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Identidad y relación

La fluidez sexual y la crisis antropológica, sus causas y consecuencias. En Huellas de enero, un diálogo con Alberto Frigerio, sacerdote, médico y profesor de Ética

Han pasado cincuenta años desde el 68, pero la sexualidad sigue siendo un punto neurálgico, donde se anudan los interrogantes culturales más profundos, los que se refieren a la propia concepción del ser humano y de su identidad, con efectos a nivel social y familiar. «La incertidumbre sobre la propia identidad que subyace a las políticas identitarias atestigua la crisis incipiente del sujeto posmoderno, que percibe un cierto malestar cuando tiene que responder a la pregunta: ¿quién soy yo?», afirma Alberto Frigerio, sacerdote ambrosiano y profesor de Ética en el Instituto Superior de Ciencias religiosas de Milán. Acaba de publicar un libro titulado El enigma de la sexualidad humana, que ahonda en este tema desde el punto de vista científico y psicológico, pero también filosófico y teológico.

Muchos de los temas transversales en el debate cultural actual pasan por la cuestión identitaria. ¿De dónde nace y cómo se vincula a la fluidez sexual?
En este momento estamos asistiendo a una vasta difusión de políticas identitarias donde diversos grupos lanzan sus reivindicaciones político-jurídicas, sobre todo en materia de raza y sexo, como vemos por ejemplo en el movimiento Black Lives Matter o en los grupos LGBTQ+. La incertidumbre sobre la propia identidad que subyace a las políticas identitarias atestigua la crisis incipiente del sujeto posmoderno, que percibe un cierto malestar cuando tiene que responder a la pregunta: «¿Quién soy yo?». La «liquidez identitaria», como la llamaba Zygmunt Bauman, se debe, entre otras cosas, al cambio radical de las coordenadas histórico-culturales donde la identidad personal madura. Estamos acostumbrados a oír hablar al papa Francisco de «cambio de época». Pensemos en la globalización, que comporta una mezcolanza étnica, cultural y religiosa y que es ocasión de enriquecimiento mutuo, pero también es motivo de desarraigo, desvinculación, desorientación y extrañeza; y en la crisis de la familia, relacionada con la soledad y los problemas de integración que minan los mecanismos primarios de identificación. El ámbito donde se evidencia con más fuerza esta experiencia evanescente del sujeto contemporáneo es la construcción de uno mismo y la sexualidad. Varias legislaciones ya establecen el llamado self-id, que permite que con una simple declaración el sujeto pueda cambiar de sexo en el registro civil; o el alias en las escuelas, que permite asignar un perfil alternativo y temporal a alumnos que no se reconozcan en el género asignado en virtud del sexo biológico; llegando a fórmulas de cuño reciente, como la fluidez de género o fluidez sexual, que se refieren al sujeto cuya identidad de género y orientación sexual varían a lo largo del tiempo.

¿La visión fluida de la sexualidad es consecuencia de la teoría del género? ¿En qué consiste concretamente y cómo se explica su difusión tan rápida?
Sí, la concepción fluida de la sexualidad va ligada a las teorías del género que promueven la desnaturalización de la sexualidad humana en favor de una comprensión meramente cultural, como documenta una icástica afirmación de la antropóloga Gayle Rubin en 1975: «El sueño que me parece más atractivo es el de una sociedad andrógina y sin género (aunque no sin sexo), en que la anatomía sexual no tenga ninguna importancia en lo que uno es, lo que hace y con quién hace el amor». La teoría del género –conviene precisarlo– revela la complejidad de la sexualidad humana y afirma exactamente que en la sexualidad no todo está determinado biológicamente. Identidad de género y orientación sexual no son una extensión inevitable del sexo biológico, como demuestran la condición transgénero y homosexual. Por otro lado, como señala la fenomenología, el sujeto posee y al mismo tiempo es su propio cuerpo, mediante el cual se abre al mundo y el mundo se abre a él. En ese sentido, ser hombre o mujer da paso a convertirse en hombre o mujer (lo que el psicoanálisis llama proceso de sexuación). Prueba de ello es que un posible desajuste en los niveles de sexualidad (sexo, género, orientación), que mina la unidad de la persona, va vinculado al riesgo de alteraciones en la salud mental, que permanece en contextos cultural y jurídicamente favorables a instancias de las llamadas minorías sexuales. Motivo por el cual no puede inducir a discriminación, estigma o estrés social, que deben ser en todo caso condenados y eliminados (cfr. informe de la revista The New Atlantis de 2016). Por lo que respecta al amplio consenso del que goza la teoría del género, documentado por el incremento de sujetos que viven la sexualidad de formas distintas a la binaria heterosexual (cfr. sondeos de The William Institute: 2,2-5,6% en 2014, 9% en 2022), puede deberse a múltiples causas: ámbitos culturales permisivos y propensos a promover la visión fluida de la sexualidad; modelos de ambigüedad sexual transmitidos por los medios de comunicación, que ejercen sobre los más jóvenes un efecto distorsionador; una tendencia a atenuar las diferencias naturales entre sexo masculino y femenino; crisis familiar, que complica la comprensión de uno mismo; la difusión de una mentalidad capitalista que concibe al sujeto como alguien plástico, flexible y fungible, reducido a mercancía de intercambio (cfr. I. Illich, M. Onfray); una comprensión absoluta de la libertad, que podría disponer de todo, incluso de la corporeidad, inaugurando así una «nueva cuestión antropológica» (C. Ruini) que no solo tiende a interpretar a la persona sino también a transformarla, y no solo en las relaciones económicas y sociales, al estilo del marxismo, sino en su propia realidad biológica y psíquica.

