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Navidad, la misericordia del Padre

Una meditación de Luigi Giussani, tomada del libro “De la liturgia vivida. Un testimonio”, publicado por primera vez en 1973
Luigi Giussani

Con la Navidad entra en el mundo una realidad nueva, una presencia nueva. Nuestra certeza se apoya en una realidad objetiva. La presencia del Verbo no es una mera apariencia que nos pueda engañar. El anuncio de esta presencia que hace nueva la vida nos interesa, precisamente en cuanto que tiende a transformarnos por entero también a cada uno de nosotros. La perspectiva de la Encarnación es asimilarnos, unirnos a Su divinidad. El Verbo se hizo carne... para asumirnos en Él.
Este penetrar de lo divino en lo humano, que se mide con lo banal y lo efímero, tiene como dimensión esencial propia incorporarnos a Él, identificarnos con Él, asumirnos dentro de sus medidas.
Después de la Navidad, la nuestra es una presencia nueva.

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Subrayemos ante todo un factor radical en este misterio de la Navidad. Es el factor que da vida a todo y que está en el origen de nuestra entrega cristiana: el Padre. Es la omnipotencia del Padre, su misericordia, lo que engendra la Navidad: Cristo en medio de nosotros es una manifestación de su benevolencia, de su caridad. El Padre es el origen de todo. Por eso, el comienzo de nuestra vida cristiana tiene su autoría original —no existe otra— exclusivamente en la voluntad del Padre.
La religiosidad consiste en esto: hacer «lo que agrada al Padre». En efecto, se puede tener cierta emoción por Jesucristo y no ser religiosos, si falta el sentido del misterio. En cambio, la adoración al Padre es garantía de verdad también en nuestro amor a Cristo, pues es el Misterio que no se puede reducir a sentimentalismo o dialéctica, es el Misterio–Autoridad. Tratemos ahora de ver estas afirmaciones en su aplicación metodológica, de comportamiento. Preguntémonos qué valor y qué significado tiene la frase de Cristo cuando dice: «Yo hago siempre lo que veo hacer a mi Padre» (Jn 8,29) es clave porque nos indica un modo de obrar que tiene como dimensión fundamental la obediencia.
Ahora bien, el carácter de autoridad original, la autoridad que es fuente de todo, se nos manifiesta a través de un acontecimiento. El anuncio, el mensaje, es un acontecimiento. Entonces, si la fuente original se nos manifiesta en el acontecimiento, este adquiere consiguientemente autoridad en nuestra vida.
En la Biblia, el diálogo misionero entre el Padre y el Hijo, del cual nació la redención del mundo, se representa como un diálogo de obediencia: «Aquí estoy, envíame. Tú me has llamado, heme aquí, envíame». El misterio de la Encarnación, el misterio de Navidad es el misterio de la obediencia. Así pues, la muerte y la resurrección de Cristo son obediencia al poder definitivo del Padre. Y este poder definitivo es Jesucristo: Él es el obediente.
«Mi Padre no ha dejado nunca de obrar hasta el presente, y yo también obro» (Jn 5,17).
«En verdad, en verdad os digo: el Hijo no puede hacer nada por su cuenta, sino lo que ve hacer al Padre» (Jn 5,19). «Yo no puedo hacer nada por mi cuenta: juzgo según lo que oigo; y mi juicio es justo, porque no busco mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado» (Jn 5,30).
«He bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado» (Jn 6,38).
«Mi doctrina no es mía, sino del que me ha enviado» (Jn 7,16).
«Yo no vengo por mi cuenta, sino del Padre que me envía» (Jn 7,29). «Yo no hago nada por mi cuenta, sino que hablo como el Padre me ha enseñado» (Jn 8,28).
«Yo hablo de lo que he visto junto a mi Padre» (Jn 8,38).
La obediencia al Padre que da consistencia a este sujeto nuevo en el mundo –que irá predicando, morirá en la cruz, resucitará y creará la Iglesia– es una obediencia al designio del Padre, que solo puede concebirse en términos concretos, históricos, banales, hecho de encuentros, acontecimientos, detalles.
El supremo reclamo del Misterio de la Navidad es la irrupción de la obediencia en el mundo. Con ella la humanidad experimenta la profunda paz que le viene al hallar de nuevo su posición original en el mundo, la de ser criatura. «Haya paz en la tierra para los hombres que esperan Su venida». Solo en la paz se puede construir.
El Señor, que ha venido para reconstruir, para “rehacer” al hombre y al mundo (si uno no nace de nuevo, no puede ver el reino de Dios) viene trayendo, ante todo, la paz.
«Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Señor es contigo». En esto reside la paz: en la certeza del designio bueno que Dios tiene sobre nosotros, en la palabra que nos dio y sigue dándonos, en su plan de salvación que nos implica.
Esta seguridad puesta en el Dios que nos llama, en su plan y en su voluntad, es la fe.
«Mi justo vive de la fe».
La gracia de la Navidad es la gracia de esa paz que es fruto de la fe, de nuestra seguridad puesta en su palabra.
Al final del Adviento –de la espera segura de lo que vendrá– hay otra seguridad: la seguridad de que Dios ya ha venido, de que ya obra en nosotros.
La paz, el percibir que nuestra vida tiene un apoyo seguro, se asienta en la roca, no puede derivar más que de la conciencia del protagonismo generador del Padre.
Cuanto más crecemos en la conciencia de nuestra relación con el Padre, tanto más cobra estabilidad nuestra vida. Análogamente, la verdadera tranquilidad a la hora de obrar reside en la memoria de la gratuidad fascinante, de la belleza incalculable del acontecimiento que nos ha revelado el significado de la realidad (en el sentido fuerte del «Haced esto en “memoria” mía»). Si no nos apoyamos en esta suprema seguridad, estamos abocados a bregar de la noche a la mañana, afanándonos por tranquilizar nuestra conciencia y sentirnos justificados. Hay que mantenerse fieles a ese Hecho, es decir, tomar conciencia de él, pues tomar conciencia de él es tener conciencia de uno mismo.

