Esther Gutiérrez

La mañana de Esther

Una mujer peruana que lleva veinte años en Italia abre las puertas de su apartamento a una familia ucraniana, en un gesto que involucra a otros en el barrio
Paola Ronconi

Son las seis de la mañana. Esther pone los informativos, como cada día. Mientras se sirve el café se dispone a sentarse, pero se queda inmóvil: tanques, soldados, explosiones. Es 24 de febrero. El mundo entero se despierta con la noticia de la invasión de Ucrania. ¿Pero quién es Esther? «Llegué sola a Italia el 3 de enero de 2003 como inmigrante clandestina. Dejé dos hijos en Perú y traía a la tercera en mi vientre. Aquí me remitieron a Giancarlo Quadri, que era entonces el responsable de inmigración en la diócesis de Milán. Me ayudó presentándome a las hermanas de Nuestra Señora de los Apóstoles». Gracias a ellas, Esther rehace su vida con Antonietta, la pequeña que no tardó en nacer. Encontró trabajo y una casa. El buen corazón de mucha gente –sobre todo de José, un militar jubilado que le dio trabajo– le permitió traer de Perú a sus otros dos hijos. «Siempre he tenido todo lo que necesitaba. La gente me ha abierto sus puertas muchas veces».

Ella ha tratado de corresponder siempre que ha podido, enviando ropa para los niños pobres de su país o dinero a Togo, donde “sus” hermanas tienen una misión. Pero «nunca estaba satisfecha, siempre sentía un vacío que no se llenaba». Un vacío como el cántaro de la canción Al mattino, que escuchó en unas vacaciones en la montaña a las que fue invitada por unos amigos. «Al oírlo me eché a llorar. Esa canción me describía».

Volvemos al 24 de febrero. En pocos días se supo que la población ucraniana estaba huyendo en condiciones desesperadas, llevando encima lo mínimo necesario para afrontar horas y horas de viaje incierto y frío. Esther abrió su armario lleno de mantas y pensó en llevárselas al padre Igor, capellán de los ucranianos católicos de rito bizantino en Milán, para que se las diera a los refugiados que fueran llegando. Llenó el coche de una amiga y las llevó pero… ese vacío seguía allí. A lo largo de su jornada, trabajando como asistenta y cuidadora, no podía dejar de pensar en esa gente.

Los martes, Esther da el relevo a Valentina cuidando a un anciano. Valentina es ucraniana. Cuando llega para sustituirla, la mira. La preocupación y la angustia marcan su rostro. Su hija y sus nietos están allá. Las noticias que llegan son confusas. «No sé qué decirte», le dice Valentina entre lágrimas. Mientras tanto, Esther le quita el trabajo y el detergente de las manos y se pone a limpiar el baño. «Me gustaría traerlos aquí, ¿pero dónde los meto?». Esther levanta la cabeza del lavabo: «En mi casa», aunque su hijo se casaba ese sábado y la casa tiene pocos metros cuadrados.

La familia de Valentina llegó por fin. Sus nietos no eran tan pequeños como pensaba Esther, que se encuentra con tres adolescentes. Al cabo de unas horas, el pequeño apartamento de dos habitaciones se llena de colchones. Ella decide dejar su habitación a los invitados: Natasha y sus hijos, Marina, Budam y Stanislao. Todos cabizbajos. Ningún abrazo ni dulce logra arrancarles una sonrisa.

«La primera semana no fue fácil», cuenta Esther. El idioma era un gran obstáculo. Allí nadie hablaba inglés, se comunicaban con gestos y con el traductor del móvil. «Al final logras entenderte con un poco de esfuerzo. Cuesta, solo hay un baño y había que esperar el turno, pero era bonito sentarse juntos a cenar y poco a poco veías que con el paso de los días empezaban a levantar la mirada y hasta a sonreír. Siempre me he sentido amada por Dios, para mí es un padre con el que puedo hablar, y ha estado conmigo en esta casa todos los días». Esa casa que se ha convertido en un continuo vaivén de gente que trae de todo –ropa, comida– y que hace que Esther se sienta más libre.

Entre las personas que ayudan a Esther destacan Maria y Carlo, una pareja del barrio. Un día se encontraron en misa y Esther les dijo: «¿Habéis conocido a mi familia?», refiriéndose a sus huéspedes ucranianos. Carlo tardó en responder, aquella palabra, “familia”, le sorprendió. Luego le dio las gracias por todo lo que estaba haciendo. «No debes agradecérmelo a mí», respondió ella. «Agradécele al Señor todo lo que nos da». Y añadió: «Hace unas semanas encomendé a mi hijo a Jesús porque se iba a casar. Me preguntaba cómo iba a vivir con un hijo menos en casa y mira, el Señor me ha respondido inmediatamente».

La mujer de Carlo es profesora de ruso, un motivo óptimo para invitar a Esther y a su “familia” a cenar, en el fondo con el deseo de participar de alguna manera de esa acogida. Por fin los ucranianos pudieron expresarse en su lengua. Así se enteraron de que los tres chavales siguen sus clases online todas las mañanas. «Me impresiona», afirma Maria, «que en una situación de guerra haya profesores que no dejen de conectarse con sus alumnos para seguir en contacto con ellos y mantenerlos vivos». A Carlo le conmueve especialmente la gratuidad desproporcionada de esta mujer peruana. «En cada instante, Jesús hace suceder algo que me descoloca y me hace pasar de una solidaridad genérica a poder ayudar concretamente a otro, dejándome además abrazar por Él. Así he podido ver la disponibilidad y alegría de mis cinco hijos. O el dolor de Natasha, la madre, que tímidamente empezó a contar cómo tuvo que preparar las maletas con prisa y con pánico, que nos dijo: “Estos días estoy empezando a aprender qué es lo esencial”. Con ellos, solo puedo pensar que Jesús ha venido a visitarnos».