Cesena (Foto Giacomo Bellavista)

Inundaciones. Los signos de una esperanza en la vida

La carta de Davide Prosperi en el Corriere della Sera, tras visitar las comunidades de Emilia-Romagna
Davide Prosperi

Querido director, hace unos días fui a visitar a unos amigos afectados por las inundaciones y me permito compartir lo que he aprendido de ellos y con ellos. No es la primera vez que la naturaleza nos sacude y nos hace experimentar nuestra impotencia. Nos pasó con el terremoto, con el Covid, y ahora con el barro y el agua que han anegado muchas zonas de Emilia-Romagna. Todos llevan en sus ojos lo que ha pasado: el lodo que lo envuelve todo, los muertos, las personas evacuadas, las casas sin electricidad, los campos inundados, las granjas destruidas, el agua llevándoselo todo.

Tras el primer impacto de miedo y desconcierto, nos ha sorprendido la operatividad y generosidad de cientos y cientos de personas que acudieron a ayudar a los que lo necesitaban. Unos abrieron sus casas a los desplazados, otros cocinaron durante días enteros para los voluntarios, muchos llegaron desde lejos para echar una mano. Es el espectáculo de un pueblo que los medios han querido mostrar porque es la gran expresión de una humanidad que se entrega para responder al grito de los que pasan por dificultades (incluso al lado de casa, quizá alguien con quien por inercia llevas toda la vida de pelea). Muchos amigos que viven allí se han encontrado estos días delante de un desastre inmensamente mayor que ellos mismos, pero no han perdido el ánimo. Muestran una gratuidad que rompe la medida del propio cálculo por inesperada e inmerecida.

Uno de ellos, después de que vaciaran su casa de agua y escombros, me sorprendió diciendo que no tenía prisa por pintar las paredes. La marca que ha dejado el agua –dice– le recordará mañana todo lo que ha sucedido. Pero atención: me explica que no le recordará los enormes daños que ha sufrido, no le recordará tanto el mal del rostro más violento de la naturaleza, sino todo el bien recibido. Por lo demás, ¿cómo no desear que ese ímpetu de solidaridad no se pierda nunca? ¿Quién no querría seguir sintiéndose tan útil, amado y sostenido como estos días? ¿Acaso no es mil veces más bonito vivir siempre dentro de una compañía de hombres y mujeres que te abren las puertas, te alimentan, te apoyan, que lloran y sonríen contigo? Pero cuando el aluvión haya pasado y las cosas vayan volviendo a la normalidad, ¿qué quedará de este ímpetu bueno? Tras las primeras horas del desastre, no solo hay que enfrentarse a la exigencia de entender lo que ha sucedido y por qué, sino también a la tentación de la duda, la sospecha, la recriminación, un sentimiento que puede endurecer el corazón más que el barro incrustado. Que nos hace sentir, como suele pasar, fundamentalmente solos.

Para evitar que al retomar la vida de siempre no quede más que el simple recuerdo de unos días complicados pero llenos de afecto, para que lo que se ha vivido sirva para sostener la vida, hace falta el coraje de dar un paso más, hay que dar un juicio sobre lo que ha pasado. No a posteriori, cuando las cosas estén más o menos en orden, sino ahora. Ahora que el agua aún sigue ahí, recordándonos que no somos dueños de nuestra vida, pulverizando nuestras obsesiones por dar la talla en el trabajo, en la familia, en redes sociales, con los amigos. Lo que ha pasado ha hecho evidente que no somos dueños de nada, y al mismo tiempo que nuestro corazón necesita mucho más que las cosas que poseemos. Por eso, cuando nos arrancan esas cosas de las manos de un modo tan misteriosamente doloroso, vuelven a aflorar preguntas soterradas: ¿qué da sentido a la vida? ¿Por qué vale la pena levantarse por la mañana? ¿Qué nos hace felices? ¿Solo una bonita casa limpia, una carrera, unas botas de marca, un cuerpo perfecto?

Me pregunto entonces, junto a estos amigos dedicados a salvar su casa con las botas aún sucias, cómo es posible que esas preguntas sobre el sentido de la vida que las inundaciones han despertado no caigan en la nada. Un inicio de respuesta tiene la sencillez impecable que muestra este momento. Basta prestar atención a los signos concretos que la realidad nos pone delante, empezando por cada gesto de afecto recibido que no se puede dar por supuesto. Me contaban que don Giussani una vez ponía este ejemplo: cuando conduces con niebla todo se ofusca, pero sabes que ahí está la carretera que te lleva a tu meta, y entonces prestas más atención a los signos (un cartel, una luz, una curva) para no salirte del camino Del mismo modo, en estos momentos de prueba se agudiza la atención a los signos. Habría que aprender a vivir siempre así. Pienso en cuánta gente, tal vez desconocida, ha sido un signo para los que estaban inmersos en la rabia y el dolor. También nosotros podemos haber sido signo para otros. Podemos perder nuestras casas y nuestros campos, pero no nuestro corazón. Existe una forma de mantenerlo con vida: educar continuamente la mirada (y las inundaciones nos están enseñando que la primera educación es la presencia de amigos que nos encontramos como inesperados compañeros de camino) para que nuestra humanidad no se endurezca como el barro. Estoy hablando de toda nuestra humanidad entera, con sus grandezas y pequeñeces. Muchas veces percibimos nuestro límite y nuestra resistencia como un obstáculo para el avance de este bien, pero igual que en una lámpara la resistencia es condición para que la luz se difunda, nuestra humanidad se convierte así en el medio de difusión de una luz que no es nuestra, signo de algo más grande que nosotros. Como escribe McCarthy en su última novela, «la bondad de Dios aparecía en lugares muy extraños. No cierres los ojos».

Publicado en el Corriere della Sera