En su agonía Jesús se llevó consigo a tres de sus discípulos y se apenaba de que no pudieran velar ni una hora con él. Lo mismo pasa con nosotros. Esa paz que nace de la relación con el Padre —el acontecimiento generador del discurso, la Palabra—, la seguridad que viene de apoyarnos en otro que nos precede, se manifiesta en una realidad visible: la comunión con las personas implicadas en el mismo acontecimiento.
El «recuerdo» de Él crea una compañía para toda la vida. Pero una compañía que no es alternativa a nada, porque constituye una dimensión de nuestro propio yo, una fuente de inspiración; y no una compañía fruto de nuestro esfuerzo o de una organización.
Cuanto más ahondamos en el sentido del Padre, más poderosa e inextirpable se hace la comunión con los que Dios pone juntos (Cristo se sacrifica en primer lugar por aquellos que Dios le ha puesto cerca). Comunión que es como la permanencia del acontecimiento, la objetivación de la relación con el significado; una comunión que es el alma de todo lo que hago, el motor de la acción (por tanto no es alternativa a nada).
Este es el núcleo primero de la caridad, del que brota la caridad hacia todo lo demás. Si no estimamos esta caridad originaria y originante, disminuirá también nuestra caridad para con los demás, pues en ese caso será más obtusa (menos consciente de su motivación) o más individualista (en última instancia dependiente de una opción propia).
La paz vive como esperanza. Y el pueblo de Dios, nuestra comunión, es el lugar de esa esperanza.
La paz se asienta solo en una certeza: «la espera de la manifestación gloriosa de nuestro Señor Jesucristo».
La manifestación de Nuestro Señor Jesucristo obedece al designio del Padre; y la ley que indica este seguir el designio del Padre es la ley de la encarnación: una fe dentro del mundo. Para revelarse a nosotros, el Padre nos ha dado a su Hijo dentro de una realidad muy concreta y estructurada: nació en aquella noche, en aquella situación, le conoció aquella gente, le circuncidaron como a los demás judíos y le dieron el nombre que estaba establecido.
Por eso la circunstancia concreta, el aquí y ahora en que vivimos, constituyen la modalidad actual de la encarnación. Una asunción total de la condición humana: «Hecho en todo semejante al hombre».
Los términos de la situación en la que Dios nos pone son tan precisos, la modalidad en la que se encarna la fe es tan concreta, que el clima, las condiciones, las necesidades del mundo y de la sociedad en que estamos, deciden acerca de la forma que tiene que asumir nuestro testimonio, del modo en que nuestra fe se hace presente.
Una fe dentro del mundo. El nuestro es un tiempo en el que el designio de Dios exige este «dentro», hasta tal punto que resulta inevitable. Para ser cristianos necesitamos estar dentro.
Ciertamente, el retirarse del mundo es una vocación excepcional en este momento histórico.
En todo caso, y a pesar de las apariencias, es solo la esperanza, la esperanza que viene de la fe, la que nos permite encarnar el testimonio cristiano.
Nos parece que somos concretos solo por lo que hacemos; y quizá nos entristecemos cuando nos sale mal o cuando los demás no lo hacen como queremos, como si nuestro obrar fuese lo que da consistencia a nuestra fe, lo cual es una tremenda equivocación.
Si no nace de la fe y de la esperanza, nuestro obrar es un refugio, un modo de rehuir la cruz, la ilusión de encontrar apoyo en una forma; es evitar “dar el salto”, es “nadar y guardar la ropa”. Nuestro obrar sigue la ley de la encarnación solo cuando nace de la fe, vive en la esperanza, es caridad. De lo contrario no vale nada y no da paz. La encarnación, en la que se consuma nuestro sacrificio, es caridad, anuncio de una realidad nueva: «Este es el día que hizo el Señor».
Fe, esperanza y caridad son los principios por los cuales se hace experimentable lo sobrenatural que llevamos dentro de modo invisible; los principios de una nueva identificación con Dios, del nacimiento de la criatura nueva, de nuestra unidad misteriosa con Cristo.

