Takashi Paolo Nagai

Nagai. Una explosión de vida

Un encuentro dedicado al médico de Nagasaki y sus últimos textos. Con el arzobispo de la ciudad japonesa, monseñor Takami, el cardenal Scola y Gabriele Di Comite, que ha traducido sus “diarios”
Paola Ronconi

«Lo primero que pienso todas las mañanas, nada más despertar, es que soy feliz. Hoy vuelvo a estar vivo. Hoy vuelvo a tener que trabajar. Aunque solo sea capaz de usar las manos y la cabeza, me encuentro lleno de entusiasmo, como si fuera un colegial preparado por la mañana para salir de excursión».
Estas palabras resonaron la noche del 10 de octubre en la sala del Centro cultural de Milán, leídas por el actor Giorgio Bonino, que fueron de las que más impactaron a los presentes. Son de Takashi Paolo Nagai, médico en Nagasaki, que las escribió en una especie de diario durante el último periodo de su vida, obligado a vivir tumbado boca arriba por una leucemia mieloide crónica, causada por sus investigaciones sobre las posibilidades de la radiología en el ámbito médico. Sobrevivió a la bomba atómica del 9 de agosto de 1945, que acabó con su esposa, Midori, con todo lo que poseía y con cualquier cosa que pudiera definirse como vida alrededor. Palabras de un loco. O de un santo.

Intentemos acercarnos a él en esta sala de Milán, con la ayuda del cardenal Angelo Scola, que participó por videoconferencia, y de Gabriele Di Comité, presidente de la asociación “Amigos de Takashi y Midori Nagai”.
Al empezar el encuentro, un videomensaje grabado nos hizo llegar el saludo del arzobispo de Nagasaki, monseñor Joseph Mitsuaki Takami. Él mismo es descendiente de esos cristianos japoneses que durante tres siglos (hasta 1873) se vieron forzados a profesar su fe a escondidas, sin sacramentos, sin iglesia ni sacerdote. Precisamente en Urakami, barrio de Nagasaki donde también Nagai conoció el cristianismo gracias a la que entonces era su futura esposa, custodiaron durante años su valioso tesoro de la fe, que se mantuvo con vida con la sangre de miles de mártires y cientos de santos y beatos. Una historia, la del cristianismo en Japón, que comenzó en el siglo XVI con Francisco Javier y los misioneros europeos. «Nagai y su esposa Midori son muy importantes para la iglesia de aquí y de todo Japón», explicaba el arzobispo. «Con su fe renació la paz después de la bomba atómica. Antes había una santidad ligada al martirio. Ellos nos demuestran que la fe heroica permite vivir la vida de un modo nuevo, llegando a ser fuente de alegría y de esperanza». En 2019, Gabriele Di Comite y otros que habían quedado impactados por el matrimonio Nagai fueron a llamar a su puerta para conocer mejor aquella historia, pero sobre todo para pedir la apertura de su causa de beatificación. «Por fin alguien lo pide», fue la respuesta del arzobispo.



