Luciano Violante

Portofranco. Violante y la humanidad “del otro”

Un encuentro. Más aún, una amistad. Es la imagen de lo sucedido en el centro de ayuda al estudio en Milán: un diálogo entre los jóvenes protagonistas de la exposición sobre inmigrantes y el expresidente de la Cámara italiana
Maurizio Vitali

La primera reacción es de estupor. Estupor por la sed de conocimiento que anima a este grupito multiétnico de chavales nacidos más o menos a caballo entre el segundo y tercer milenio. Este grupito, que se dio cita para compartir media tarde de seminario con el ex magistrado, profesor y político Luciano Violante, está formado por los protagonistas de la exposición-encuentro sobre las Nuevas Generaciones, los hijos de inmigrantes nacidos en Italia, presentada en el Meeting por la amistad entre los pueblos, que ha girado por gran parte de Italia. En esta ocasión se sumaron otros chicos que acuden a estudiar a Portofranco, en Milán. Su interés por aprender no solo nace de un insólito impulso de curiosidad, sino del deseo de profundizar en la experiencia humana y cultural, centrada en temas como la identidad, el diálogo y el encuentro, que para ellos empezó con la exposición o con Portofranco, y que ahora ofrecer a la sociedad entera por su utilidad.

Los chavales, junto a sus amigos mayores, Giorgio Paolucci, periodista, y Gianni Mereghetti, profesor, volcaron sus interrogantes en una serie de preguntas: «¿encontrarse con el otro en su totalidad es una opción o una necesidad?»; «en política siempre se apuesta por el enfrentamiento y nunca por la solución acordada de los problemas; diálogo y mediación parecen hoy sinónimos de inutilidad, ¿cómo salir de ahí?»; «muchas personas, extranjeros incluidos, se han adaptado al esquema que nos lleva a enfrentarnos unos contra otros, ¿es posible no alinearse y trabajar de manera significativa y útil?».

Con Giorgio Paolucci durante el encuentro en Portofranco

La segunda reacción también es de estupor. Esta vez por la cordialísima disponibilidad de un personaje tan importante como el presidente Luciano Violante, dedicando tiempo y esfuerzo, y viajando en tren, para estar con un grupito de chavales, solo porque hace un par de años tuvo la ocasión de conocerlos y ahora han vuelto a pedirle que se vieran. Violante ha tenido una vida muy importante y tiene mucho que enseñar. Nació hace 79 años en un campo de concentración en Etiopía; su padre era un periodista comunista y los Violante fueron enviados al exilio por Mussolini, luego llegaron los ingleses y les mandaron al campo de concentración porque eran ciudadanos de la enemiga Italia. Lucianino nació y se crio allí sus primeros dos años, de 1941 a 1943. En su vida adulta fue profesor universitario de Derecho, parlamentario del PCI en 1979 y después del PD, y presidente de la Cámara, entre otras cosas. Este hombre, un poco constipado y con la voz tomada, llegó a Milán después de prepararse las preguntas que le habían mandado estos jóvenes, y desde luego no fue allí para improvisar una lección magistral. También llevó diapositivas para proyectar. Se había tomado muy en serio, y con mucha humildad, aquella cita. Es decir, a las personas que le habían convocado.
Y aquí, después de la palabra estupor, asoma otra, que intenta describir la naturaleza del vínculo: amistad.

Las diapositivas sirvieron para mostrar tres cuadros de grandes pintores, dos de Peter Bruegel el Viejo y uno de Francis Bacon. Del flamenco del XVI, Violante propuso El camino al Calvario y La caída de Ícaro. Resulta difícil localizar el Calvario en el amasijo de cosas y hombres que pueblan la enorme tela, ocupándose cada uno de lo suyo. Lo mismo pasa con el Ícaro, como un ala desplumada que habría que buscar con linternas en el mar al que se ha precipitado y donde se hunde. Nadie se da cuenta. Ante acontecimientos extraordinarios, los hombres de Flandes están pendientes de otra cosa, principalmente de ganar dinero. La indiferencia, rasgo característico de la vida social de hoy.

El otro rasgo lo sugiere el artista irlandés del siglo XX y se titula Estudio para un retrato. Se trata de un cuerpo sin ninguna otra presencia, sin nexos, desnudo dentro de una gran caja, un poco retorcido y replegado sobre sí mismo. Soledad. Son dos dimensiones –soledad e indiferencia– que obligan a incluir en el orden del día la “cuestión humana”, en esta transición de la sociedad analógica (ayer) a la digital (hoy).

