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La verdad puede ser divisiva, pero sigue siendo lo que más necesitamos

Amar al otro no es solo una emoción o una caricia, sino también un juicio (a veces duro) que nos compromete a buscar juntos el destino, la verdad para la que estamos hechos. Un artículo de Giancarlo Cesana en Tempi
Giancarlo Cesana

“La verdad es divisiva”. Lo dicen sobre todo los que no creen en la verdad o creen poco, pensando que hay que tener delicadeza y cautela con los que podrían no estar de acuerdo. No con los que no estén de acuerdo, sino con los que podrían no estar de acuerdo. Me parece que entre creer o creer poco en la verdad no hay mucha diferencia. La fe en la verdad sigue la ley del todo o nada, o se cree o no. Una de las razones por las que confiar en la verdad, acaso la principal, es que la verdad es tan grande y compleja que es inalcanzable, por lo que cualquiera que piense en comunicarla, es decir, que en cierto modo la posee, comete un acto de tremenda presunción. «Dios [o sea la verdad], si existe, no importa», dice Cornelio Fabro de la mentalidad dominante; no vale la pena pronunciarse sobre ella porque es imposible.

Me pregunto qué piensan estos ateos o agnósticos del valor que tiene lo que piensan, dicen o incluso escriben. ¿Se trata de estados de ánimo, opiniones o resultados de estudios o investigaciones? ¿Qué duración, resistencia y utilidad tienen? El resultado científico también se somete a la ley de la falsedad de la hipótesis, es decir, vale hasta que se demuestre lo contrario. Nada es provisional en la ciencia, como enseñan los maestros de la duda. Entonces, ¿por qué se discute tan encarecidamente por una afirmación o análisis en lugar de otro? Parlamentos, prensa, libros, retransmisiones más o menos culturales y ahora también las redes sociales constituyen un enorme escenario que todos los días emite un debate general, con enormes costes humanos y económicos tanto por el mantenimiento de dichos medios como por los errores y pérdidas de tiempo que normalmente conllevan. Luego están las guerras. En una guerra se mata y se muere, se está dispuesto a darlo todo, hasta la vida, por el propio bando. En general nos comportamos como si la verdad existiera, como si fuera necesaria, al margen de la convicción con que se crea. Mientras, todo sigue. La presunción del hombre de ser dueño de sí mismo, de la naturaleza y de la sociedad se resuelve con un gran vacío, una nada injusta con el esfuerzo de vivir. No se piensa, pero al final es así.

Desde mi punto di vista, la cuestión más relevante es que los creyentes, los católicos –sobre todo los italianos, que son los que más conozco– piensan que la verdad es divisiva y que hay que comunicarla con mucha prudencia, pues muchos podrían no estar de acuerdo y por tanto distanciarse de ella en vez de acercarse. Algunos teorizan que debe ser la libertad del yo, sin ninguna interferencia externa, la que llegue a la verdad y se convenza al respecto. Nada de gurús, con las predicaciones correspondientes sobre que el gurú no es necesario, pero evidentemente es necesario lo que se predica. Las vacilaciones católicas a la hora de manifestar con decisión lo que se cree se justifican con el “amor”, que es una “verdad” más grande que la verdad tradicionalmente concebida, con sus contenidos doctrinales, demasiado rígidos frente a la multiformidad cultural y expresiva del mundo moderno. Se hacen incluso sínodos y asambleas para un camino común –traducción de la palabra “sínodo” en su origen griego– que pueda establecer criterios para ir al encuentro de las exigencias de los hombres y mujeres de hoy.

