(Foto: Giuseppe Ghirardello)

Don Giussani, don Didimo y una fe que se hace cultura

El centenario del fundador de CL en Bassano del Grappa, con Stefano Alberto, Onorato Grassi y Francesca Meneghetti, presidenta de la Escuela de Cultura Católica: «Le debemos un método»
Andrea Mariotto

Un encuentro organizado no solo para responder a la invitación de unos amigos, sino sobre todo «por la deuda de gratitud que tenemos con Luigi Giussani». Así dio comienzo el evento dedicado al centenario del nacimiento de don Giussani en Bassano del Grappa, con la presidenta de la Escuela de Cultura Católica, Francesca Meneghetti, que recogió el guante lanzado por Guido Randon (quien dio comienzo a la comunidad local de Comunión y Liberación) para organizar juntos un encuentro titulado “Cristo es la vida de mi vida”, que congregó a un público numeroso y atento. En cierto sentido, fue la culminación de una amistad entre dos experiencias que desde hace tiempo ofrecen a su tierra una propuesta cultural nueva, como han sido estos años, por ejemplo, las exposiciones itinerantes del Meeting de Rímini. Un acto dedicado a Giussani y organizado en tándem (con Stefano Alberto y Onorato Grassi como ponentes) fue la ocasión de hacer patente ese milagro de la unidad que tanto buscaba el propio Giussani.

A decir verdad, aquí se da una cierta sintonía con el fundador de CL, que en 1995 recibió el Premio Internacional de la Cultura Católica de la Escuela fundada por el carisma de Didimo Mantiero. La propia Meneghetti lo recordó en su saludo inicial. «Hay dos aspectos que nos hacen sentir en deuda con él: nos enseñó un método, que aún hoy seguimos proponiendo en nuestros encuentros de formación, el de considerar siempre la esencia del ser humano como tal, es decir, su sentido religioso, que determina universalmente la estructura de nuestra conciencia, de la razón y de las relaciones que fundamentan nuestra vida». En segundo lugar, «estamos en deuda con él por las palabras que nos dejó sobre el carisma “como una ventana a través de la cual se ve todo el espacio”».

Con el tiempo ha ido creciendo una amistad que perdura: «El diálogo entre nuestros carismas se han convertido en una historia llena de momentos importantes que hemos vivido juntos, con las diferencias que nos caracterizan. Los de don Didimo, un pueblo más pequeño y modesto, que habríamos podido quedar a la sombra de una realidad tan grande y reconocida como CL, siempre nos hemos sentido valorados y estimados por lo que somos».
Meneghetti recordó esa sintonía particular que unía a los dos fundadores, que a pesar de no conocerse personalmente reconocían la bondad y belleza de la acción del Espíritu en la obra de uno y otro, como testimonian las palabras que el fundador de CL escribió en el prólogo a los diarios de don Didimo (Il volto più vero, ed. Rizzoli, 2002): «Doy gracias a don Didimo por lo que ha generado, una fraternidad real que, mediante la discreción de los Diez, es el alma del Grupo de Jóvenes y de la Escuela de Cultura Católica, obras que muestran a todos la belleza de la vida cristiana».

Stefano Alberto, con un testimonio en el que recordaba su encuentro con la persona de don Giussani, se remontó a mayo de 1981. Se acababa de celebrar el referéndum de la ley 194 y se había cometido el atentado contra Juan Pablo II en la plaza de San Pedro. «Aquellos hechos me habían dejado más herido que nunca en mi vida –confesó– y esos días se me hizo evidente una cosa: un mundo, el mundo en que la fe informaba a la vida, había acabado para siempre». Se dio cuenta por los muchos encuentros organizados por las parroquias de los pueblos más remotos, en presencia de «ancianas que todavía iban a Vísperas, al rosario, a la adoración eucarística, pero que razonaban como les decía el Corriere della Sera». Percibió claramente un final que el paso de las décadas no ha hecho más que confirmar.

