Giovanni Francesco Romanelli, "San Pedro y San Juan en el sepulcro de Cristo" (detalle), 1640. © Los Angeles County Museum of Art

Cartel de Pascua. La afirmación amorosa de la realidad

El impacto de Simón Pedro y Juan ante el sepulcro vacío. La historia de la imagen que acompaña las palabras de don Giussani para la Pascua de este año
Giuseppe Frangi

«Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; e, inclinándose, vio los lienzos tendidos; pero no entró. Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio los lienzos tendidos». El “otro discípulo” naturalmente es Juan, más joven y atlético. Él mismo, testigo directo, reconstruye al detalle todo lo que sucedió aquel día en el capítulo 20 de su Evangelio. Habían pasado algunas décadas, él también había envejecido, pero la memoria de lo sucedido permanecía intacta, pues lo sucedido se había convertido en “el acontecimiento de su vida, es decir, una historia”. «“Cristo ha resucitado” es la afirmación de que la realidad es positiva; se trata de una afirmación amorosa de la realidad» (don Giussani).



Roma, año 1640. Entre los muchos artistas llamados para trabajar en una ciudad que el papa Urbano VIII, Umberto Barberini, había transformado en una colosal cantera, estaba también Giovanni Francesco Romanelli, originario de Viterbo. Era un artista muy fiable, había asimilado la gramática de aquel barroco que se convirtió en el lenguaje con el que Roma, corazón del catolicismo, mostraba su vocación universal. Era la Roma de Bernini, a la que el propio Urbano VIII hizo sonrojar, obligándole a él, gran y consolidadísimo escultor, a «modificar profunda e irreversiblemente su identidad», como escribe Tomaso Montanari. De hecho, Bernini se reinventó como arquitecto y urbanista, y tomó las riendas para rediseñar la ciudad. El barroco estallaba entonces como un lenguaje público en una Roma que hablaba al mundo

Romanelli, en cambio, estaba en la corte del otro protagonista de la Roma de Urbano VIII, Pietro da Cortona. Trabajó con el maestro en la construcción del tremendo techo del Palacio Barberini, terminado justamente en el año 1639. Pero al Papa no solo le preocupaban las grandes empresas. De hecho, encargó a Romanelli una muy pequeña y con un horizonte totalmente privado: un cuadro de poco más de 38 por 46 centímetros, realizado al óleo sobre una lámina de cobre plateado. El tema del encargo, realmente extraño, estaba tomado del citado párrafo autobiográfico del Evangelio de san Juan: los dos apóstoles que acaban de llegar al sepulcro y Pedro, a quien se le cede el paso, constatando personalmente que el sepulcro está vacío. Se gira entonces a su amigo más joven como preguntándole qué puede haber pasado. Es el momento del impacto, de un terror que se convierte en asombro, un estado de ánimo que el artista de una manera muy sencilla, casi como si estuviera dibujando el storyboard de una película, resume en el gesto de Juan con las manos abiertas y una mirada atónita. Urbano VIII, como atestigua el documento de pago del 20 de octubre de 1641, encargó a Romanelli dos versiones sobre el mismo tema, señal de un afecto personal a ese pasaje del Evangelio de Juan. En la segunda versión (de iguales dimensiones, también en cobre y conservada en el Fitzwilliam Museum de Cambridge), junto a los dos apóstoles, aparece un poco apartado también un ángel.

Hay un último detalle que observar, el paisaje que se divisa a la derecha del cuadro. Es una panorámica de la campiña romana, parece que en dirección a los lagos. Una estructura sencilla para destacar que realmente, como testimonia don Giussani, «Cristo se hace presente, puesto que ha resucitado, en todos los tiempos, a través de toda la historia».