La fiesta de la sencillez de un niño

«La Navidad es ese Acontecimiento que todos esperan: liberarse de la autodeterminación para descubrirse determinados, es decir, afirmados, amados». El artículo de Davide Prosperi en el "Corriere della Sera" el 24 diciembre
Davide Prosperi

El papa Francisco, en su mensaje por la 56ª Jornada Mundial de la Paz, invita a todos a dejar que «Dios transforme nuestros criterios habituales de interpretación del mundo y de la realidad». Frente al mal, la guerra y las muchas contradicciones del mundo de hoy, el Santo Padre nos recuerda que «aunque los acontecimientos de nuestra existencia parezcan tan trágicos […], estamos llamados a mantener el corazón abierto a la esperanza, confiando en Dios que se hace presente».

La Navidad siempre ha sido para todos, también para los que no creen, un momento cargado de alegría y de esperanza. Una esperanza que hoy parece que ya pertenece a un pasado lejano en la memoria. Quedan huellas de buenos sentimientos, pero solo al alcance de quien se los puede permitir, mientras las cosas vayan bien. Pero en los últimos años las cosas no han ido demasiado bien. Escribía el sociólogo Sergio Belardinelli hace unos días a propósito de la Navidad: «Se nos ha secado la esperanza de que algo realmente nuevo pueda irrumpir en nuestra vida para sacarla de su letargo». Habla de una aridez que a nadie se le ahorra y cuando la vida apremia, cuando empiezan a bombardear tu patria o cuando pierdes lo más querido, resulta imposible quedarse indiferente. Hace unas semanas, el columnista Antonio Polito (Sette-Corriere della Sera, 11/11/22) escribía sobre el doloroso funeral de Francesco, un joven hijo de compañeros suyos en el Corriere, y sobre la búsqueda de sentido que una tragedia así genera inevitablemente. Es la misma búsqueda que suscitan las imágenes que nos llegan de la azotada Ucrania o de tantos escenarios de conflicto presentes en el mundo. Polito añade sin embargo que la homilía del sacerdote, impregnada de una viva esperanza cristiana, «alivió el peso de nuestro corazón, enjugó las lágrimas de nuestros ojos, creyentes y no creyentes». Para luego lamentarse: «Qué pena que el mensaje cristiano se haya debilitado tanto en nuestro país». Pero, bien mirado, ¿cuál es el mensaje cristiano? ¿Sobre qué se apoya esta esperanza? Un niño. Es casi de locos pensarlo. La esperanza del mundo se sostiene sobre la cosa más frágil e indefensa que se pueda imaginar. Paradójicamente, sirviéndose de la fragilidad de este niño es como Dios se adentra en la historia de los hombres: «Un Dios, amigo mío, Dios se ha molestado, Dios se ha sacrificado por mí. Eso es el cristianismo», decía Péguy. El origen y el sentido de cada cosa, ese Misterio al que se dirige el corazón buscando respuesta a sus exigencias de verdad, justicia, felicidad y amor, se ha hecho niño, ha venido entre nosotros. No hay un anuncio más esperado que este en toda la historia de la humanidad. Nadie que esté abierto a la posibilidad de que exista una respuesta a esas exigencias puede evitar medirse con un acontecimiento como este.

¿Por qué Dios, como dice Péguy, se ha molestado? Bien pensado, no se me ocurre otra respuesta más que esta: por amor. Por una ternura infinita hacia cada hombre y mujer, hacia ti y hacia mí. Decía don Giussani hablando de la alegría de la Navidad: «Es amor puro, altruismo puro […]. La Navidad es la fiesta del niño –en sentido evangélico–, es decir, de la sencillez. […] Esta sencillez no es más que la transparencia de lo que en el fondo somos: espera de otro». La Navidad nos enseña una sencillez posible para todos, porque desvela la posibilidad de un amor puro, divino, dentro de la vida cotidiana.

Este niño hace nuevas todas las cosas y dona a aquellos que lo reconocen una forma de presencia original capaz de encontrarse con todos. «Estamos llamados a afrontar los retos de nuestro mundo con responsabilidad y compasión», dice el Papa en el citado mensaje. Siendo objeto del amor de Dios que viene entre nosotros, todo cambia. Nace una amistad que no censura ni una coma de la humanidad de cada uno, que no resuelve el mal del mundo, pero que es capaz de un camino de bien porque está segura (¡por ese hecho que ha acontecido!) de que hay un destino bueno. Una amistad segura y al mismo tiempo humilde. La verdadera humildad cristiana consiste, en efecto, en dejarse provocar por las preguntas del mundo para compartirlas con «responsabilidad» y «compasión». Solo por esta razón el cristiano puede verse atraído por el grito de significado que surge ante el dolor, la enfermedad, el límite o la exigencia de amar y ser amado en un contexto donde el sentido de estas palabras parece haberse evaporado. Son muchas las preguntas a las que al hombre de hoy, con toda su sabiduría tecnológica, le cuesta encontrar respuesta, y acaba por refugiarse en un derecho a la autodeterminación que arrastra a la sociedad hacia un individualismo cada vez más estéril (pensemos en la crisis de natalidad). Por otra parte, como decía Romano Guardini, «al abandonar a Dios, el hombre se vuelve incomprensible para sí mismo».

La Navidad, en cambio, es ese Acontecimiento que todos esperan: liberarse de la autodeterminación para descubrirse determinados, es decir, afirmados, amados, por Aquel que buscamos desde el primer llanto que emitimos nada más salir del vientre de nuestra madre. «¿Quién eres tú que llenas mi corazón de tu ausencia, que llenas toda la tierra de tu ausencia?», recita un hermoso verso del poeta Pär Lagerkvist. Ese «Tú» se ha revelado. De ahí puede nacer verdaderamente la semilla de una paz verdadera. Como recordaba don Giussani a los jóvenes que le seguían: «Tenemos que admitir que es inigualable que el cristianismo diga que Dios se ha hecho hombre, y que permanece en medio de esta compañía de amigos». Sí, es inigualable, pero posible.

Publicado en Il Corriere della sera