En este contexto tuvo lugar el encuentro con don Giussani en una clase universitaria, durante la cual «era evidente que él no hablaba de Cristo, hablaba con Cristo, como si se estuviera dirigiendo a un amigo en la primera fila». Abrió así «una herida todavía sangrante: la percepción evidente de una presencia integralmente humana y la posibilidad de seguir la realidad humana del Señor estando con ese hombre». Con la conciencia de una positividad inexorable de la realidad y una pasión por ella en todos sus aspectos, desde la literatura hasta la música, pasando por comer y beber juntos. Se trataba «no de una actitud optimista, sino positiva». Era como si alguien te hiciese descubrir que «tu vida vale, tiene una tarea». Este enfoque es el que «nos hace hermanos de los hijos de don Didimo: la percepción de que el encuentro que hemos tenido con Cristo nos da una responsabilidad frente al mundo entero».

Esta pasión por el mundo, añadió, se custodia «vinculando cada momento concreto con la totalidad, porque el sentido de todo no ha dudado en hacerse alguien concreto en el seno de una mujer». Así nace el verdadero ecumenismo, es decir, «una mirada dispuesta a valorar hasta el pequeño grano de bien, de belleza y de verdad presente en cualquiera, una mirada que valora todo lo humano». Una mirada que genera una cultura nueva para nosotros, siempre dispuestos a definir, catalogar, excluir y descartar.
«Una velada como esta –concluyó– no es una autocelebración, sino la ocasión de ayudarnos a estar delante de ese inicio silencioso, humilde, aparentemente sin incidencia en las historias del mundo, con que el Señor quiere seguir donando su misericordia a todos los Zaqueos y Magdalenas que encontremos en nuestro camino».

Onorato Grassi comenzó su intervención hablando de «una normalidad excepcional» que siempre dejaba huella cuando uno se topaba con Giussani. Era normal, porque entrabas en relación «con un hombre que vivía su humanidad a fondo», y al mismo tiempo era excepcional porque siempre podías «experimentar una novedad, algo que te sorprendía, que te hacía dar un paso más, que respondía a la necesidad de cambiar», y que despertaba «las ganas de agarrar el mundo por los cuernos, de no sufrirlo, sino de buscar en cada cosa una posibilidad de bien y de satisfacción».
Giussani vivía un auténtico «anhelo de la fe». Eso es lo que tanto le unía a Bassano y a la experiencia de Mantiero. «En este lugar veía una gracia particular: la gracia de una fe de pueblo» que la hacía «viva y expresiva, importante no solo para los habitantes de esta ciudad, sino un ejemplo para todos». «Haced el milagro», decía. ¿Y cuál es ese milagro? El milagro de la unidad, explicó Grassi. «Una unidad entre hombres apasionados por la fe, en un lugar y para la salvación de ese lugar, por una vida de verdad –existencia, cultura, socialidad– para sí mismos y para los que viven aquí».

Pero la fe debe hacerse cultura y este aspecto también preocupaba especialmente a Giussani. «Para Giussani, la fe no se identifica totalmente con una cultura, entendida como construcción de ideas, comportamientos, valores, porque conserva y expresa el carácter imprevisible del misterio y del acontecimiento. Sin embargo, una fe que no se hace cultura se queda débil, infantil, vive fácilmente a merced de los demás y también puede ser fácilmente interpretada en función de teorías y categorías ajenas a ella». Grassi afirmó que el fundador de CL fue más allá al establecer un principio, un método y una dinámica. El principio de la experiencia «como unidad intencional de sujeto y objeto, y conocimiento de la realidad», el famoso «crecer dándonos cuenta de que crecemos» del que hablan las últimas páginas de Educar es un riesgo. El método de «la reflexión sobre la experiencia» y la dinámica del «ejercicio del juicio, no en sentido jurídico o moral sino ante todo cognoscitivo: juzgar significa comprender y valorar los fenómenos según un criterio adecuado». Giussani tenía muy claro, y siempre lo recordó, que para alcanzar ese juicio era fundamental actuar juntos. Por este motivo «propuso el valor de la comunión como elemento principal de juicio, superando formas de individualismo o arrogancia intelectual».