Un momento del encuentro

Ucrania. ¿Quién consolará el dolor infinito de estas personas?

En su cita anual de fin de curso, ConoCdO, la Compañía de las Obras se asoma a Ucrania con el testimonio de Elena Mazzola, Jessica Martín y una familia acogedora
Lucas de Haro

Estamos ya en la tercera década en la que, cada año, al terminar el curso, se celebra ConoCdO en Madrid. Se trata de una cita de la Compañía de las Obras España en la que los organizadores eligen un tema en torno al cual se encuentran con sus asociados y amigos para celebrar una mesa redonda y una cena en la que suele haber tanto networking como cálida conversación humana. Emprendimiento, pymes, Venezuela, acción social… son algunos de los focos alrededor de los que se ha congregado ConoCdO en los años pasados que, para esta edición de 2022, se asomó a la invasión de Ucrania y su crisis de refugiados.

Una poesía de Joan Maragall sobre la pasión por el trabajo y un dramático vídeo con imágenes de la guerra y los reclamos de Zelensky pidiendo ayuda a Europa abrieron una mesa a la que se sentaban Raquel y Juanan, un matrimonio que ha hospedado en su casa la primera acogida de refugiados, y Jessica Martín, responsable del programa de acogida a ucranios de la ong CESAL. Se suma, conectada a través de videoconferencia, Elena Mazzola, presidenta de la Asociación Emaús en Jarkov, dedicada al acompañamiento de niños y jóvenes huérfanos y con discapacidad.

Mazzola, italiana, fue a vivir a Moscú hace más de veinte años, en 2017 se muda a Ucrania, a Jarkov, donde trabaja para Emaús. Su amor y conocimiento de los dos países eslavos no le permite ser maniquea a la hora de hablar de la guerra; y, sobre todo, su definitivo apego a la vida y la cotidianeidad de sus relaciones y trabajo le hace mirar esta crisis con un firme realismo que desmonta los abundantes análisis, algo a lo que Carmen Velasco –moderadora del encuentro– se refiere con otra precisa palabra: abstracción.
Elena y sus amigos trabajan con chicos que han sido desechados de la sociedad, que –a pesar de haber nacido en una Ucrania postsoviética decenas de años después de que Yeltsin consumara la caída de la URSS– han sido rechazados o incluso declarados, literalmente, muertos en vida por sus deficiencias. Siendo muchos de ellos discapacitados, Emaús estaba preocupada por sus jóvenes desde enero ya que veía, como veíamos todos, alinearse las tropas rusas a lo largo de la frontera con Ucrania. No estaba claro qué pasaría entonces, no era obvio tomar decisiones fuertes cuando las especulaciones internacionales no atinaban a predecir qué haría Putin. Mazzola y su equipo se arriesgan y se trasladan con una veintena de niños y jóvenes a Leópolis el 13 de febrero, entendiendo que la guerra, si estallara como hiciera once días más tarde, se mantendría alejada del oeste del país. Leópolis era entonces una ciudad desconocida para la mayoría de la opinión pública y los trabajadores de Emaús sufren cómo muchos les llaman locos por este plan tan, aparentemente, innecesario; sin embargo, ellos han visto guerra en Ucrania desde hace tiempo, Mariúpol ya lucía un paisaje urbano bombardeado el verano pasado. A pesar de la osadía de este primer traslado, había que dar un paso más, era necesario llegar a Europa para poner a salvo a los chicos.
Estos niños tan frágiles, que desde que nacieron habían sido abandonados, maltratados y traicionados, habían sufrido ya mucho antes de cualquier guerra. El amor hacia ellos, el deseo de que no siguieran sufriendo, hace a Elena pedir ayuda a sus amigos italianos para acogerlos y emprender así un viaje hacia Europa Occidental para unirse a los quince varones en edad de reclutamiento militar que hiciera salir de Ucrania ya en enero. Durante estos meses, Mazzola detecta cómo muchos ucranianos, a pesar de que veían venir la agresión dese hacía tiempo, se resistían a aceptar lo que estaba a punto de suceder, a aceptar que se podía perder todo lo que se había construido a lo largo de una vida; ella misma tardó un mes en preparar las dos únicas maletas con las que abandonó Jarkov, eligiendo fotografía por fotografía y libro por libro, decidiendo así qué llevar y qué dejar atrás. Esta violencia tan grande, tan impensable, sigue dejando aturdida a Mazzola, estamos a final de junio e insiste en que, personalmente, está muy mal ante la destrucción incomprensible y feroz que ve en Ucrania: pero sostiene con firmeza que, si escapó, es porque sabía que alguien la acogería a ella a y los chicos que llevaba consigo, no sabía quiénes los acogerían, pero estaba segura de que alguien lo haría.
Ya ubicada en Italia, suele lanzar a sus amigos una pregunta que también quiere compartir con los asistentes a ConoCdO: «Pero, este dolor infinito que sufre toda esta gente que no sabe hacia dónde ir, ¿quién podrá amarlo?, ¿quién podrá, quién debe, consolar a todas estas personas con un amor que sea de la misma fuerza que el odio y el mal que se está versando contra ellos?».



