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El deseo que prevalece

Un mensaje a la comunidad para recoger medicinas desencadena un movimiento de gente desconocida en la puerta de casa y un inesperado viaje a Ucrania
Marco Peronio

Me resulta bastante fácil poner ejemplos de cómo el nihilismo invade culturalmente nuestra época. Y también mi vida. Pero lo que he visto suceder tras el estallido de la guerra ha desviado totalmente mi atención hacia el hecho de que el nihilismo sencillamente no corresponde al alma humana ni a la libertad de la que estamos dotados, «cuya ley será por tanto el amor», como dice don Giussani en Dar la vida por la obra de Otro. Y añade: «La dinámica que expresa este amor no podrá ser otra cosa que amistad».

En Friuli tenemos desde hace años una asociación con la que apoyamos los proyectos de AVSI. Ganamos un concurso para una actividad de cooperación justo en Ucrania, que por desgracia quedó suspendida al empezar el conflicto. Mientras estudiaba la manera de convertir el proyecto me encontré con mi amigo Michele, médico de urgencias, que me enseñó una carta desesperada de una amiga suya que trabaja como médico en Ucrania. En su hospital, en una zona que aún no había sido golpeada por la guerra, no dejaban de llegar heridos y ya no tenía medios. Su carta era un grito de auxilio urgente. Michele me preguntó si podíamos echar una mano y le dije: «Claro, tu amistad con ella nos llama…».

El domingo por la noche escribí un aviso muy sencillo para la comunidad de CL: «Quien quiera y pueda, durante los próximos tres días, a partir de las 17 horas, puede entregar las medicinas indicadas en nuestra casa, luego las enviaremos urgentemente». Ese mensaje cruzó inmediatamente las fronteras de nuestra comunidad, con mucho. La noticia se disparó y me encontré con decenas y decenas de personas en fila en la puerta de mi casa, la mayoría de ellos desconocidos. Vaciamos el garaje para guardar los medicamentos, luego el salón, las escaleras… No había espacio suficiente. El teléfono no dejaba de sonar, y casi todos eran gente que no conocía. Ante mí se desplegaba un deseo inmenso de donar, de estar presentes, el deseo de no caer en la nada.

Entre la gente, se presentó una mujer que una noche se puso a contarme su angustia porque su hija de nueve años, después de ver las noticias, le había preguntado: «Mamá, ¿qué hay que hacer para ser ateo?». ¿Por qué? «Porque veo estas cosas y es evidente que Dios no existe». Después de hablar con ella, al final simplemente le propuse: «Traiga a su hija para que vea esto, porque el mal no es la realidad entera». Y volvió con la niña.



Nosotros vivimos en una calle un poco retirada y no tenemos una casa muy grande, así que se creó un poco de caos, todo lo contrario de la eficiencia y el orden necesarios para garantizar una recogida seria. Pero la gente, después de comprobar que la dirección era correcta y nuestra total “limitación logística” no dejaba de llevar cosas. Una de mis hijas, que está acabando la tesis, trabajaba sin parar; otra, que creía haber dado su disponibilidad para una labor más sencilla, me dijo: «Esto es demasiado grande y demasiado bonito. Voy a llamar a mis amigas para que vengan a ayudar, que hace falta». Y vinieron, testimoniándome que su amistad es algo más grande que lo que yo pensaba.

Cada día que pasaba nos dábamos cuenta de que necesitábamos otra furgoneta y otro conductor. El jueves habíamos reunido 70 quintales de mercancía, sobre todo medicinas y alimentos para niños que llenaban cinco vehículos. Teníamos que salir hacia la frontera pero de los siete conductores –reclutados también por el boca a boca– había cuatro sin pasaporte. La hipótesis inicial, de realizar la entrega en la frontera húngara, se mostró imposible, pues no podían venir desde el hospital a retirar el cargamento. Así que durante el viaje empezamos a pensar cómo entrar en Ucrania, y lo logramos gracias a una red de relaciones y sobre todo a un enfermero ucraniano que trabaja en Italia y conocía una forma de hacer llegar la ayuda. Mediante el consulado ucraniano en Hungría, obtuvimos una especie de salvoconducto.

Cruzar la frontera, con unos controles muy exigentes, no era fácil, pero con ayuda evidente de la Providencia logramos entrar en Ucrania, confiando en que también conseguiríamos salir… Llegamos hasta la ciudad de Uzhgorod a las tres y media de la madrugada para entregarlo todo en la organización donde trabajan nuestros nuevos amigos ucranianos. Nos recibieron de manera inesperada, más aún en su situación: con una cena típica muy cuidada, como se suele hacer cuando se espera a invitados importantes. Por la mañana descargamos todo el material y antes de marcharnos, quisieron hacernos una visita guiada por su ciudad, sobre todo a la catedral, que representa su identidad, a pesar de lo extraño que pudiera parecer ponerse a hacer turismo en un momento como este. Mientras nos explicaban su historia, pude percibir el respiro del cristianismo… Nosotros no somos mensajeros, hay gente que sabe organizar estas cosas mucho mejor que nosotros. Lo que nosotros vivimos haciendo estas cosas es una amistad que es para todos, por eso es una fuente viva de esperanza. Ellos se dieron cuenta y quisieron correspondernos, mostrándonos quiénes son, diciéndonos que no pueden quedar reducidos a su necesidad. Luego nos pidieron que nos lleváramos a tres personas, con la seguridad de quien entrega a sus seres queridos a manos amigas. En el viaje de vuelta también nos acompañó la Providencia, mucho más poderosa que los pasillos humanitarios.

Volviendo a casa, nos dimos cuenta de que había sucedido algo entre nosotros. Por ejemplo, uno de los conductores, que no conocía a nadie y que había sido reclutado sobre la marcha por el párroco, después de expresar varias veces su (comprensible) perplejidad sobre varios detalles, no dejaba de decir «contad conmigo», dispuesto a volver a ir con nosotros, deseoso de que le volviéramos a llamar.
He sido testigo de cómo la libertad humana busca siempre espacio, a veces de manera confusa, pero el corazón se rebela ante la nada que parece prevalecer, para volver a aquello para lo que está hecho. La educación que recibo en el movimiento me permite darme cuenta de estas cosas y desear que crezca esta amistad que trato de describir, tanto las viejas amistades que recuperan su origen como las nuevas, con desconocidos que de pronto dejan de serlo.

No sé cómo continuará esta historia. Muchos han seguido recogiendo material y me llaman para preguntarme cuándo sale el segundo viaje. Una mujer que no conozco ni sé cómo ha conseguido mi número, me pregunta: «Tenemos el almacén lleno, ¿cuándo salís?». Perdone, pero ¿qué almacén? «El del ayuntamiento, lo han dejado disponible para esta recogida». No me atreví a preguntar por el tamaño de dicho almacén. Porque siempre hay algo más grande esperando.