Luigi Negri con don Giussani en 1963, durante un encuentro de la comisión de cultura en la sede de GS en la Via Statuto de Milán (Foto Archivo Fraternidad de CL)

Negri. «Don Giussani, una personalidad imponente pero humilde»

A pocos días de la muerte de monseñor Luigi Negri, unos fragmentos de su intervención en la presentación de la biografía de don Giussani en Ferrara, el 31 de marzo de 2014
Luigi Negri*

Conocí a monseñor Giussani en el Berchet, donde fue mi profesor de religión durante mis tres años de liceo. Era octubre de 1957 y desde entonces nunca nos perdimos de vista, en el sentido literal de la palabra, porque creo que durante los años que van desde nuestro encuentro hasta su muerte, en 2005, hubo poquísimos momentos en que no nos viéramos, siempre intercambiábamos alguna broma, tomábamos un café o participábamos en reuniones donde se hablaba de la vida o del crecimiento de esa gran compañía que había nacido de su corazón y que, de algún modo, nosotros dilatábamos con nuestro servicio más humilde. Cuando me presentaba en público, decía: «Cuando lo conocí aún llevaba pantalones cortos» (lo que no era del todo cierto porque los llevaba como bombachos, de esos que se cerraban debajo de la rodilla porque, como heredaba la ropa usada de mi hermano –esa era la boutique donde mi madre compraba la ropa–, no podía alargarlos y los arreglaba de una manera extraña que recordaba a los bombachos). En definitiva, lo conocí siendo muy joven.

Lo que me llamó la atención desde sus primeras clases –el verdadero encuentro tuvo lugar en la sede de Gioventù Studentesca, donde me acerqué unos meses después, en primavera– fue su personalidad: se imponía, pero con benevolencia. El mundo está lleno de gente que se impone con violencia, él en cambio sabía imponerse con benevolencia, es decir, dejándote espacio para entrar en ese encuentro, sin empujarte a reafirmarle. Yo venía de una gran tradición cristiana, debido a mi familia y a mi parroquia. Siento una gratitud inmensa hacia mis padres y a mi párroco. Al comenzar el liceo, Cristo empezó a convertirse en un problema, algo nostálgico. Frente a la mentalidad laicista y anticatólica, que en los colegios comenzó su ataque a la tradición cristiana, empecé a tener dificultades, no entré en crisis pero sí tenía ciertas dificultades. Imponiéndose, Giussani nos introducía en el encuentro con Cristo, hablaba de Otro, parecía que casi quería desaparecer para que Otro, el Señor, pudiera tomar forma en nuestra vida a través de su testimonio, hacerse presencia, un encuentro que solicitaba nuestra responsabilidad.

A través de su presencia «pasaba» Otro
Encontrarse con un hombre que no se ponía a sí mismo en primer lugar fue una experiencia rompedora porque, a través de su presencia, de su palabra, de su manera de ser, de su temperamento, de su figura, «pasaba» Otro. Esta es la raíz de la gran virtud que don Giussani nos testimonió, a nosotros y a todos: la humildad. Es un hombre humilde. Humilde quiere decir, como indica la tradición ambrosiana −la palabra humildad se celebra acertadamente en muchas páginas de san Ambrosio−, realista. Realismo, porque Cristo vino para salvarnos y permanece en el mundo mediante la Iglesia, y todo lo que podemos hacer pasa por ahí, cada uno con su historia y su temperamento. Giussani decía: «Mi historia es la historia de muchos que, por amor a los jóvenes, consiguen, por gracia de Dios –en este sentido se puede llamar carisma– comunicarles certezas y un afecto del que de otro modo parecerían incapaces». Y en su última carta a Juan Pablo II escribía: «No pretendí nunca “fundar” nada» (en A. Savorana, Luigi Giussani. Su vida, p. 1182), es decir, nunca quiso construir un proyecto centrado en sí mismo, sino dejar paso a otro, iba siguiendo los momentos, encuentros, palabras y sugerencias que el Espíritu le iba ofreciendo. Obedeció. La humildad es la virtud de la obediencia.

