Cuando la prioridad es salvar la vida

La primera familia afgana que pidió asilo en España fue acogida por la ONG CESAL. Hablamos con la coordinadora de su programa de refugiados, Jessica Martín
Yolanda Menéndez

«Nosotros no somos eso», repiten como una cantinela los 17 afganos acogidos en la casa de refugiados de la ONG CESAL en Madrid. Once de ellos pertenecen a una misma familia, fue la primera familia afgana acogida en España este verano, cuando nuestras vacaciones se veían sacudidas por el dolor, la incertidumbre y también la incredulidad al ser testigos desde nuestras pantallas del retorno al poder del régimen talibán en Afganistán. «Llegaron en uno de los primeros vuelos y fueron los primeros que pidieron ser acogidos en nuestro país», recuerda Jessica Martín, coordinadora del Programa de Refugiados de CESAL. «Casi todos vienen en familias muy extensas, donde conviven hasta tres generaciones, como en este caso: padres, hijos y un nieto. Y los que vienen solos son casi siempre hombres».

Hasta hace unos meses vivían una vida muy normalizada, cada uno con su trabajo, los jóvenes en el colegio o en la universidad, y nunca se habían planteado tener que dejar su país. «Lo suyo no es migración económica, sino que se trataba de salvar la vida, y te lo dicen tal cual». De hecho, Jessica insiste en que en ellos no prevalece el lamento sino el agradecimiento por haber tenido la oportunidad de volver a empezar. «Su llegada aquí la afrontan como una oportunidad porque priorizan lo más importante, que es estar vivos, que sus hijas e hijos puedan estudiar y vivir en una sociedad más libre. Claro que sienten una pérdida, pero no es tan importante como el hecho de poder salvar la vida».

Además, aunque las noticias llegaron a Occidente de un día para otro, el pueblo afgano ya veía venir el ascenso talibán desde que Estados Unidos anunciara su retirada. «Cuando esto salió en los medios había gente que ya había salido hacía más de un mes porque en varios pueblos ya había habido robos, torturas, asesinatos. Te cuentan que huyeron antes de que aquí supiéramos nada de lo que estaba pasando. Desde el anuncio americano empezaron a preparar su huida. Muchos mayores animaron a sus familiares más jóvenes a marcharse. Y sus familias han intentado venir después y en muchos casos no han podido hacerlo».



A su sufrimiento personal se une la desesperación por ver la radicalización de su país y el dolor de que se dé una imagen del pueblo afgano con la que ellos no se reconocen en absoluto. «No añoran tanto las comodidades que han perdido sino la familia que han dejado, saber que su país irá a peor y su gente vivirá peor, con una visión de los afganos que no es real: “nosotros no somos eso, el islam no es esto”. Y la desesperanza de no saber si podrán volver, ni siquiera de visita». Todos han tenido que dejar allí a alguien, pues en la tradición afgana las familias se conciben como unidades mucho más extensas que en Occidente. «Incluso a veces te hablan de hermanos y luego te enteras de que no son hermanos, sino vecinos, pero ellos los llaman hermanos y conviven con ellos como si lo fueran. Por eso viven con mucha incertidumbre y angustia. Nos preguntan si los que se han quedado lograrán salir y nosotros no podemos responderles», continúa Jessica, para quien «en cierto sentido no es diferente a cualquier refugiado de cualquier nacionalidad. El sentimiento es el mismo, ese dolor que tienen que atravesar y que nadie les puede ahorrar. Nosotros los acompañamos y acogemos para que aprendan a vivir con ello, sin tratar de eliminarlo y buscando la manera de vivir aquí».

¿Qué les pueden ofrecer? «De momento han pedido asilo, pero mientras se resuelve su solicitud les ayudamos a aprender el idioma, tener acceso a una atención sanitaria, jurídica, educación. Y según avanzan con el idioma, formación profesional porque la homologación de estudios en España es muy complicada. Tratamos de que conozcan todos los recursos y oportunidades que tienen aquí, movilizarles mucho hacia fuera, a todos los niveles, también de ocio: que salgan, que se muevan, que conozcan Madrid, que usen el transporte público y vivan con nosotros. El itinerario completo dura 18 meses y no necesariamente tienen que pasarlos en la casa de acogida. Nosotros les acompañamos hacia la autonomía».

¿Cómo se puede trabajar con tanto dolor? Jessica no vacila un instante en su respuesta. «Mi trabajo es un privilegio. Tengo la suerte de estar en un lugar donde abrazas el mundo entero, porque vienen de todos los lugares del mundo. También tienes delante todo el mal que existe en el mundo (esclavitud, trata, tortura); cuando piensas que no puede haber nada peor, te lo encuentras. Pero ves desde el mal absoluto hasta el bien absoluto, su capacidad de recuperación, de perdón, su conciencia, que no les permite vivir todo el tiempo enganchados al sufrimiento sino a la esperanza de salir adelante. Este trabajo te pone los pies en el suelo continuamente. No somos salvadores de nadie. Solo podemos acompañarles un trozo del camino que no sabemos cuánto durará, pero en ese camino disfrutas de todo y lo vives todo con ellos».

¿Y los que no tenemos ese privilegio, podemos ser de alguna utilidad? «Lo primero que puede hacer cualquiera es rezar por el otro, por los que llegan en situaciones tan extremas como esta y también por los que estamos con ellos. Pero no creo que ayude más el más dispuesto a dar cosas materiales. Es importante no estar disponibles solo para el primer impacto sino más adelante, que es cuando salen a la luz necesidades reales que en cambio vamos olvidando. Su mayor necesidad es la de formar parte de nuestra vida. Cada uno puede colaborar a ponérselo más fácil allí donde esté, donde viva o trabaje: estar con ellos, disponibles a encontrarse, a relacionarse y hacerse amigos. Necesitan contar con gente que les quiera, no solo que les dé apoyo material sino que estén con ellos. Eso es lo que necesitan: una mínima mirada de afecto. Que tengamos esta tensión por acoger, entender, respetar sus tiempos y estar disponibles».