Juanan y Raquel toman la palabra, han acogido en su casa –junto a sus hijos– a algunos ucranianos que su amigo Miguel trajera en furgoneta desde la frontera polaca durante los primeros días de la invasión. El propio Juanan se sumaría a este viaje de ida y vuelta a través de Europa. Para Raquel, este sí a la invitación a Miguel es un sí a Cristo que proponía ser sus ojos y manos para ir a buscar y hospedar gente desconocida, experimentando de esta manera que se movía el corazón de su familia y los de tantos otros amigos que participaron del viaje y la acogida. «Cuando hacemos algo por los demás, permitimos que exista el bien en el mundo», de esta manera describe Raquel lo que sucedía con tanta gente que se acercaba a su casa a ver qué pasaba y a conocer a sus nuevos huéspedes. Para Juanan, todos necesitamos experimentar este bien, sea como acogidos, como anfitriones o como testigos de lo que otros hacen. Durante unos días ajetreados de gestiones en favor de los recién llegados, Juanan se va a hacer la compra con sus cuatro ucranianos para brindarles la oportunidad de cocinar a su estilo y recuperar –al menos transitoriamente– el gusto de su normalidad. La compra en el hipermercado se convierte en un certamen de conversaciones, ayudas y agradecimientos de gentes que quieren saludar a estas personas que llegan al madrileño barrio de Las Rosas escapando de una guerra en Europa. Velasco destaca que, poniéndose Juanan y Raquel en marcha, hacen que otros se activen y den respuesta a su deseo de poder ayudar.

En el caso de CESAL, su trabajo con la crisis de Ucrania nace de una petición explícita del Ministerio de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones para gestionar un centro de acogida para refugiados ucranios. El Gobierno de España sabe bien a quién se puede pedir este tipo de trabajo, CESAL tiene amplia experiencia con migrantes y en zonas de conflicto y emergencia, lo que no les ahorra –o quizá precisamente lo que provoca– intensas discusiones internas sobre cómo afrontar esta nueva crisis. Jessica Martín, coordinadora del Área de Protección Internacional, destaca en primer lugar la cercanía de los ucranianos que ya llevaban años en nuestro país, quienes se les ofrecen para ayudar a los recién llegados; nos habla, igualmente, de la necesidad de no generar en España una guerra contra los rusos, migrantes bien conocidos para CESAL que reconocen que sus familias están heridas por el largo conflicto previo a la guerra. Acompañar a personas que sufren tanto lleva a Jessica a preguntarse continuamente: «¿Qué sentido tiene todo lo que hacemos? ¿A quién le es útil?».
Es particularmente duro para ella que muchas personas acogidas abandonen el centro apenas pasados unos días, no encajan, y duele a los técnicos que se marchen sin dejarse ayudar ya que estos técnicos están ahí para recibirles y acompañarles aunque no supieran quiénes eran hace unos días, están ahí porque desean conocerlos. Esta dramaticidad e intensidad ensancha el mundo de Jessica, le hace descubrir cuan grande el mal puede llegar a ser, tanto como la esperanza de la convivencia de los que experimentan el perdón entre ellos, está hablando de ucranianos y rusos que viven en Madrid. Preguntas y vivencias que se convierten en cuestiones y conversaciones en su entorno familiar, dándose así para ella una unidad de vida con el trabajo: «Mi vida ahora mismo está unida. Las preguntas que me hacen en casa son las mismas que se responden en el trabajo y está bien que sea así, porque si no, no puedes estar ante el sufrimiento del otro y ante el propio sufrimiento que te genera ser partícipe de esta situación de conflicto».