Los cuadernos de los chavales se van llenando poco apoco de apuntes de la “lección”. Echo una ojeada y veo anotado que «la red no es un puro instrumento: cambia las relaciones sociales»; «el mundo analógico implica personalidad, representación, responsabilidad; la sociedad digital es horizontal», «da idea de la igualdad (uno vale uno)», «vende información como si fuera conocimiento», «lo digital crea comunidades, pero no es una comunidad humana, faltan las miradas, los cuerpos», «lo digital exalta al individuo, titular de derechos; pero de la comunidad es de donde nacen los deberes; comunidad indica también etimológicamente compromiso con el otro», «el lenguaje digital no es dialógico sino opositor», «sustituye la representación por la semejanza» (el líder, el ministro, no se propone como alguien que tenga un papel y posición distinto del tuyo y que te representa, sino como alguien igual que tú). ¿Sociedad sin intermediarios? ¿Es verdad que con la red se abolen totalmente las realidades que median entre individuo y sociedad? «No, hay nuevos mediadores, privados y muy poderosos», «que lo saben todo de nosotros, mucho más que nosotros mismos»; «el nuevo poder es el de los datos, y nosotros los hombres somos la mercancía»; «un estado digital podría basarse por tanto en mecanismos de vigilancia». Estamos más allá de Orwell (1984) y Benson (El amo del mundo). «El máximo de transparencia para el ciudadano y el máximo de opacidad para el poder».

La segunda parte, más dialogada, empieza con el “¿qué hacer?”. La sugerencia (¡otra vez!) es no caer en la trampa de la contraposición excluyente. ¿Cómo? «Manteniendo relaciones físicas, reales», «no cansarse de la confrontación humana»; «salvaguardar el valor del tiempo» (el tiempo de conexión es tiempo de trabajo inconsciente y gratuito puesto a disposición de los amos de la red y de los datos; guardar un tiempo de no-trabajo, un tiempo para cuidar de uno mismo), «escuchar al que piensa distinto», «no ceder a la tendencia de ir siempre a la contra».

¿Pero qué hago –preguntan al maestro Violante– si el otro viene contra mí o me agrede? «Nadie ha dicho que el adversario siempre se equivoque del todo. Es posible reconocer y valorar sus razones, y eso desmonta el conflicto. Debemos aprender a hablar con quien no piensa como nosotros. Más radicalmente, debemos recordar que encontrarse con el otro es necesario porque existe, está ahí, forma parte de mi historia, y debemos intentar encontrarnos con el deseo de construir».

Otra pregunta: «pero muchas veces el miedo nos vuelve agresivos». «No condeno el miedo, puedo comprenderlo. El problema son los que utilizan ese miedo y lo reavivan para sus fines», «desmontamos los conflictos valorando lo positivo que el otro afirma», «vivimos dentro de una comunidad humana, aislados nos convertimos en mercancía».
Llega entonces una tercera gran palabra: lo humano, lo humano que hay y debo amar, custodiar y anteponer a cualquier otro movimiento. Lo humano real, concreto, presente, corpóreo, con una mirada que se cruza con la mía.

También hay una fatiga y un trabajo. Y aquí Violante –inesperadamente, al menos para el que firma– ve la raíz principal en la creación. Dios, de la nada, de la oscuridad, crea lo que existe; y al hombre, sin programarlo previamente. De otro modo no habría partida ni historia. En cambio, el hombre tiene una historia y un sentido. «Concordar con Dios es combatir el mal, afirmar el bien, la positividad». Llegan las citas finales. Terencio, autor latino de comedias: «Nada de lo humano me es ajeno». Borsellino, magistrado asesinado por la Cosa Nostra: «Hace falta derrotar a la mafia que hay en nosotros».

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Acaba el encuentro. Saludos afectuosos y una salida rápida –el tren no espera– que tiene toda la pinta de que pronto volverán a verse. La percepción concreta y cierta de haber sido testigo y espectador del hecho de que el encuentro con Cristo es de tal naturaleza que «todos los aspectos particulares de la historia que vivimos forman parte de él… metidos como por un torbellino dentro de ese encuentro…» (cfr. L. Giussani, S. Alberto, J. Prades, Crear huellas en la historia del mundo, Encuentro, pag. 41).