La actitud de los pastores nos sugiere nuestra verdadera tarea: «Después de verlo, dieron a conocer todo lo que les habían dicho acerca de aquel Niño» (Lc 2,17).
«Los pastores se volvieron glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían oído y visto, conforme a lo que se les había dicho» (Lc 2,20).
Cristo se nos ha comunicado para la misión, y lo que Él nos ha comunicado nosotros lo manifestamos como los pastores: manifestarle coincide con ese mismo gesto de alabarle y glorificarle.
La alegría de la Navidad nace y se expresa como posesión de algo —el anuncio— que no es nuestro, sino de Otro: una alegría que es puro amor, altruismo puro. Por eso la Navidad es la fiesta del niño en sentido evangélico, es decir, de la sencillez.
En la capacidad de alegrarse por algo distinto de nosotros mismos se cierra el círculo del Dios creador y del Dios redentor, pues esta sencillez no es más que la transparencia de lo que en el fondo somos: espera de Otro. Si no hubiera en nosotros al menos una brizna de esta sencillez, no podríamos acoger a Dios, ni darnos cuenta de que el anuncio es verdadero, de que se corresponde con nosotros y con nuestra espera. La liturgia de la Navidad es la liturgia de la Virgen María. «¡Feliz la que ha creído que se cumpliría lo que el Señor le dijo!» (Lc 1,45). Bienaventurada, pues, solo porque te fiaste del anuncio, y no por otra cosa.
La bienaventuranza, la verdad de la vida cristiana, solo depende de esta pureza para aceptar y vivir el anuncio, pureza que tuvo María, que tuvieron los pastores y los reyes magos.
«Aquel mismo día se levantó María y se fue con prontitud» (Lc 1,39).
«Con prontitud» corresponde a lo que decía san Pablo en el capítulo 9 de la Carta a los Corintios: «Dios ama al que da con alegría».
«...a la región montañosa, a una ciudad de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Y en cuanto oyó Isabel el saludo de María, saltó de gozo el niño en su seno, e Isabel quedó llena del Espíritu Santo; y exclamando con gran voz dijo: “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno; pues ¿cómo se me concede que la madre de mi Señor venga a mí? Porque apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo, saltó de gozo el niño en mi seno. ¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!”» (Lc 1,39-45).
Pensemos en lo que significó ese acontecimiento para María y en cómo vivió la obediencia a ello.
Hay una analogía que tenemos que hacer con nuestra existencia: Dios nos «llama» a través de momentos privilegiados.
Me refiero a un acontecimiento que, entiéndase bien, puede repetirse a diversos niveles en nuestra vida, pero que tiene un comienzo bien preciso y reconocible. En efecto, hay momentos que se manifiestan con una autoridad trascendental, y todos los demás —cada uno con su función insustituible y permanente— son desarrollo y profundización de aquellos.
Hablo de un tipo de acontecimiento que tiene una función eminentemente reveladora y que ilumina todo lo demás; como fue Pentecostés para los apóstoles, que no eliminó los momentos del Calvario o de la Resurrección, pero que los iluminó y los explicó, cargándolos de significado. En él - en este acontecimiento que da «luz»— se revela la autoridad del Padre y la historia de nuestra relación con la Iglesia se carga de significado y, situándose en la raíz de nuestra personalidad, da comienzo en nuestra vida a una nueva palabra, a un nuevo discurso. Así, al igual que la autoridad se revela como «idea-norma», este acontecimiento representa el momento original de nuestra vida cristiana, no desde el punto de vista ontológico (que es el Bautismo), sino desde el punto de vista de su reconocida autoría (es el acontecimiento que nos hace entender también el sentido del Bautismo).