Recuerdo el Domingo de Ramos de 1975. Se nos pidió que fuéramos muchos a Roma, todos los que pudiéramos, porque los que normalmente animaban la misa y la procesión de Ramos del Papa, es decir el asociacionismo católico oficial romano, había presentado cuatrocientas inscripciones. Del movimiento fuimos dieciocho mil y estuvimos animando la misa bajo la lluvia. Pablo VI estaba débil, agarrado al crucifijo, no se sabía si el crucifijo llevaba al Papa o el Papa al crucifijo. Estábamos repartiendo la comunión, yo estaba cerca de don Giussani cuando llegó un funcionario de la Santa Sede y dijo de manera imperiosa: «Don Giussani, el Papa quiere verle». (…) Al verlo, Pablo VI le recordó algo que le había dicho años atrás, cuando aún era arzobispo de Milán: «No comprendo sus ideas ni sus métodos, pero veo los frutos y le digo: siga adelante así» (p. 240). En 1975 dijo algo aún más importante: «Ánimo, este es el camino» (p. 544). Don Giussani ni siquiera imaginaba que el Papa quisiera hablar con él. Por lo demás, todas sus invitaciones, hasta las más importantes, como por ejemplo su visita a Japón para hablar con los bonzos del Monte Koya, y toda la trama de encuentros que le convirtieron en un punto de referencia extraordinario, nacían de él como fruto de una obediencia y no por una voluntad de destacar. Era una humildad lo que le convertía en verdadero intermediario de un acontecimiento más grande que él, en el que quería introducir a aquellos que, entrando con él en esta historia, se hacían amigos suyos.

Esta es la segunda sugerencia que señalo de estos cincuenta años. Fue una amistad extraordinaria, cuyo aspecto más agudo es que me acogía tal como era, sin pretensiones, ideas previas, proyectos ni anhelos. No era un educador ansioso: seguía mi camino, guiaba mi camino. El tiempo que hacía falta es el tiempo que tuve que emplear para entender ciertas cosas. Por ejemplo, la imagen de mi vocación se formuló con cierta lentitud. Era, por tanto, una acogida de mi persona que implicaba un hecho de vida, del que yo también podía ser responsable, con mi pequeñez. (…)

En el librito que escribió durante el Concilio, antes de que saliera la Lumen Gentium, Giussani decía, intentando explicar que el cristianismo no son ideas ni proyectos morales, tal como hace Benedicto XVI en la Deus caritas est: «La unión con Cristo es al mismo tiempo unión con todos aquellos a los que Él se dona». No se trata de una unidad sociológica, sino de una unidad sacramental, porque la Iglesia es la unidad de aquellos que creen en Cristo, lo reconocen presente entre ellos y aceptan convertirse en su pueblo; no es el pueblo quien hace presente a Cristo, es Cristo quien hace nacer al pueblo. Esta realidad nueva está presente en el ambiente porque un hombre nuevo no vive solo, aislado, sino dentro de un contexto. Por eso, si es cristiano, si está comprometido cristianamente, debe verse en el ambiente. Giussani subrayaba también que –pensemos de qué manera esta frase sería interpretada y destruida por cierta contestación eclesial– «la norma suprema del método cristiano es “el nexo con la autoridad, es decir, con el obispo: ‘Unidos al obispo como a Cristo’”» (p. 348), «así como todos los obispos viven la comunión entre ellos “apoyados” sobre la última “roca”, que es el Papa». Una eclesiología límpida la de don Giussani. El cristianismo es un acontecimiento que vive en el mundo como un pueblo, reunido en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, diría el Concilio, que vive por tanto para comunicar. Cuando, muchos años después, Juan Pablo II dijo que la misión es «la realización de la Iglesia», no podéis imaginar lo que significó para don Giussani, y para los sacerdotes que le rodeaban, este reconocimiento teológico porque la misión es el compromiso de comunicar a Cristo al comer y al beber, velar y dormir, vivir y morir, en la política, en la sociedad, en la cultura, en la familia, en la crianza de los hijos y en su educación. Porque si algo escapa del testimonio de Cristo, quiere decir que Él vino en vano, que hay fragmentos de vida que subsistirían incluso sin Cristo; pero si hay fragmentos de vida que se pueden afrontar y vivir de manera digna, desde el punto de vista humano, sin Cristo, entonces Cristo ya no es el Redentor. Se trata de participar de manera responsable, creativa, en un pueblo que vibra por la novedad que ha recibido y por el deseo de comunicárselo a los hombres. (…)

