Palacio Montecitorio en Roma

¿Dónde se juega el futuro de verdad?

Italia vota un referéndum para recortar el número de parlamentarios, pero la partida no se acaba en las urnas. Implica «la responsabilidad y libertad de cada uno». Una contribución del constitucionalista Andrea Simoncini
Andrea Simoncini*

Los días 20 y 21 de septiembre los italianos están convocados a las urnas para votar en el referéndum constitucional para confirmar la llamada ley de recorte de parlamentarios. En la tarjeta electoral se plantea la siguiente pregunta: «¿Aprueba el texto de la ley constitucional relativa a las “Modificación de los artículos 56, 57 y 59 de la Constitución en materia de reducción del número de parlamentarios”, aprobado por el Parlamento y publicado en el Boletín Oficial de la República italiana n. 240 del 12 de octubre de 2019?».

Comencemos con algunos datos informativos, dada la confusión reinante. Con este referéndum, el pueblo italiano debe decir si confirma sí o no la revisión de la Constitución. A diferencia de un referéndum para derogar una ley, para validar esta votación no está prevista una cuota mínima de participación. El resultado será válido independientemente del número de electores. Por tanto, mientras que en un referéndum derogatorio el que se abstiene vota sustancialmente no, en este caso el que no acude a las urnas vota esencialmente sí a la reforma.

En términos absolutos, Italia es actualmente el país europeo con el mayor número de parlamentarios elegidos directamente por el pueblo (945), seguida de Alemania (709), Reino Unido (650), Francia (577), Polonia (560) y España (558). Si el referéndum confirmase la “reforma”, el Parlamento italiana descendería a 600 miembros elegidos por el pueblo (concretamente, 400 diputados y 200 senadores), trasladando la relación parlamentarios-ciudadanos a casi uno por cada cien mil.

(Morning Brew/Unsplash)

Pero aquí hay que precisar que este dato en sí no tiene en cuenta la distinción entre diputados y senadores existente en Italia, donde rige el llamado sistema bicameral perfecto. Por tanto, para una comprensión real hay que distinguir los datos numéricos repartidos entre ambas cámaras y razonar en consecuencia. Si nos fijamos en el congreso de los diputados, con la victoria del sí la relación diputados/habitantes de uno por cada 96.000, que ya sitúa a Italia entre los países con menor representación en proporción poblacional, pasaría a uno por cada 151.000, convirtiéndose de hecho en el país con el número más bajo de representantes de la Unión Europea. Respecto al senado, se pasaría a un senador por cada 300.000.

En la idea inicial de los promotores, el principal argumento a favor del referéndum era esencialmente el de “castigar” a la casta política reduciendo el gasto parlamentario, pero enseguida se ha señalado que el ahorro en el coste del sueldo de los parlamentarios supondría en realidad el 0,0007% de la deuda pública italiana. Sucesivamente, casi todos los partidos se han puesto de acuerdo, a pesar de sus diversas posturas, en parte porque la votación de esta reforma se pone como condición para constituir el Gobierno actual. En este punto, los partidos que se han sumado han añadido nuevos motivos: unos, la mayor eficiencia del Parlamento; otros, la mayor autoridad y prestigio de los parlamentarios; otros proponen por último la idea de que esta reforma supondría un “estímulo” para otras reformas que la situación actual no permite de hecho.

Pero aunque el escenario político se muestra sustancialmente unánime al apoyar el referéndum, los profesores de Derecho y diversos intelectuales y periodistas de prestigio están profundamente divididos. Estos días se han publicado muchas contribuciones interesantes, unas a favor del sí y otras del no. Lo que tienen en común estas contribuciones es su valoración del hecho de que el recorte de parlamentarios supone una intervención parcial y no autosuficiente para reformar el sistema parlamentario. Esta reforma afecta exclusivamente a un aspecto “cuantitativo”: la ley sometida a trámite referendario interviene con un recorte lineal sin distinguir las funciones de ambas cámaras y sobre todo sin cambiar el método de trabajo.

Lo que anima a todos los partidos a votar sí es también el hecho de que la clase política es cada vez más sensible a las redes sociales, más aún que a los electores. Y basta con echar un vistazo para ver que, en toda la historia de la República, nunca ha habido una desconfianza y decepción tan grande hacia la clase política.

La valoración media de los parlamentarios es bajísima, buscando refugio en la antipolítica o en una identificación casi ciega con nuevos líderes máximos que usan las mismas redes sociales para comunicarse, y así se cierra el círculo.

También hay que admitir, por un lado, que si esta opinión está tan extendida, alguna razón deben haber dado los partidos y los candidatos elegidos, y al mismo tiempo, por otro lado, que la necesidad de una clase política a la altura de los desafíos no podrá encontrar una respuesta adecuada en un simple recorte del número de parlamentarios. El problema de la calidad de la clase política reside obviamente en los procesos de reclutamiento, en el sistema electoral y en los mecanismos de selección interna de los partidos.

A todo esto hay que unir el tema de una nueva ley electoral que será igualmente necesaria después del referéndum. En la Comisión de asuntos constitucionales del Parlamento, donde se debatía últimamente, la “unanimidad” de los partidos puso en evidencia su carácter provisional: el borrador de la ley electoral solo la votó en el Gobierno el PD y 5 Estrellas, Italia Viva no participó en la votación, LEU se abstuvo y toda la oposición de centro derecha abandonó la sesión.

En definitiva, el voto por referéndum replantea a todos y cada uno cuestiones y responsabilidades que son propias de la vida de una democracia. ¿Qué condiciones favorecen un desarrollo real?

Bien entendido, no solo podremos esperar una mejora de la situación por la implantación de nuevos mecanismos institucionales. El cambio pasa por las personas. Necesitamos más que nunca políticos capaces de dialogar, compartir, abrirse a la sociedad y a la realidad del pueblo, que sepan superar el clima de “confrontación” y el “prejuicio” hacia cualquier iniciativa de los demás.

Para que esto no acabe en un mero deseo idealista, hacen falta lugares concretos, socialmente reseñables, donde esta cultura política pueda crecer y ser educada.

Por tanto, hay que ir a votar ¬-sí o no- sabiendo que ese voto no cambiará la vida política si no estamos dispuestos a poner en juego nuestra libertad y responsabilidad; partiendo desde abajo, aprovechando las ocasiones que cada uno tiene para implicarse, desde su propio bloque de vecinos a entidades locales, en el trabajo o en el colegio de los niños, llegando así hasta el compromiso político. Ahí es donde se juega la partida del futuro de la democracia. No en Facebook o Twitter, ni siquiera en las salas -más o menos llenas- de las instituciones, sino en la sociedad real.

*profesor de Derecho Constitucional en la Universidad de Florencia