Nuestra función en la historia, la aportación de nuestra persona y de nuestra riqueza específica, la comunión en la que reposa y se alimenta nuestra personalidad, a la que nuestro yo se refiere con la misma integridad con la que se capta a sí mismo, la comunión de la que recibimos la inspiración, se va determinando precisamente a raíz de estos acontecimientos reveladores, que hacen brotar el significado de nuestra existencia cristiana.
Una personalidad concreta y una comunión que no son alternativas a nada, sino que hacen posible, razonable y llena de simpatía nuestra comunión con todo, nuestra dedicación al mundo. Especificidad y comunión que son características constitutivas de nuestro yo, y no factores extrínsecos.
Al igual que nos movemos, obramos y vivimos con nuestro semblante particular, asimismo nos movemos y vivimos con esta inspiración que nos ilumina y esta comunión que nos inspira, nacidas de ese acontecimiento revelador, del anuncio que hemos recibido. Es un tipo de acontecimiento que arroja luz también sobre los hechos más constitutivos de nuestra existencia personal; por eso hacemos siempre lo que «le agrada» a ese Hecho y nos movemos en la onda de su anuncio; nuestra acción comunica, es misionera de ese Anuncio. De lo contrario, ¿qué significado tendría dedicarse a los demás? Sería una serie de reacciones sin significado, una actividad movida, en última instancia, por nuestras reacciones. Por el contrario, el Padre lo hace todo dentro de un plan, haciendo de cada cosa una función para el todo.
Si en un polo –en la dialéctica que representa para nosotros el misterio de la Navidad– está la figura de María, en el otro está la galería de los santos; si el primer término es el anuncio, el otro es el testimonio. Las fiestas de los santos que vienen en la liturgia inmediatamente después de la Navidad expresan precisamente esta idea del testimonio de la venida del Señor al mundo y tienen en la Epifanía su momento inicial: la manifestación del Señor a todo el mundo, porque su venida es para el mundo entero.

Todo el significado de nuestra vida se resume en dar testimonio, en comunicar a todos que Él ha venido. El cristiano, en efecto, no es mejor que los demás; es aquel que ha recibido el encargo de comunicar a los demás el anuncio, la alegría de la Navidad. Por eso, la misión del cristiano, como tal, no es revolucionar las estructuras, sino comunicar el anuncio, anuncio que no podemos comunicar, sin embargo, si no nos hacemos compañeros de los hombres. De aquí el compromiso con todo lo que respecta al hombre —por tanto, también las estructuras—, lo que no es sin embargo más que una consecuencia y un medio, pues el valor para el compromiso le viene al hombre de la trascendencia («Sin mí no podéis hacer nada». «Marta, Marta, tú te inquietas y te afanas por muchas cosas, y sin embargo, solo una es necesaria»). La conciencia de la desproporción que hay entre nuestro obrar y el punto escatológico tiene su origen aquí. Nuestra misión es anunciar: «Mira que el Señor ha ha venido, así que anímate y no temas», es, en definitiva, una pasión por dar testimonio lo que nos debe mover, como a san Pablo, a hacernos todo para todos.
En el período de Navidad el acento de la liturgia está en la Palabra que se nos ha dado, la Palabra que reconstruye el mundo, que edifica.
Sería necesario que nuestra persona deseara a Cristo como el «Todo» de la propia vida y del mundo. La identificación con él es posible en la fe; y la fe es un juicio que reconoce el valor y las implicaciones del Hecho acaecido entre los hombres.