Don Giussani (Foto: archivo Fraternità di Comunione e Liberazione)

Don Giussani. Enamorado de Cristo y del mundo

«Un caso más único que raro de personalidad cristiana capaz de perforar el muro erigido por la secularización». Retrato del fundador de CL publicado en L'Osservatore Romano el 14 de octubre de 2022
Massimo Borghesi

En un artículo publicado en La Repubblica y titulado “Todo lo que aprendí de don Giussani”, Giuliano Pisapia recordaba recientemente sus años en el Liceo Berchet de Milán, evocando a su «extraño profesor de religión, “feo pero fascinante”, que rompía todos los esquemas a los que estábamos acostumbrados. No nos llenaba de nociones y respondía a todas nuestras preguntas y a nuestras dudas enseñándonos un método. […] Don Gius, así le llamaban, nos escuchaba y siempre intentaba comprender las razones del otro. Diálogo y confrontación crítica también, un método que nunca me ha abandonado, una enseñanza que ha quedado grabada en mi vida y en la de muchos de mis compañeros de clase. Su catolicismo, su testimonio de fe, no era la repetición mnemotécnica de enseñanzas y dogmas sino la voluntad de vivir una fe a campo abierto. Un método que –como descubrí unos años más tarde– había afinado desde sus primeros años de vida con un padre socialista y una madre católica». El testimonio de Pisapia, que fue alcalde de Milán como independiente en la lista de izquierdas desde 2011 a 2016, es muy valioso. Muestra la estima y el aprecio que se tiene por el sacerdote de Desio también por parte de quienes han recorrido caminos muy alejados del suyo.

Luigi Giussani, del que el 15 de octubre celebramos el centenario de su nacimiento, fue probablemente el mayor educador de Italia en la segunda mitad del siglo XX. Alberto Savorana, en su documentada biografía Luigi Giussani. Su vida (Encuentro, 2015), recuerda a muchos estudiantes, algunos de los cuales se hicieron famosos, que el sacerdote tuvo como alumnos. Todos ellos impactados por la personalidad de aquel profesor “feo pero fascinante”, de voz ronca, que con pasión e inteligencia les provocaba para vivir inquietos, no conformarse y medirse con Cristo como respuesta a su deseo de vivir. Para él, tal como escribió, «la grandeza de la fe cristiana, sin comparación posible con ninguna otra postura, es esta: Cristo ha respondido a la pregunta del hombre. Por ello tienen un destino común los que aceptan y viven la fe y los que, sin tener fe, se ahogan dentro de la pregunta, se desesperan en ella, sufren con la pregunta». Resonaba aquí un corazón agustiniano-pascaliano, un corazón que en el joven seminarista de Venegono se había encontrado con la inquieta pregunta que traslucía de la poesía de Leopardi. Al joven Giussani, Cristo se le presentaba como respuesta al vacío expresado dramáticamente por el poeta de Recanati. «Intuí –escribía– con intensidad que lo que se llama “Dios” –es decir, el Destino inevitable para el que nace un hombre– es el término de la exigencia de felicidad, es esa felicidad de la que el corazón es exigencia insuprimible». Era el germen de la problemática que planteará en El sentido religioso, el texto de 1957 que, ampliado y corregido, verá otras dos ediciones en 1966 y en 1986. Una problemática que era nueva entonces en el panorama teológico, mirada con sospecha por los recuerdos que suscitaba de las desviaciones modernistas que Giussani afronta y plantea siguiendo fielmente la Carta pastoral cuaresmal a la diócesis ambrosiana Sobre el sentido religioso, de 1957, escrita por el entonces arzobispo de Milán, Giovanni Battista Montini. En profunda sintonía con su arzobispo, Giussani no se conformaba con un cristianismo tradicional, convencional o formalista. Quería una fe viva, una fe que se correspondiera con las exigencias más profundas del alma humana. Por eso, la propuesta cristiana debía llevar al descubrimiento de Cristo, del contenido histórico del Evangelio, de la divino-humanidad de Jesús.