Los ponentes reparan, para continuar la conversación, en qué les sostiene en sus diferentes empeños. Raquel destaca la amistad con numerosas personas con las que han compartido las necesidades más urgentes y logísticas de los ucranianos que han vivido en su casa; por su parte, Juanan subraya la importancia de retomar continuamente las razones más profundas que les llevaron a esta acogida. Jessica, como experta en situaciones de crisis, acoge la invitación de otros a mirar lo que sucede. Cuando está enfadada o bloqueada se da una vuelta por el centro y siempre encuentra un gesto de alguien, una familia que se trata con atención, una palabra de quien se acerca… es todo lo que le hace falta para reconfortarse. Para Martín, estas son las noticias cruciales del conflicto aunque los medios de comunicación no las capten; su única preocupación es no que no caigamos en el olvido, que no dejemos de estar abiertos para los que llegan, cada uno desde el lugar que le corresponda.
Casi como si Mazzola reaccionara a las palabras de Jessica, se pregunta si hay algún gesto, por pequeño que sea, que pueda ser tan fuerte y totalizante como para llevar esperanza a lo que está sucediendo. Hace una pausa para narrar el episodio de una madre ucraniana que, ya bien entrada la guerra, decidió volver a Jarkov durante unos días que parecía que la ofensiva amainaba; lo hizo con su marido y su hijo de cinco meses, quienes murieron durante ese retorno en un bombardeo en la calle. Aquel niño había sido bautizado por un sacerdote amigo de Elena. «¿Qué puedo hacer yo ante del dolor de esta mujer?», se pregunta. Cita a Hanna Arendt en La banalidad del mal para recordar que no existe el mal absoluto, sino el mal extremo y el bien absoluto. Para Elena, la cuestión decisiva ante tanto dolor insoportable es si existe de verdad un amor que sea capaz de hacer justicia sobre este mal. Continúa con su recorrido y pone nombre a este amor: «la cruz de Cristo, esa cosa tan absurda e ilógica como que Dios se haya hecho pequeño, frágil como nosotros, sometido a la muerte mientras lo traicionábamos y escupíamos para derrotar –a través del sufrimiento del mal– la muerte».
Mazzola nunca cede a la abstracción y, por radical que parezca, entiende que el mal de la guerra es el mismo mal que hay en ella cuando se relaciona con sus amigos; el perdón entre ucranianos y rusos es el mismo que requiere su corazón y los nuestros ante las guerras que todos, cotidianamente, desencadenamos. Estas últimas palabras de esperanza en la cruz, en la fe y en el propio Jesucristo para la vida de cada uno entran como espadas afiladas en la sala en la que se celebra ConoCdO. Mazzola ha hablado de una formidable acción social que desarrolla en Ucrania, algo encomiable y heroico –diríamos en palabras de hoy en día– y ante su argumentación y descripción tan intensas, tan honestas y tan humanas concluye señalando a Jesucristo como esperanza ante el mal infinito que tan desgarradoramente nos ha comunicado. Esta mujer, enemiga acérrima de lo abstracto, habla de Dios como fuente de perdón; y nada puede resultar más concreto, razonable y real para una audiencia que ha seguido paso a paso la narración de una experiencia que brilla en su intensidad, dramaticidad, belleza y verdad.
Carmen destaca a lo largo del encuentro que la complejidad y el sufrimiento que los ponentes han contado no interponen un obstáculo a la humanidad que se pregunta, a la inteligencia que camina, a la paciencia y a la espera, una espera que se mueve y nos hace relacionarnos con los demás de un modo más intenso, abriendo así el horizonte de todos ante esta tragedia.