Un video de Enzo Piccinini proyectado en la abadía de Nonantola (foto: Maria Beatrice Cattini)

Enzo Piccinini. «Una humanidad que transparenta la gloria de Cristo»

La homilía de monseñor Filippo Santoro, arzobispo de Taranto, durante la misa de aniversario del dies natalis del cirujano italiano, el pasado 29 de mayo
Filippo Santoro

Excelencia don Erio Castellucci, abad arzobispo de Modena-Nonantola, Fiorisa, queridos amigos, queridos fieles, acojo con gusto esta invitación, especialmente en este XXIII aniversario, que coincide con el día que en que celebramos la Ascensión del Señor al cielo.
Solemnidad de la Ascensión: un momento grande en la liturgia, un momento grande en la vida.
La Ascensión es la fiesta de la Gloria completa de Cristo, de la humanidad de Cristo. “Asciende al cielo”. Que el Señor asciende al cielo significa que su humanidad y la nuestra es glorificada en plenitud. Acontece la plenitud que desea el corazón, se cumple toda la espera del corazón.
Como decía don Giussani, que “asciende al cielo” no significa que suba a las nubes. Que “asciende al cielo” significa que desciende a la profundidad de la tierra, al corazón de la tierra, al corazón de la realidad. En el corazón de cada cosa, en el corazón de cada afecto, en el corazón de cada relación, en el corazón de cada circunstancia está Él. En el corazón de nuestro camino cotidiano. En el corazón de la realidad está la humanidad de Cristo resucitado. Y así, siguiendo a Jesús, nuestra humanidad también participa de su gloria.

También nosotros nos hemos encontrado con la humanidad de Jesús mediante la humanidad de las personas que nos lo han dado a conocer, que nos han permitido encontrarlo. A muchos de nosotros nos ha sucedido conociendo a don Giussani. A muchos de nosotros nos ha sucedido conociendo a Enzo. Una humanidad que transparenta esa gloria, la gloria de Aquel que está sentado a la derecha del Padre, la gloria que nos atrae, la gloria que nos conduce por el camino de la vida. No es que acaben las contradicciones –pensad en la guerra que se libra en Ucrania, en la pandemia, en tanto dolor y sufrimiento–. No es que se acaben las luchas, las contradicciones, las dificultades de la vida. Pero en todo eso, no estamos solos. En todo eso, estamos unidos a Aquel que está a la derecha del Padre, en la gloria que Él nos dona y ha donado a nuestra historia, a nuestra vida, a esta amistad que camina hacia adelante a lo largo del tiempo.

Conocí a Enzo antes de irme a Brasil de misionero. Pasé allí 27 años, por lo que su muerte tuvo lugar mientras yo estaba allí, pero seguí todo su camino. Seguí cómo participaba directamente en la humanidad gloriosa de Cristo, esa humanidad que buscamos, esa humanidad que se ha hecho presente en un rostro, se ha hecho presente en una mirada, se ha hecho presente en una relación. La fiesta grande de la Ascensión indica que todo sucedió en la sencillez de una relación, una relación imborrable en nuestra vida, una relación que nos ha alcanzado y que se ha transformado en un abrazo que ya no nos deja, como el de Enzo.
Esto resplandece en la vida de los santos de manera especial.
Entre otras cosas, en una de mis intervenciones en la presentación de la Escuela de comunidad, recordaba que en el camino hacia la santidad destaca la gran figura de Enzo.
Cuando estaba en Brasil, me acompañó el texto de su último testimonio, que aparece resumido en el libro Todo lo he hecho para ser feliz. Hablaba de su profesión, de la unidad de la fe con su profesión de médico, con su familia, con los problemas del mundo, con los problemas que nos rodean, y decía: «De aquí nacían las preguntas sobre qué es lo que urge por la mañana cuando uno va al trabajo. Surgían preguntas sobre cómo no vivir una experiencia fragmentada entre la casa, los afectos, el trabajo y el descanso. Emergía la pregunta sobre la que Enzo seguía insistiendo, aquella noche [dando una conferencia] y siempre: la unidad de la persona, que pide poner todo el corazón en lo que se hace. Pero no le bastaba. En efecto, la cosa no acababa ahí [había algo más grande]. (…) Se necesita algo más grande para ser libres. La vida no está en nuestras manos, yo no me hago a mí mismo: reconozco que hay algo más grande que yo y empiezo a admitir que puedo no entender, pero que incluso lo que no comprendo tiene un sentido».
Pero ni siquiera así le bastaba porque en la planta estás tú, con el enfermo terminal estás tú, y no basta. No podía resistir. Hasta el más dispuesto o el más “inspirado” podía aguantar un poco, pero luego se derrumbaba. Enzo lo sabía, lo había vivido en su propia piel, lo había entendido y lo repetía por todas partes, también esa noche. «Es la última condición: es necesario no estar solo [y en este tiempo hemos vivido la gran experiencia de no estar solos, acompañados desde el cielo, acompañados aquí en la tierra por una gran historia: la historia de la Iglesia, la historia del movimiento, la historia de nuestra comunión]. Sin una pertenencia o un referente –gracias al cual tu “yo” deja de ser solo un “yo” vagabundo y a la deriva, sino que hunde sus raíces en unos rostros, unas personas y en una historia–, uno no lo consigue. En última instancia, lo que se necesita es no estar solo. Seamos médicos o no, esta es la cuestión más decisiva. Porque de esta manera uno no pierde las ganas de luchar [las ganas de luchar, ¡el testimonio de Enzo es una gran lucha!]. Y con el tiempo, poco a poco, os aseguro que el gusto no se le niega el que se equivoca. En cambio, se le arrebata al que no tiene un sentido de Misterio en su propia vida, es decir, un sentido de algo más grande, que está presente, una compañía, un grupo, una amistad verdadera a la que pertenece».