El caso de la “teoría del género”
Se debate así sobre la bendición –en la práctica, reconocimiento– de las parejas homosexuales, la admisión de mujeres en el sacerdocio y en cargos de más responsabilidad, la posibilidad de valorar las instancias de la “teoría del género”, según la cual la sexualidad no es dada por naturaleza sino establecida según la percepción subjetiva de uno mismo como hombre o mujer, independientemente de lo que sea. A propósito de esto, merece la pena señalar la posibilidad de identificarse oficialmente con un nombre masculino o femenino no en virtud de la genitalidad sino de lo que uno sienta. No se han oído protestas ni posicionamientos de los católicos al respecto. Una de las razones de ese silencio es que “uno es más que su inclinación sexual” y es amado, o como se suele decir “incluido”, acogido tal como es porque Dios lo ama y lo ha querido como es.
Quiero detenerme especialmente en la relación entre verdad y sexualidad porque desde el punto de vista de las consecuencias es tal vez la más decisiva. La sexualidad es la base pulsional de las relaciones entre personas, padres e hijos, amigos, novios, cónyuges, convivientes o simplemente conocidos. Como muestra nuestra sociedad, bastante más libertina o, si se quiere, menos hipócrita que las anteriores, el sexo está por todas partes, se exhibe de manera invasiva y sin reticencias. Sin embargo, se trata de una exhibición que, precisamente por estar programada, va unida a una alerta frente a la violencia física y psicológica del sexo practicado con manipulación y violación de la voluntad del otro. Porque el sexo, como posibilidad de satisfacción, felicidad y generación, también es fuente de violencia, malestar y frustración. Por ello, actitudes superficiales y transgresoras son graves, más aún entre los jóvenes, dada la confusión e incertidumbre que marcan su desarrollo.
Se habla de la post-modernidad como superación de modelos cerrados, dictados por las grandes verdades e ideologías, como el derrumbe de las evidencias. En realidad, justamente por su fundamento visible y verificable, las evidencias no se derrumban, pero pueden perder su significado. Lo que valía antes ya no vale, o vale incluso lo contrario, pero no porque desaparezca sino porque cambia el juicio sobre ello. Es algo que vemos de manera ejemplar en el ámbito de la sexualidad, como fenómeno no de pocos sino masivo.

Adaequatio rei et intellectus
Ya he comentado otras veces la intervención de un importante sociólogo americano, Ronald Inglehart, sobre la caída vertical de la religiosidad en los países más desarrollados. Sobre la base de investigaciones fiables, el autor atribuía esa caída a la «mutación de las normas que gobiernan la fertilidad humana», divorcio, aborto y homosexualidad como rechazo, en contraposición con gran parte de la población, a los límites impuestos a la libertad sexual. Es el resultado de un largo proceso donde el hombre ha sustituido a Dios estableciendo «una dictadura mundial de ideologías aparentemente humanistas», que «excomulga socialmente» a quien no las reconoce (Una vida, entrevista del periodista alemán Peter Seewald a Benedicto XVI, 2020). Luigi Giussani también se expresaba en el mismo sentido en La conciencia religiosa del hombre moderno (Encuentro, 1986).
Volviendo a lo de que la verdad es sobre todo “amor”, no es una afirmación equivocada, ya lo dice Jesús: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente. Este mandamiento es el principal y primero. El segundo es semejante a él: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. En estos dos mandamientos se sostienen toda la Ley y los Profetas» (Mt 22,37-40). Hay que preguntarse entonces en qué consiste el amor, como amor a la verdad, en términos subjetivos –el amor que yo tengo a la verdad– y objetivos –amor que procede de la verdad–. La definición más convincente de verdad para mí es la de santo Tomás, adaequatio rei et intellectus, correspondencia con lo que sucede (realidad) y deseo. Correspondencia no es solo lo que te gusta, sino lo que es para ti, como la medicina amarga para el enfermo o la corrección para el que se equivoca, de donde nace la definición de la moralidad como amor a la verdad más que a uno mismo (lo que gusta) porque no poseemos la verdad, pero dependemos de ella.

Una propuesta a la libertad
Así, el amor al otro no es simplemente una emoción o una caricia, sino también un juicio que compromete a buscar juntos el destino común, es decir, la verdad para la que estamos hechos. Ese juicio puede ser fascinante, pero también duro como «morder la piedra» (Miguel Mañara, Milosz). No es un garrote para derribar al otro, sino una propuesta a su libertad. Es un acto de confianza en la libertad, dada por Dios para reconocer y elegir la verdad, para buscar y comprender el significado.
No decir al otro la verdad por temor a que se aleje es como considerarlo incapaz de entender lo que le rodea. Por otro lado, es común la experiencia de acoger y ser amigo de alguien con quien no estás de acuerdo. Y también que la verdad puede ser divisiva, pero esa no es razón para dejarla a un lado en suspenso, sino para reclamar a quien la propone a ser más consciente de ella, y a quien la rechaza a estar más abierto y disponible. Siempre hay una razón que reconquistar, tal vez con tiempo, sufrimiento y sacrificio, pero ahí está la sal de la vida. No hay que tener miedo a la verdad. Es lo que más necesitamos todos.
Publicado en Tempi