido. Más aún, esta concepción llevada a sus consecuencias extremas concibe la realidad como un producto de este método. Parece generar un mundo que, como escribe el filósofo Peter Sloterdijk, «ya no debe ser interpretado ni cambiado: debe ser soportado». ¿Acaso es un mundo feliz? No mucho. No es impropio que surja una rebelión confusa. La vía de escape es sin embargo una idea solipsista y sospechosa del conocimiento, veteada a menudo de rechazo a cualquier autoridad y desconfianza en cualquier principio que no se defina por pura oposición. La polarización, amplificada por las modalidades de los motores de búsqueda y las redes sociales (cuyos algoritmos se basan en refuerzos predictivos que solo ofrecen confirmaciones a nuestros gustos, tendencias e ideas), se abre paso cada vez más entre las ideas de los grupos y también de los individuos, incluso de las familias.

Hay mucho más en común de lo que parece entre el radicalismo woke y la teoría conspiratoria. Ambos contribuyen a la erosión de un terreno común. «Hoy –escribe Byung-Chul Han– no solo existe una crisis económica y pandémica, sino también una crisis narrativa. Los relatos crean sentido e identidad. Por eso, la crisis narrativa conduce a un vacío de sentido, a una crisis de identidad y a una falta de orientación. Las teorías de la conspiración como microrrelatos proporcionan aquí un remedio. Se asumen como recursos de identidad y significado».

En esta encrucijada, si la alternativa al «pensamiento dominante» es una reactividad delirante, si justamente sobre lo que tiene más valor (lo que interesa, lo que vale la pena) no se puede saber nada, ¿sigue siendo válida la concepción del conocimiento de El sentido religioso después de tantos lustros? No debemos hacer a este libro el daño de considerarlo como un manual de filosofía. El cauce por el que se mueven las lecciones de Giussani es el de una originalidad al volver a proponer y actualizar incesantemente –incluso de forma lingüística– las categorías de la antropología cristiana. El conocimiento es –en síntesis– un acontecimiento, un encuentro entre la energía conocedora del sujeto y el objeto que es la realidad: una dinámica donde nada resulta ajeno y cuyos criterios residen en el propio sujeto, a pesar de no haberlos creado él. Como dice Tommaso Mauri en un ensayo incluido en el último libro publicado por Carmine di Martino con textos de varios intelectuales sobre el pensamiento de don Giussani, el fundador de CL «apostaba por definir la razón como “apertura a la realidad, capacidad para aferrarla y afirmarla en la totalidad de sus factores”, en conexión con la posibilidad de adquirir, a través de la mediación de un testigo, el conocimiento de algo de lo que no se tiene una evidencia directa (la fe como método de conocimiento). Estas consideraciones no hay que entenderlas como presupuestos aceptados de manera acrítica, sino que también se obtienen por la vía fenomenológica». Un «ensanchamiento» de la razón que está en las antípodas de la modernidad, que asocia el término “fe” a una abstracción o superestructura. Sin embargo, en ese nivel el «conocimiento por fe» todavía no implica una creencia, sino una posibilidad que hoy se niega a priori para comprender lo más concreto e importante que existe: uno mismo.

La lección de Giussani en El sentido religioso nos abre de par en par a un objeto que queda fuera de la concepción de Monod: el tejido del yo. Este misterioso camino infinito no es un refugio místico sino un conocimiento racional. Una comparación continua con la «experiencia elemental» que se da entre los pliegues de las cosas es fecundo para entenderse uno mismo, para trabajar mejor, para decidir la línea editorial de una publicación, para amar a los hijos, para tener lo que la mentalidad contemporánea niega aunque es lo que cada día clama sin tregua: una vida con sentido. Es posible adquirir certeza de lo humano. En una época en la que hasta el dato de la naturaleza y la identidad sexual quedan sometidos a las decisiones del poder, aquí reside la ardiente actualidad de Giussani y su idea de conocimiento frente a cualquier abstracción, aun puramente religiosa. Claro que hacer la criba de la experiencia y la indagación de lo humano supone una aventura vertiginosa que nos enfrenta a nosotros mismos. ¿Pero esperar de otros un criterio no es menos razonable? La fuerza sobrecogedora de la idea de conocimiento de Giussani, esa imprevisible intersección entre verdad y experiencia, abre un espacio de libertad y compromiso que afecta a todos los ámbitos de la vida.

La apremiante alternativa entre abandonarse mecánicamente a la mentalidad dominante y refugiarse en un rechazo escéptico se resuelve así con otro camino que permite habitar y juzgar incluso un mundo como este, dando al menos un nombre a las cosas. Puesto que ese núcleo de exigencias constitutivas es común a todos, este nuevo espacio es el ámbito más útil para la unidad y la comunicación posible entre los hombres a lo largo del tiempo y de la historia. «Sin el método de conocimiento de la fe, no habría desarrollo humano», escribe Giussani. Por eso se trata de un camino tan negado como necesario, que toca realidades inconmensurables pero decisivas, permitiendo el inicio de la libertad que nace de la tradición y reconoce la exigencia de ser amados, de gustar lo bello, de hacer lo justo, de entender lo verdadero. Si el método –como afirma El sentido religioso– lo impone el objeto, también es cierto que el objeto del conocimiento se desvela mejor con un método como este.