(Foto: Helena Lopes/Unsplash)

Un incesante deseo de imposible

La jornada de apertura de curso con los bachilleres contada por un bachiller de los inicios. «Miro a los chavales sentados delante de mí. Ahora igual que entonces, en una sala banal, llena de caras e historias casuales, sucede que Alguien está presente»
Alberto Raffaelli

Un centenar de chavales procedentes de varias ciudades de la región del Véneto se reunieron en Padua para la Jornada de apertura de curso de los bachilleres. Después de los saludos y abrazos entre muchos que llevaban más de un año sin verse, poco a poco iban ocupando los asientos de la sala. Se respiraba un aire de vuelta a casa entre amigos que se ven después de una larga y dolorosa aventura que tal vez aún no haya terminado del todo. La pantalla en el salón ya estaba encendida y poco a poco se fueron acallando las voces, dejando espacio a las notas de la Incompleta de Schubert. Yo también me coloco en una silla al fondo de la sala y observo a los chavales sentados delante de mí. El silencio y las notas de Schubert dan paso a la espera. La música se apaga, un profesor pide a los chicos que se levanten para rezar el Ángelus. Comienza el encuentro. En la pantalla aparece el título de la jornada: “Un incesante deseo de imposible”.

Resuenan las palabras de quien guía, invitando a los jóvenes a preguntarse por qué vale la pena estar aquí y pasar juntos esta jornada de sol de octubre, bajo un cielo terso y azul, como rara vez se ve por aquí. Después la sala se llena con las voces e imágenes de varios testimonios, fragmentos de series televisivas, versos de un poeta español. Precioso. Escucho y miro.

Casi de golpe irrumpe en mí un pensamiento y una conmoción inesperada. Vuelvo con la memoria 48 años atrás y me veo siendo un chaval de 14 que entra en la sede destartalada de Gioventù Studentesca de entonces, inconsciente de lo que iba a suceder, y me siento al fondo, como ahora. Recuerdo hasta el color de la silla de plástico y el apuro que sentí al oír las voces en tono recto de los que me rodeaban, algo que a ellos les parecía normal.

Miro a los chavales sentados delante de mí. Ahora igual que entonces, en una sala banal, llena de caras e historias casuales, sucede que Alguien está presente, se acerca y toma vida. No solo un trozo de vida, no solo una cierta pasión, un compromiso religioso, voluntarista o social, perseguido con más o menos obstinación, como les pasa a muchos. No, no es esto, sino el corazón, la vida. Con todo lo que lleva dentro, la mujer, la esposa, los hijos, el trabajo, las batallas, los fracasos, los milagros. Todo. Sin dejarte nunca, como una esperanza que ilumina las jornadas, una luz a veces débil, lejana, otras veces más clara, como en la jornada de hoy. Como uno que te toma de la mano, y comienza una compañía inimaginable. «Bestiales como siempre, egoístas y cegatos como siempre, pero siempre luchando».

Los jóvenes sentados a mi lado no llevan un cuaderno en la mano, ni agendas antiguas como hacíamos antes. Mueven veloces los dedos en la pantalla de su smartphone, así es como toman apuntes. Pero se ve que es lo mismo. El tiempo transcurrido desde mi primer encuentro es como una lente que deja ver el destino y aclara lo que les pasa ahora a estos chicos.

Allí donde yo entré entonces, ese terreno que estos chavales empiezan a pisar, es un lugar donde quien entra encuentra una vida cambiada. Un lugar extraño, como tierra alrededor de la zarza ardiente que nunca termina de arder. Esta es una tierra extraña y dramática por lo que puede suceder. Peligrosa incluso, pero solo por lo que puede no suceder. Este es un lugar sagrado. Hoy lo veo con claridad. Para algunos o para muchos de estos chicos sucede, puede suceder, un encuentro que dará forma al tiempo, al trabajo, a cada cosa que toquen. A la vida entera. Al destino de la vida.

Igual que me pasó a mí en las circunstancias banales de entonces. Así puede suceder igual con estos chicos en esta sala, en esta compañía, un encuentro que cambia la vida. No un trozo de vida. La vida entera.
Vuelve a mi mente la observación de Charles Taylor citada por Julián Carrón en la Jornada de apertura de curso de CL. «Repentinamente, en los años 60, se produjo una rebelión y muchas personas se alejaron». Yo también asistí al impacto de aquella rebelión en mi generación, en aquellos años conocí GS. Yo también, hijo de una familia católica, me pregunto cómo pude escapar al tsunami que sacudió a la mayoría de los hombres y mujeres, jóvenes y ancianos de mi tierra. En mí también resuena la pregunta de Taylor: «¿Cómo he evitado terminar como la mayor parte de los habitantes de Quebec?». De pronto suenan las notas de la Canzone degli occhi e del cuore de Claudio Chieffo.

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La voz de los jóvenes toma fuerza. «Porque por los ojos se comprende cuándo vuelve a comenzar la vida». Dentro de este encuentro la vida vuelve a comenzar.
¡Qué peso confieren los años a estas palabras! También para estos jóvenes, si son fieles, si aman hasta el punto de ser fieles, la vida volverá a comenzar. Cuando parezca que ya no queda esperanza. Volverá a comenzar. Después del dolor, de los fracasos y de todo lo que pueda suceder.
De pronto en la pantalla, el rostro de don Giussani irrumpe con su voz ronca. La sala queda invadida por un nuevo silencio.
«Este es el abismo que la edad ha excavado en mi alma –sin embargo, era algo que se daba en mí desde el liceo, porque estas cosas ya las sentía yo cuando estaba en el liceo–… ¡Esta es la fuerza de la libertad, esta es la fuerza de la creatividad, esta es la fuerza a la hora de amar, es la fuerza de la afectividad! ¿Comprendéis? Esto es lo humano».

Entre los chavales cualquier distracción resulta extraña, fuera de lugar. Solo resuena el eco de esa voz. «Este Misterio vivo que da consistencia a mi yo, se ha convertido en un hombre que decía…». Miro las caras de estos chicos que no conozco pero que siento tan cercanos, tan hermanos.