¿Cómo abordar la cuestión del género? ¿Cuál es la postura de la Iglesia?
La filosofía comunitarista (cfr. C. Taylor, A. MacIntyre) muestra que la persona accede a la verdad del bien mediante prácticas de vida buena. En cuestiones de sexualidad, el sujeto también aprende el oficio de vivir mediante la experiencia. En este sentido, la clave de bóveda para afrontar esta cuestión es construir lugares de amistad eclesial donde comunicar con palabras y obras las razones de vivir, siguiendo el modelo de Cristo, que dijo a los primeros discípulos: «Venid y veréis» (Jn 1,39). Como nos enseña Luigi Giussani, una fe vivida verdaderamente genera una posición cultural, es decir, suscita una perspectiva y sugiere una manera de afrontar la realidad. Esto es crucial en el ámbito de la sexualidad porque es decisivo para la maduración personal y la vida social. Por este motivo, la Iglesia y los cristianos tienen la tarea de promover instrumentos y ocasiones de juicio y diálogo sobre la cuestión del género, para evitar reacciones precipitadas que separen, y para madurar una forma de abordar este tema con sabiduría y prudencia, que se pueda comunicar de manera razonable y clara. A propósito de esto, conviene señalar el documento de 2019 titulado Varón y mujer los creó. Para una vía de diálogo sobre la cuestión del género en la educación, de la Congregación para la Educación Católica, que invita a escuchar pero también a contrastar la ideología de género. Mientras se acoge y protege la dignidad total de la persona, independientemente de su visión y práctica sexual, hay que contrarrestar la ideología de género y los estilos de vida que promueve, reconociendo y salvaguardando tres datos: la centralidad de la familia, sociedad natural previa al ordenamiento socio-político que tiene derecho a ser reconocida como espacio pedagógico primario; derecho de los hijos a crecer en una familia con un padre y una madre, lo que constituye el ámbito idóneo para el desarrollo psico-afectivo; libertad de educación, permitiendo que los centros promuevan su propia visión de la sexualidad fundamentada en una antropología integral, pues el Estado democrático no puede reducir la propuesta educativa a pensamiento único, menos aún en una materia tan delicada. Por último, frente a aquellos que, sobre todo durante su juventud, expresaran sus dificultades a nivel sexual, se requiere mucha cautela porque al inicio de la pubertad la persona está muy determinada por su sexualidad, que inaugura una nueva forma de vivir sus relaciones. Por todo ello, es oportuno instar a quien se dirija a nosotros a no definirse ipso facto como persona transgénero u homosexual, e invitarlo a participar en lugares de vida que le permitan descubrir el sentido de la sexualidad. Por último, en el caso de que dichas actitudes sexuales estuvieran profundamente arraigadas, la Iglesia propone el camino, fatigoso pero fecundo, de la castidad. Esta virtud no se limita a la continencia, es decir, la abstención de relaciones sexuales, a la que están llamados todos fuera del contexto matrimonial (esta es otra cuestión que merecería una reflexión aparte), sino que debe configurarse sobre todo en términos positivos, como virtud que completa a la persona y garantiza la integridad del don de sí.

La relación entre hombre y mujer expresa la necesidad del otro, que es diferente, para completarse. Pero justo ahí se da la experiencia de que “no basta”. Es como el culmen de la nostalgia de infinito, de Otro. ¿Este es el sentido de la sexualidad que hay que educar?
Como indica el cardenal Angelo Scola en su libro El misterio nupcial, la connotación del ser en sentido masculino o femenino nos dice que el hombre y la mujer no son el ser humano en su totalidad: ambos tienen ante sí la otra manera –inaccesible para uno mismo– de ser. En este sentido, la diferencia sexual supone una invitación a abrirse al otro, que es diferente de mí, para conseguir lo que solos no podemos ser ni perseguir: una comunión generadora. Esto permite entrever la carencia estructural de la pareja homosexual, donde aparte de posibles elementos positivos (amistad, afecto, apoyo, vida en común), el otro no es el diferente sino el semejante, motivo por el cual «en lo homo, a la pareja le falta, además de la fecundidad biológica de pareja, la apertura radical que es propia de lo hetero» (M. Fornaro). Pero esto también permite vislumbrar posibles perversiones de la relación hombre-mujer, donde ambos conciban la relación en términos de fusión, como sucede en parejas que adoptan una actitud de cerrazón a la vida, es decir, a la generación, y como les pasa a los amantes que se ilusionan o pretenden que la persona amada, frágil y finita, colme su deseo de infinito. En realidad, la relación amorosa se vive con verdad en la medida en que se reconoce al otro como signo de Otro, que en el reclamo sexual llama al cumplimiento del propio destino en el don de sí, que es el amor. Así lo expresan las palabras de Los novios de Manzoni, que el padre Cristóforo dirige a Renzo después de eximir a Lucía del voto de castidad: «Recuerda, hijo mío, que si la Iglesia te devuelve a esta compañera, no lo hace para procurarte un consuelo temporal y mundano, el cual, por completo que pudiera ser, y sin mezcla de ningún disgusto, deberá terminar en un gran dolor, cuando tengáis que separaros; lo hace más bien para encaminaros por el camino de la alegría que no tiene fin. Amaos como compañeros de viaje, con este pensamiento de tener que separaros, y con la esperanza de reuniros de nuevo para siempre».