Cristina Scuccia en 2014 en "La Voz de Italia" (Foto Ansa)

«Hay Alguien que puede hacer florecer hasta lo que ya no sentimos»

Sor Cristina, la monja que cautivó al jurado de La voz en Italia, ha colgado los hábitos. Se ha dado cuenta de que no era su camino y nadie puede juzgarla, ¿pero existe algo definitivo?
Federico Pichetto

Hasta sor Cristina, ahora Cristina Scuccia, tomó la decisión equivocada. La famosa monja que en 2014 conquistó al jurado de La voz en Italia ha anunciado que cuelga los hábitos. Lo ha hecho con agradecimiento y humildad, mostrando un gran respeto por el tiempo que ha vivido en el convento y su deseo de pasar página.
Nadie puede erigirse en juez del camino de otros, sobre todo cuando lo afrontan sin resentimientos ni reivindicaciones. Casos como el de sor Cristina con cada vez más habituales, como los matrimonios que se acaban. El dato es especialmente significativo en Europa, con una clara reducción en los últimos diez años del 30% de las vocaciones sacerdotales o religiosas y un incremento también considerable en las separaciones y divorcios. Estamos muy lejos de la prosa de Manzoni que, a propósito de la monja de Monza, llega a afirmar que la infeliz habría podido experimentar la verdadera alegría si hubiera aceptado vivir seriamente la vocación no elegida. Hoy lo que importa es la realización personal, la opción que “te hace feliz”, como si existiera algún camino que no tenga que ser reconquistado cada mañana. Tanto en la virginidad como en el matrimonio, la fidelidad es lo que nos adentra en lo profundo, la permanencia es lo que nos abre a la alegría y a la verdad.
¿Pero por qué tendría alguien que permanecer con un marido al que ya no ama, o en un convento donde se siente cada vez más reducido? ¿Acaso no es eso una mortificación de lo humano, una traición al corazón?
La cuestión es que justo lo humano, justo el corazón, con un ímpetu de vida, es lo que nos llevó a ese hombre, a esa mujer, a ese hábito. Dar crédito a ese ímpetu incluso cuando ya no existe significa dar crédito a uno mismo, a la propia intuición.
Sin duda, podríamos objetar que por qué aquella intuición debería ser más justa y verdadera que la que siento ahora, por qué ese nuevo bien que percibo con el rabillo del ojo, esa nueva libertad que ya saboreo, debería tener más valor que el instante en que aposté mi vida por mi marido, por mi mujer, o por una pertenencia religiosa.
La cuestión es que esa intuición, ese instante en que lo apostaste todo, la pusiste delante de Dios. Y Dios, aunque moleste recordarlo, existe. Por tanto, es Él quien se toma más en serio tu deseo que tú mismo, es Él quien apuesta por lo que has apostado tú. Y es Él quien puede hacer florecer algo que hoy parece árido, miserable, marchito o incluso odiado. Nuestro corazón no está hecho para los caprichos, no está hecho para una correspondencia estética o sentimental, que acaba siendo un fin en sí mismo. Nuestro corazón está hecho para el infinito, está hecho para el Misterio, está hecho para Dios.
Es él quien sigue deseando cuando nosotros hemos dejado de desear. Si no puedo amarte porque ya no tengo amor, siempre podré amarte por el amor que se me da. En ese momento, en esa cruz, es cuando el ser humano se desvela ante sí mismo verdaderamente como hijo. Confiando en que entregándose a sí mismo a algo que aparentemente no comprende pero que es consecuencia de algo que en un momento dado eligió, llegará una resurrección –¡una vida!– más grande y más verdadera.
El problema de la vida, por tanto, no es tomar las decisiones correctas. El problema de la vida es tomar una decisión verdadera. Por la verdad uno puede apostarlo todo, incluso cuando nada cuadra y algo más extraño y más fresco sobresalta nuestro corazón.
Nadie puede reprochar a sor Cristina que se vaya, pero nadie podrá saber quién habría llegado a ser Cristina si se hubiera quedado. Si Cristo está vivo, cualquier vida tiene siempre una posibilidad.
Bien mirado, este es el mayor tormento del hombre contemporáneo: depende tanto de sí mismo que ha olvidado lo que sucede cuando se confía en un Padre. En estos tiempos de huérfanos, cuando todos abandonan y eligen otros caminos, la verdadera revolución consiste en ser hijos. En aceptar lo definitivo como el único camino posible para una vida fecunda. Porque en medio de tantas cosas buenas, el corazón –en el fondo– solo necesita una cosa que sea verdadera.

Artículo publicado en Il sussidiario