Realidad y libertad: la lección de Péguy

Un fragmento del prólogo de Julián Carrón al libro “El paño de la Verónica”, publicado en Italia. «Un moderno al que la fe ha hecho capaz de usar la razón y la libertad de una forma completamente distinta»
Julián Carrón

Péguy fue un gran genio cristiano, y es impresionante su forma de hablar de Cristo, que constituye para él el acontecimiento de los acontecimientos, ese hecho particular que ha marcado la historia para siempre. Me resultan inolvidables las páginas en las que describe la irrupción de lo eterno en el tiempo: «Y también existían los sufrimientos del tiempo presente bajo los romanos, en esa culminación de la dominación romana. Pero Jesús no se escondió. […] Tenía tres años para trabajar. Trabajó sus tres años. Pero no perdió sus tres años, no los empleó en gemir y en invocar los sufrimientos del tiempo presente. No obstante, había sufrimientos en ese tiempo, en su tiempo. […] Él lo atajó (en seco). ¡De una manera bien simple! Constituyendo el cristianismo. […] No incriminó, no acuso a nadie. Salvó. No incriminó al mundo. Salvó al mundo. Ellos (distintos) vituperan, raciocinan, incriminan. Afrentosos médicos, que echan la culpa al enfermo. Acusan a las arenas del siglo, pero en tiempos de Jesús también había un siglo y las arenas del siglo. Pero en la arena árida, en la arena del siglo, manaba inagotable una fuente, una fuente de gracia».

Qué pertinente es, en esta época nuestra tan llena de resentimiento, esta forma de describir el comienzo del cristianismo. El estar en contra no pertenece a la naturaleza de la fe. El mismo Cristo lo documenta: en lugar de echar la culpa a la maldad de su tiempo –nos recuerda Péguy–, planta en medio del mundo el atractivo de su presencia, que no deja indiferente a nadie. Por eso el cristianismo tiene una concreción inaudita –carne y sangre–. Desde este punto de vista, son espectaculares las palabras que utiliza para describir cómo entró el Misterio en el mundo: «Para que la encarnación fuera plena y entera, para que fuera leal, para que no fuera ni restringida ni fraudulenta, hacía falta que su historia fuera una historia de hombre, sometida al historiador, y que su memoria fuera una memoria de hombre, humanamente, defectuosamente conservada. En una palabra, hacía falta que su memoria fuera encarnada. […] Era necesario que a lo largo del tiempo, para la misma categoría de hombres y ante la misma categoría de hombres, Jesús fuese siempre el mismo hombre, plenamente hombre, exactamente hombre, perseguido, expuesto, más que interrogado, acosado. Este es uno de los aspectos del misterio de la encarnación».

En estas páginas de Péguy podemos identificar dos grandes amores, los mismos que han entusiasmado al hombre de la época moderna: el amor a la razón y el amor a la libertad. En este aspecto, se trata de un hombre verdaderamente moderno, pero un moderno al que la fe ha hecho capaz de usar la razón y la libertad de una forma completamente distinta.
Al contrario del racionalista, que trata siempre de imponer sus esquemas a la realidad y que usa la razón como medida de todas las cosas, Péguy cultivó una «razón abierta» que aprendía constantemente de la realidad. «Un realista nunca hace […] demostraciones; ¿cómo podría hacerlas? Cuando tiene razón, todos saben perfectamente que no es él quien tiene razón, porque es la realidad que hay en él la que tiene razón; seguir la realidad devotamente; no es difícil seguir la realidad». En este sentido, estoy seguro de que Péguy suscribiría las palabras de un gran paisano suyo, Jean Guitton, que escribía: «“Razonable” designa a aquel que somete su propia razón a la experiencia» (Arte nuevo de pensar). ¿Por qué? Porque «la realidad se vuelve evidente en la experiencia» (L. Giussani, In camino. 1992-1998).
Esto significa estar disponibles para aprender constantemente de lo que sucede hasta llegar a cambiar. «El hombre que quiere permanecer fiel a la verdad debe llegar a ser incesantemente infiel a todos los incesantes y sucesivos errores que surgen una y otra vez de forma incansable». En definitiva, debe amar la verdad más que a sí mismo, más que las imágenes que se hace de ella.

En cuanto a la libertad, es insuperable la apología que hace de ella, poniendo en boca de Dios estas palabras: «Por esa libertad, por esa gratuidad lo he sacrificado todo, dice Dios, por esa afición que tengo de ser amado por hombres libres, libremente, gratuitamente, por verdaderos hombres, viriles, adultos, firmes». En este libro hay páginas que hablan de la libertad como elemento fundamental de la experiencia cristiana. Pensemos en cómo debieron de leerlas sus contemporáneos, que tenían una imagen exactamente opuesta de la Iglesia, es decir, como enemiga de la libertad del hombre, porque la libertad es demasiado peligrosa, y por ello debe ser mantenida bajo control a base de obligaciones y prohibiciones morales. Escribe Péguy: «Todo vuestro sistema», dice refiriéndose a la naturaleza del cristianismo, «está fundado, para que haya, y sobre el hecho de que lo haya, un riesgo; y un riesgo total; es necesario que el hombre elija en completa libertad. Es necesario, pues, es necesario que haya, en el fondo, es necesario que, en última instancia, quede un riesgo, que haya un riesgo, que siga habiendo un riesgo, total; [...] para que, porque en definitiva, en toda instancia última, era necesario que el hombre pudiera elegir y pronunciarse libremente; en total, en plena libertad».

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Esto es crucial para Péguy. Dios no se ha impuesto al hombre, sino que se ha propuesto desarmado, de modo que su razón y su libertad se viesen provocadas para responder. Péguy nos recuerda que negar la libertad significa contradecir el método de Dios, al que Cristo mismo se ha sometido. «De hecho, habría sido increíble que esa libertad, que es el centro mismo del hombre, y la más bella creación de Dios en el hombre, y la más irrevocable, y la más necesaria, pues ella sola se articula exactamente sobre la gratuidad de la gracia, le hubiera sido negada a un solo hombre, y que ese hombre fuese Jesús. Mediante un pleno ejercicio de su libertad y de su voluntad, mediante un pleno ejercicio de su libre voluntad él se ha hecho hombre, se ha convertido en un hombre; et homo factus est. […] Todo el desarrollo de su vida y su martirio y su muerte eran libres, conscientes, voluntarios y queridos. Hasta el último momento era libre de no morir por la salvación del mundo». ¿Hay algo más apasionante para un hombre de nuestros días que aceptar el desafío de la libertad que se suscita en el impacto con una libertad semejante?
(publicado en Avvenire el 10 de octubre de 2020)