Di Comite “mostró” cómo quedó Nagasaki tras aquella bomba infernal. Sesenta mil muertos en el acto, media ciudad arrasada por completo. En las semanas siguientes, decenas de miles empezarían a sufrir síntomas de malestar físico provocado por las radiaciones. Era el mes de agosto y la descomposición de los cuerpos sin vida avanzó rápidamente. Un mundo donde la vida era imposible.
En 1948, Nagai (que ya llevaba dos años sin poder mantenerse en pie, cuyos órganos internos llegaron a pesar 20 o 30 veces más de lo normal) decidió vivir en una cabaña de dos metros cuadrados, la medida de dos tatamis, acompañado de una talla de la Virgen en yeso, un crucifijo y unos cuantos libros. Esta construcción se llamó Niokodo, que significa “El lugar del amor a uno mismo”. Todavía hoy puede verse y es meta de peregrinación. Desde allí, una noche de 1950, miraba el cielo para escribir después: «Mientras miraba el cielo infinito, recordé la visión de Urakami que tuve una noche de luna llena, poco más de diez días después de que quedara reducida a nada por el fuego atómico. Ya no se veía nada vivo… mi amada esposa había muerto… todo estaba perdido. Pero mientras pensaba estas cosas y mi mirada se perdía en ese páramo infinito donde ya no había sombras, descubrí con asombro dentro de mí que no sentía pesar ni tristeza por haberlo perdido todo. Lo que perece, perece. Lo que muere, muere. Cuando comprendí que lo que debía buscar era algo que no muera, que debía buscar el Reino de los Cielos y su justicia, una nueva y gran esperanza se asentó en mi corazón. Ahora que han pasado cinco años desde aquella noche, el páramo atómico vuelve a estar habitado y las sombras han vuelto a la tierra. Mi corazón en cambio sigue siendo como aquella noche: “infinito y sin la sombra de una nube”. Qué hermosa era mi sensación de nostalgia aquella noche. Yo quiero que me domine un corazón “infinito y sin la sombra de una nube”. Esto es lo que siente mi alma ahora».
«La bomba hizo estallar aún más la nostalgia de un bien infinito», comenta Di Comite, «y le permitió empezar a trabajar a fondo para comprender qué era aquella nostalgia, para descubrir la semilla que su encuentro con el cristianismo había sembrado en su corazón, “algo que ya no muera nunca”. El punto del renacer es un amor apasionado por la propia humanidad. De ahí nace el amor a los otros», que aun tirado en una cama sabrá derrochar a manos llenas. «Él descubrió aquello que todos necesitan. Su diario es el lugar más maduro de este serio trabajo de descubrimiento de sí mismo y de Cristo».



«Estamos ante una forma absolutamente extraordinaria de humanidad», afirmó el cardenal Scola. «Nagai testimonia hasta dónde puede llegar un hombre cuando toma en serio su mente, su corazón y su acción. Nunca abandona la búsqueda incansable del sentido de vivir. Este es el problema de hoy: el olvido del sentido de vivir. Nagai encontró en Jesús la explosión del sentido de su vida y el camino para poder superar aquella catástrofe».
Hay un dicho en Japón que dice Donde Hiroshima llora, Nagasaki reza. Pero Nagasaki puede hacerlo, frente al destino común de la bomba atómica, por la presencia de un hombre que comprendió que la dimensión de la paz parte del «sacrificio del cambio de nosotros mismos, un verdadero movimiento por la paz», escribe Nagai.

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«Nyokodo, “el lugar del amor a uno mismo”, como capacidad de dar y pedir en cada instante que el amor sea lo primero, vivirlo en cada instante como si fuera lo último que uno hace antes de morir», señaló Scola. Pero nos rebelamos ante la idea del sacrificio. «Nosotros los cristianos de hoy también nos alejamos de esa idea y por eso ya no resultamos creíbles ni testimoniamos a Cristo como la realidad más atractiva de la existencia». Por eso el cardenal cree que «es más útil que nunca mirar al crucificado y su muerte y resurrección como el ejemplo más clamoroso de este amor a uno mismo. Ahí se ve cómo a través de un particular puede pasar la salvación de muchos: a través de uno pasó la salvación de Nagasaki». Para acabar, Scola quiso releer el diario de Nagai: «Imaginad que un día os llegase una invitación que estabais esperando desde hace muchísimo tiempo, de una persona con la que siempre habéis deseado estar para poder hablar largo y tendido. El día que esa invitación llegara, ¿cuán grande sería la alegría? ¡La muerte es esta invitación por parte de Dios! Sé muy bien con cuánta ternura me cuida Dios. Cuando por fin reciba su invitación, la aceptaré muy feliz». «Aquí está», exclamó Scola, «¡alguien que habla así de la muerte es alguien que sabe qué es la vida!».