Giorgio Vittadini

La reanudación de lo humano

La tentación de agarrarse al “deber ser”. La decisión de estar en el presente, la oración en el trabajo… Porque la vida «me pide estar». Y da un valor nuevo a la construcción desde abajo, incluso cuando crees que ya sabes de qué se trata
Giorgio Vittadini

Estos días en casa durante la pandemia están siendo realmente impactantes. He dejado de intentar acallar mi ansiedad, mi dolor y preocupación agarrándome a cualquier “deber ser”, incluido el “deber” de mirar con positividad, de aprovechar la oportunidad para cambiar, aprender, mejorar. Incluso el “deber” de buscar al Señor. Me siento hijo de Luigi Giussani y me parece que no puede ser cristiano algo que no sea ante todo humano. De modo que sí, me abruma tanto sufrimiento, tanto miedo y tanta incertidumbre incontenible que respiro día tras día. Sobre todo, he decidido vivir sencillamente tratando de mantener mis pies pegados a este presente. Aunque todos los días caigo en el “modo celda”, de prisión más que de clausura.

Hubo un momento en que me entró la duda de si me habría vuelto ateo, porque llegó un punto en que la oración que encontraba en el breviario o en misa se me empezaba a quedar estrecha. Un día, después de la enésima hora grabando clases para mis alumnos (cosa nada banal después de cuarenta años de carrera universitaria, porque me toca hacerlo delante de un video y cada vez que me equivoco tengo que volver a empezar), me di cuenta de que mi oración coincidía exactamente con mi acción, con realizar el trabajo que tenía que hacer. ¿Cómo llegué a entenderlo? Porque sentía dentro un deseo nuevo: un plus, ser hasta el fondo la persona que Dios me ha llamado a ser. El canal de comunicación con el Señor se hizo entonces ardiente.

En ese momento decidí estar ante todo pegado al presente: no dejar las tareas que se me piden y buscar una conciencia distinta, más profunda. Además de grabar las clases, responder las preguntas de mis alumnos en el foro, dialogar con ellos cara a cara por Webex, seguir adelante con los proyectos culturales en los que estoy implicado, todo eso forma parte de la vocación a la que fui llamado hace cuarenta años. No existe una parte religiosa de la vida y otra parte “civil”. La vida es una unidad completa que me pide estar.

Me llama la atención el reclamo continuo al silencio como instrumento para mirar al Misterio y a uno mismo. Conozco mucha gente para la que este es un vehículo efectivamente útil. Pero yo estoy hecho de otra manera. El Misterio me sale al encuentro mediante el devenir vital y contradictorio de la realidad, mientras que el silencio solo es el espacio, el instante en que salvo las distancias para poder mirarlo todo, como un poco más hombre, un poco más en compañía de Dios, como diría el Papa, enfermo como yo, pero él enfermo de misericordia.



Estos días me doy cuenta de que para mí el silencio es la escucha de lo que sucede: personas, tareas que hacer, problemas que resolver. He sentido el reclamo de algunos para que estos días no fueran “bulímicos”, repletos de cosas que hacer, relaciones que mantener obsesivamente mediante viodeollamadas desde todas partes. Mi vida está llenísima, porque la lleno yo, pero no me importa dejar que sea distinta porque así estoy yo, solo me interesa poder darme cuenta de que está, y está ahí para mí. Esto, esto es lo que –creo– puede cambiarme. Es difícil aceptar cambiar y de hecho alterno la tentación de seguir de manera gregaria el pensamiento de los demás y la de pensar que es algo que ya sé. Nada me libra de la necesidad de encontrar mi camino, mis palabras, mi experiencia, mis preferencias, tanto en relación con la historia a la que pertenezco como con la historia del mundo.

La otra experiencia fundamental que estoy viviendo estos días se refiere a la amistad. He comprobado que la lejanía apaga los pequeños fuegos y hace estallar los grandes (y la tecnología está siendo un cómplice óptimo en esta comprobación). En este sentido, me llama mucho la atención la disponibilidad para dar la vida, el tiempo y el dinero a los que lo necesitan, en tantos ámbitos, la escuela, el hospital, el trabajo. ¿Qué compañía puedo vivir con estas personas? Me siento su amigo. Me muero de ganas de poder estar allí echando una mano, ayudando a los que sufren, apoyando a los que luchan y afrontan como pueden esta tragedia. Sí, tragedia. Me niego a edulcorarlo. Para muchos, muchísimos, lo que estamos atravesando es una tragedia sanitaria que corre un riesgo muy serio de convertirse en tragedia económica.

Por eso, creo que nunca he entendido mejor el valor de algo que tengo entre manos desde hace muchos años: la cultura subsidiaria. Ante el empeño en la contraposición, que tantas veces parece adolescente, me gustaría que se impusiera ante todo el empeño en conocer, entender, profundizar en lo que está sucediendo, a nivel humano, sanitario, económico, social.

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El compromiso de las obras en las que me implico, sobre todo la Fundación para la Subsidiaridad pero también el Meeting de Rímini y otras iniciativas originadas en diversas realidades culturales, se ha convertido para mí, de manera aún más evidente, en la ocasión de aprender a no dejar decaer el deseo de construir e imaginar cómo “desde abajo”, de manera subsidiaria, se puede colaborar en la construcción de un nuevo bien común, volviendo a poblar lugares donde poder aprender continuamente los unos de los otros. Lo que espero es la reanudación de una experiencia verdaderamente humana, como la de los que construyeron los fundamentos de la Italia republicana, descubriendo el significado existencial y personal del otro como un recurso, aunque sea distinto. La construcción del bien común, en una democracia participativa y parlamentaria, no es un incentivo moral sino lo más verdadero que nos están mostrando estos días tan complicados. Y también serán decisivos para encontrar las mejores soluciones operativas posibles.