Parque Nacional de las Montañas Rocosas

Norteamérica. «Aquí la juventud vive de verdad»

La masacre de Texas, el aluvión mediático, el sufrimiento de los jóvenes, y ese centenar de universitarios de vacaciones en las laderas de Longs Peak, Colorado. Un profesor describe la «esperanza en este mundo» que ha visto en ellos
Lorenzo Patelli

Soy profesor universitario y he participado en las vacaciones de los universitarios del movimiento de CL de Norteamérica en Estes Park, en el Rocky Mountains National Park, a una hora y media de mi casa. Durante esa semana llegó la noticia de la matanza de Uvalde, en Texas. Enseguida se desató el aluvión mediático. ¿La policía intentó intervenir o actuó tarde? ¿Los republicanos se decidirán a debatir sobre restricciones al uso de las armas? ¿El que disparó era un enfermo mental? Esos días recibí el mensaje de una amiga que es profesora y me contaba que «una niña ha vomitado en mi clase porque otra le ha dado a probar el pasillo un producto elaborado a base de cannabis».

El ruido en mi cabeza se mezclaba con lo que mis ojos estaban viendo esos días con un centenar de jóvenes procedentes de Estados Unidos, Canadá y Puerto Rico, la mayoría entre 18 y 22 años. Tampoco a ellos el mundo les ha ahorrado dolor ni violencia. Cuando hablan de sí mismos o les preguntas qué tal ha ido el curso, te hablan de la soledad que sienten por estar lejos de sus amigos, el cansancio de los últimos años de clases online, el miedo por lo que pasará cuando acaben la carrera, sus incertidumbres económicas, y el agobio por la fuerte presión competitiva, tan característica del contexto americano. Muchos preguntaban qué quiere decir juzgar la vida en el campus, cuando la libertad de expresión allí cada vez está más coartada. Dos de ellos estaban conmovidos hasta las lágrimas porque habían perdido a su padre a causa del Covid. Muchos tienen también problemas psicológicos que, sumados a todo lo anterior, hace muy complicado distinguir entre causas y efectos.

Lo que ven mis ojos es que hay una manera de matar a la juventud que no usa armas pero hace daño y se nota. Pero mis ojos también ven otra cosa: que estos chicos cantan, con alegría, canciones de la tradición del movimiento (Mattone su mattone), o escritas por alguien como ellos (Be still my heart), de cantautores americanos de siempre (Heart of Gold de Neil Young) o contemporáneos (By and By de los Caamp); juegan con un entusiasmo tan contagioso que te arrastra; te siguen en una excursión por la nieve, bajo el sol y en silencio, sin que haya que insistirles demasiado porque responden así a una propuesta que les atrae. Se pasan una tarde hablando de cómo les ha enseñado el estudio a descubrir cosas de la vida, por la mañana rezan los salmos, dos de ellos tocan piezas de Bach, Schubert y Brahms con palabras de don Giussani. Cuando les pides que testimonien la experiencia de sus comunidades, cuentan que su deseo de estar en el CLU nace siempre de la relación con otros, como uno que escribió durante el confinamiento al primer ministro de Quebec pidiendo la reapertura de las iglesias y no solo de los supermercados, porque también lo necesitaba, u otro que afirma que acabar la universidad no significa dejar de verse sino volver a juntarse en la Escuela de comunidad. Se hace literalmente evidente delante de mis ojos, antes que cualquier otro razonamiento, que la esperanza en este mundo es por esta belleza y esta diferencia de humanidad se pueden encontrar. Porque aquí la juventud vive de verdad.

Vuelvo a casa aún con interés por ver cómo se desarrollarán las iniciativas legislativas sobre posesión de armas, pero sobre todo infinitamente agradecido y deseoso de participar en la construcción de este pedazo de vida nueva que es –como hemos leído en la Escuela de comunidad– como la túnica de Jesús para los más pequeños, que siguiéndola uno está con Aquel que ha vencido a la muerte y nos puede salvar de la masacre del yo.