Ernesto Olivero (Foto: Ansa/Tino Romano)

«Paz, ¿qué puedo hacer por ti?»

La lección de Giorgio La Pira, el nacimiento del Arsenal de la Paz, la fuerza de un ideal que implica paciencia y delicadeza. La valoración del manifiesto de CL del fundador del Servicio misionero juvenil en Italia

No hay palabra más bella que “profecía”. Ni recetas ni utopías, sino la concreción de quien sigue creyendo en los ideales y testimoniando con su vida que lo que no podía ser, por fin puede ser. Cuando era joven, en los primeros años del Sermig (Servicio misionero juvenil), uno de mis maestros fue el alcalde de Florencia, Giorgio La Pira. En plena guerra fría, en un mundo dividido en dos bloques, él permanecía incansable. A riesgo de que no le entendieran bien, trataba de unir, nunca de dividir, buscaba vías de diálogo, intentaba favorecer ocasiones de encuentro. Él fue quien nos enseñó la profecía por la paz de Isaías, las palabras bíblicas que la anuncian un tiempo en que ya no se construirán armas y los pueblos ya no se ejercitarán en el arte de la guerra.

En esa época yo era muy joven y todavía no lo tenía todo claro, pero en mi corazón percibía que tal vez Dios se serviría de nosotros para hacer algo así. En el fondo, el Arsenal de la Paz, una vieja fábrica de muerte que acabó transformada en una casa de vida, nació justamente de ese encuentro luminoso. La Pira nos ayudó a entender que una gran meta no se consigue nunca sola, sino que exige compromiso, gradualidad y humanidad. La paz es así: no es un eslogan que se grita en las calles o en las plazas. La paz, como la esperanza y el amor, es un hecho concreto, es una opción de vida, es el compromiso radical de luchar contra toda injusticia.

Un mundo en paz es capaz de acoger a cualquier hombre o mujer de cualquier origen y religión porque todos tienen derecho a comida, casa, trabajo, asistencia, dignidad, educación. Es un mundo donde jóvenes y adultos están dispuestos hacer de su honestidad la clave para construir el bien común. Es comprender que el bien que yo puedo hacer no lo puede hacer nadie más, porque es la parte de bien que me toca a mí, es mi responsabilidad. Esta mentalidad se ha convertido en nuestra brújula y, lenta pero decididamente, ha abrazado a millones de personas que ofrecen su tiempo, su dinero y su profesionalidad para enjugar una lágrima, apoyar al débil, formar a los jóvenes sin pedir nada a cambio.
Sin embargo, la fuerza de un ideal solo puede ser rompedora si va acompañada de paciencia y delicadeza. Necesitamos redescubrir cada día nuestras motivaciones para volver a decir sí. Entonces nos volveremos indomables, sentiremos la urgencia de no callar ante miles y miles de guerras que a lo largo de la historia han causado cientos de millones de muertes. No nos cansaremos de repetir que hay que dejar de construir armas porque matan, y mucho, también cuando restan inversiones al desarrollo, no solo cuando dejan muertos y heridos sobre el terreno, cuando preparan venganzas y cuando causan efectos devastadores en el equilibrio mental de los combatientes.

Creo que las tragedias de la historia y la complejidad geopolítica del mundo de hoy nos dicen que ya no es tiempo de esperar. La humanidad puede renacer. Cada uno de nosotros puede renacer, viviendo la santidad como la forma más alta de estar en el mundo si uno es creyente. Si no lo es, con el compromiso continuo de cambiar, de convertirse para convertir el curso negativo de la historia. Todo lo demás no importa. Si esta mentalidad se abre paso en los corazones, el mundo podrá cambiar de verdad. Es la esperanza que nace incluso ante la tragedia más oscura, la esperanza que frente a la locura de la guerra siempre nos lleva a decir: «Paz, ¿qué puedo hacer por ti?».

*Fundador del Sermig (Servicio misionero juvenil)