Una corrección continua
Por tanto, en esta participación creativa, yo me siento valorado en mis talentos y corregido en mis límites. La palabra más hermosa que Giussani utilizaba con los jóvenes era «corrección, es decir, regirse juntos», no decir todo lo que va mal. Una autoridad no puede decir a sus alumnos o a aquellos a los que educa que todo va mal, pero tampoco puede decir que todo va bien porque no es verdad. Nunca, en ninguna situación, va todo bien o todo mal. Es necesario que la autoridad valore con prudencia lo que debe valorar y corrija lo que debe corregir. Si no, no es un padre ni una madre, sino un amo. (…)

Don Giussani nos corregía de tal manera que no reducía el riesgo de nuestra vida porque nos enseñó que la educación es un riesgo, y ese riesgo no se puede evitar, el riesgo de que tu hijo se equivoque no se puede evitar. Porque Dios amó más la libertad de Adán que la verdad de la Creación. Por ello, madres, no entréis en crisis si vuestros hijos se equivocan, eso no os juzga. Se trata del ejercicio de la libertad, que puede inclinarse de manera positiva o negativa.

Todavía recuerdo el gran congreso de CL en marzo de 1973 en el Palalido, la formulación de ciertos discursos, el largo aplauso cuando un ponente citó al Partido comunista italiano. No podía pensar que Giussani dejara de notar algunas dificultades de método y de contenido. De hecho, poco después empezó a mencionar ciertas preocupaciones sobre el discurso que se hizo, por ejemplo sobre la preferencia otorgada a un proyecto de renovación universitaria que no partiera del sujeto. El educador no corrige a priori, sino a posteriori, después de haber dejado que se corriera el riesgo. La prudencia educativa lleva a corregir de manera motivada, de tal modo que no se reduzca la capacidad de arriesgar, pues lo más bonito en un hombre es que pueda arriesgar lo que él considera justo con su inteligencia y su corazón.

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Poco antes de que muriera, comprendí que se estaba moviendo algo que luego acabó sucediendo y entonces me dije: «Voy a ver a don Giussani». Estaba realmente mal y le dije: «Me he enterado de que quieren hacerme obispo». Él me miró con esos ojos que te penetraban profundamente y que te acogían, y me dijo: «Di que sí, porque serás el primero en ser obispo habiendo vivido solo el movimiento. En tu currículum no habrá ni una línea de tareas eclesiásticas, tu trabajo, todo lo que ganaste en la universidad, es el movimiento, y si el Papa te nombra obispo quiere decir que la experiencia del movimiento basta para poder guiar la Iglesia. ¿Sabes lo que esto significa para el movimiento?». Le dije: «No sé qué significa para el movimiento, sé lo que significa para mí. Me despido», y nos dimos un abrazo. Fue la última vez que le vi pero, como he dicho muchas veces, es una amistad que continúa porque la comunión de los santos no es algo que se dice para intentar amortiguar el dolor, superar la nostalgia y mucho menos para exorcizar el olvido. La comunión de los santos es una presencia, una compañía que continúa de manera distinta, pero no con menos riqueza ni fruto para mí que los cincuenta años que viví con él.

* en Un'attrattiva che muove. La proposta inesauribile della vita di don Giussani, de Alberto Savorana (BUR Saggi - Milán 2015)