No era solo su sensibilidad personal la que lo llevaba a ese “cristocentrismo existencial”. Era también el resultado de la enseñanza de aquel a quien Giussani reconocerá como su verdadero maestro en Venegono, Gaetano Corti. Para Corti, para que un hombre pueda creer en Cristo hace falta que lo conozca, y «para conocer su personalidad histórica concreta debe frecuentarlo de alguna manera, como lo frecuentaban los apóstoles y los primeros discípulos que aprendieron de esta experiencia directa su fe en Él. Del mismo modo, ahora, para que un hombre pueda creer en Cristo debe repetir en cierto modo y medida la experiencia de sus primeros discípulos. Como ellos, debe oírlo hablar, verlo actuar, hacer milagros, llorar, sufrir, morir, resucitar, subir al cielo. De ese modo irá penetrando poco a poco en el alma de ese hombre llamado Jesús, entrará íntimamente en sus pensamientos y sentimientos». Durante toda su vida, Giussani aplicará el método de Gaetano Corti, lo declinará en una experiencia educativa única en el panorama juvenil italiano, y luego internacional, de la posguerra. Con ese método llegará a tres generaciones: la de los años 50, caracterizada por un clima existencialista; la de los años 70, marcada por la politización integral de los vientos de la contestación; y la de los años 90, inmersa en la globalización. En todas ellas dejará la huella del timbre de su voz, de su acento, del modo apasionado con que hablaba de la vida y de Cristo. Un caso más único que raro de personalidad cristiana capaz de perforar el muro erigido por la secularización.

Comprende como pocos, en profunda sintonía con los textos de Pier Paolo Pasolini, que el 68 marca el fin de un mundo, también del cristiano. Sin caer por ello en el pesimismo. En él está claro el juicio que hacía falta para volver a empezar en el camino de la fe: «como hace 2000 años». En el Cartel de Pascua de 1982 se preguntaba: «¿Cómo podemos responder a esta pregunta nosotros, que no estábamos en las bodas de Caná, que no le vimos curar al paralítico, que no asistimos al funeral de Naín, que no le seguimos durante tres días por el desierto, olvidándose hasta de comer? La familiaridad con Él, de la que nace la evidencia de su palabra como lo único que da sentido a la vida, ¿cómo podemos vivirla? El modo existe: la compañía que ha nacido de Cristo ha entrado en la historia; es la Iglesia, su cuerpo, es decir, la forma de su presencia hoy. Por tanto es una familiaridad cotidiana comprometida en el misterio de su presencia en el signo de la Iglesia. De ahí puede nacer la evidencia racional, plenamente razonable, que nos hace repetir con certeza lo que Él, único en la historia de la humanidad, dijo de sí mismo: Yo soy el camino, la verdad y la vida».

A partir de los años 80 esta compañía, esta “amistad cristiana”, encuentra su inicio en el encuentro, un encuentro con testimonios que hacen presente en su vida a Jesús, que hacen presente al misterio. Gracias a Giussani, categorías como “encuentro”, “acontecimiento”, “hecho cristiano”, “presencia”, entran dentro del vocabulario teológico, se hacen habituales. No son solo “categorías”, son los terminales de una experiencia en acto que el sacerdote de Desio verificaba a cada paso. «El acontecimiento cristiano –escribe– se manifiesta, se revela, en el encuentro con la levedad, la sutileza y la aparente inconsistencia de un rostro que se entrevé entre la muchedumbre: un rostro como los demás y, sin embargo, tan diferente de los otros que, al encontrarse con él, es como si todo se simplificara. Lo ves por un instante, y al alejarte te llevas dentro de ti el mazazo de esa mirada, como diciendo: “¡lo que me gustaría volver a ver esa cara!”».

En los últimos años, su vejez está marcada por el párkinson, una enfermedad que le pone a prueba constantemente. Acuña una nueva definición de la fe: «La fe es un reconocimiento “amoroso”. Es un conocimiento amoroso». Amor y misericordia son las palabras que le acompañan en el último periodo. Confiesa a su fisioterapeuta: «¿Sabes lo que he comprendido a mis ochenta años? Que la misericordia no es el perdón, sino el amor en el origen. […] En aquella dramática escena, cuando Judas se presentó ante Jesús en el huerto de los olivos, la primera palabra que Jesús le dijo fue “amigo”. No le dijo: “Te perdono lo que estás a punto de hacer”. Afirmó primero el amor, para mover la libertad del otro». Por eso invitaba a cantar O Jesu mi dolcissime, terminando con una oración: «¡Oh Jesús, mi dulcísimo Señor, amigo, hermano, compañero, contigo yo trataré de arrastrar a todos los hombres que conozca, contigo, Señor, me arrastraré para que la nada no tenga ningún poderío sobre nosotros». Don Giussani murió en Milán el 22 de febrero de 2005.