Refugiados ucranianos en la frontera polaca

En la frontera. «Estamos hechos bien»

«¿Te vienes a Polonia mañana?». Así empieza la aventura de Giacomo, estudiante de Ingeniería que unas horas más tarde iba de camino a la frontera a la que llegan los refugiados ucranianos. Diario de un viaje que nace de la «ley de la existencia»
Giacomo Lonardoni

Hace un par de semanas, un amigo me contó que había estado en la frontera ucraniana recogiendo refugiados. Me llamó la atención el hecho de que para él la guerra y sus consecuencias tuvieran unos rostros de los que hablaba con ternura y conmoción. Para mí, después de un primer momento en que la guerra me parecía muy cercana y escandalosa, últimamente volvía a ser el relato matutino con el que desayunaba por las mañanas. Darme cuenta de esto me hirió y me despertó el deseo de poder mirar esta circunstancia como la miraba él. Y me entraron ganas de irme yo también. Unos días más tarde, en la graduación de unos amigos, uno de ellos me presentó a otro que me dijo: «¿Te vienes a Polonia con nosotros mañana?». Sin pensarlo mucho, respondí que sí.

La expedición la organizaba una asociación llamada Refugees Welcome. El programa consistía en repartir en cajas comida, medicinas, ropa y otras cosas útiles, ir a la frontera entre Polonia y Ucrania, cocinar para los que fueran llegando al campo de refugiados y luego llevar a Italia a los que lo necesitaran. Enseguida me di cuenta de que la gente con la que iba era muy diferente a mí. Ellos procedían de un centro social y me impactó por dos motivos. El primero es que habían puesto en pie algo importante, íbamos en diez coches y un autobús, un total de cincuenta personas, sin contar la cantidad de producto que transportábamos. Lo segundo fue ver que su corazón era igual que el mío. Pensaba en las palabras de Giussani en El sentido de la caritativa: «Cuando vemos a otros que están peor que nosotros, nos sentimos empujados a ayudarles con algo nuestro. Esta exigencia es original y natural en el hombre; prueba de ello es que la descubrimos antes de ser conscientes de ella y de considerarla –con razón– como una ley de la existencia».

Preparamos las cajas, las cargamos y después de una noche de viaje, llegamos al campo de refugiados. Primero descargamos lo que llevábamos en los coches y ayudamos a llenar la furgoneta de un ucraniano que salía con destino a Odessa. El campo de refugiados se había instalado en un viejo centro comercial. En el apartamiento estaban los coches de cientos de voluntarios procedentes de todo el mundo y al lado un quiosco donde se preparaba la comida. Obviamente los italianos preparábamos pasta con tomate, mientras que los alemanes de enfrente cocían salchichas. Dentro instalaron catres para los refugiados. De la mañana a la noche, los autobuses descargaban gente que venía de la estación. Los refugiados, al llegar, podían decidir si quedarse en el campo (esperando poder regresar a Ucrania cuanto antes) o partir hacia otros países europeos. Nuestro pabellón, gestionado por Protección Civil, era el más grande, no porque los ucranianos prefirieran mayoritariamente viajar a Italia, sino porque Protección Civil se encarga de todos aquellos que quieren volver a casa, que son la inmensa mayoría. En el campo había mucha miseria, pero también una gran dignidad. Justamente por dignidad, a muchos les costaba dejarse ayudar. Viendo a algunas madres que lloraban, intuí que pensaban en sus maridos e hijos que estarían combatiendo, en sus hogares, y pensaba en lo que dice Giussani en la Escuela de comunidad cuando habla del mal como algo extraño al hombre. Ante su dolor, pensaba qué lejos del hombre real está quien lleva a cabo esta guerra.



Enseguida me impactaron las señales de una humanidad que no cede. Como una niña que se puso a colorear en nuestra pizarra delante de los fogones de la pasta. Por la noche nos poníamos a tocar la guitarra y a cantar, y algunas madres se acercaban y se quedaban con nosotros. De noche se alcanzaban los diez grados bajo cero.
Al día siguiente, nos despertamos con el sonido de una madre fuera del coche que acababa de bajar del autobús y acunaba a su hijo. Pensé: ¿qué belleza nos traerá este día que empieza? Pasamos esa mañana en el campo jugando con los niños y descargando los camiones. Después de comer, fuimos a la estación de tren con un cartel escrito en cirílico que decía: “Cracovia-Viena-Milán”. Se acercaron dos madres con dos y tres hijos respectivamente. Una de ellas hablaba un poco italiano, pero nadie más, tampoco inglés.

Los niños iban bastante tranquilos, aunque a los mayores se les notaba la tristeza en los ojos. Me impresionó el mayor. Con 17 años, se había librado por muy poco de tener que cargar con el fusil. Pensé en mi hermano pequeño. No preguntamos por sus maridos, era evidente que se habían quedado en Ucrania. Afortunadamente, existe el traductor del móvil y así conseguimos comunicarnos un poco. Pusimos la música ucraniana que nos sugerían y llegamos a la frontera con la República Checa. Paramos en un burger pensando en los chavales, pero nos enseñaron sus bocadillos y nos dijeron que comerían en la calle. La temperatura era de seis bajo cero. Nos dimos cuenta de que era un problema económico, así que les dijimos que los íbamos a invitar y finalmente aceptaron con cierta reticencia, pero con gran alegría de sus hijos.

Al reanudar el viaje, nos dimos cuenta de que las madres tenían cierta desconfianza. Mientras los niños dormían, ellas permanecían despiertas. Al amanecer, paramos para desayunar y nos ofrecieron los bocatas que se iban a comer la noche anterior. Luego por fin se durmieron. Igual que yo, después de tantas horas al volante. Una de ellas, como buena madre, me colocó un peluche detrás de la espalda donde apoyó mi cabeza. No me desperté hasta llegar a Crema, donde dejaríamos a la primera familia con la abuela, que se echó a los brazos de sus nietos bañada en lágrimas. Por la noche llegamos al destino de la segunda familia, nos despedimos y la madre me regaló el peluche con el que había dormido.

Al día siguiente nos despertamos con el mensaje de una de las hijas: «Gracias, estáis hechos bien». Esas palabras se me han quedado grabadas. No sé cómo las tradujeron, pero realmente estamos bien hechos. No deja de sorprenderme cómo la educación que recibo me marca profundamente. Iba convencido de ir a llevarles algo, pero vuelvo más consciente de que nuestro corazón es hecho por otro, y está hecho bien.