Esa experiencia es lo que más me llama la atención. Con el tiempo, la riqueza de esa experiencia arraiga más en la vida, como arraigó en la vida de Enzo. Lo que pasó al principio ha crecido con el tiempo. ¡Yo también lo he verificado! Hace unos días celebré mi cincuenta aniversario de sacerdocio –no me he dado ni cuenta, ¡pero llevo cincuenta años de sacerdocio!–. Cuando decimos: «¡Qué bonito el día de la ordenación!», es verdad, pero ahora, cincuenta años después, ¡es aún más bonito! Hay una facilidad, una experiencia del Señor presente que actúa y me lleva donde menos pensaba… como cuando el Gius me dijo: «¿Te gustaría ir a Brasil?». Aquel “te gustaría” me cautivó. ¡Era tan razonable! Con el tiempo volví. El papa Benedicto me dijo: «Llevas mucho tiempo en Brasil, ¡vuelve!». Fue más o menos así. En definitiva, lo que hemos aprendido, lo que Enzo vivía, lo descubro en mí mismo. En Taranto tenemos un grave problema laboral y no he podido quedarme al margen, mirando. El corazón de lo que vivía Enzo es algo que yo también miro, que te lanza con esperanza en busca de la unidad, de un camino común. Me ha pasado lo mismo respondiendo a la invitación del papa Francisco (para ser su Delegado especial para la Asociación laical Memores Domini, ndr). Cuando me lo pidió, primero me habló de muchas cosas que habíamos vivido juntos en la Conferencia Episcopal de Brasil en Aparecida, y luego me dijo: «Gracias por aceptar». ¡Todavía no había dicho que sí! «Gracias por aceptar». ¿Cómo iba a decir otra cosa? ¡Y es una gran experiencia! Luego, la experiencia de recibir a los novicios que hicieron la profesión, entre ellos uno que me recordó a Enzo en aquel momento. Un novicio que era enfermero en una clínica especializada en leucemia infantil y me habló de dos niñas. Una de ellas murió de leucemia, la otra estaba enfadada, y este joven Memor estaba con ella, la acompañaba, no le daba discursos. Pero la veía triste y un día le dijo: «Respecto a Dios, respecto a Jesús, ¿qué sería de tu amiga si no existiera Su presencia? Aunque entiendo que estés enfadada». Se le acercó y añadió: «Deja abierta una pequeña puerta a la relación con Dios. Es la puerta del Paraíso».

Nosotros estamos en el mundo para señalar la puerta del Paraíso: en nuestra familia, en nuestra vocación, en nuestro trabajo. Señalar la puerta del Paraíso: podemos decirlo porque ya ha empezado. Enzo la señalaba porque ya había empezado. Ahora, con el paso del tiempo, su presencia, en este camino que le ha llevado a ser Siervo de Dios, esa puerta del Paraíso nos la indica con más claridad. Siguiendo lo que él seguía, siguiendo la presencia del Señor sentado a la derecha del Padre, esta puerta del cielo se acerca también a nosotros. Alabado sea Jesucristo.