Julián Carrón en Bergamo (Foto: Maria Premarini)

Carrón en Bergamo. Para no perder la vida viviendo

El presidente de la Fraternidad abre el segundo ciclo dedicado a El sentido religioso, organizado por la asociación BergamoIncontra. Su intervención se centró en las “preguntas últimas” y la confusión que predomina en la sociedad actual
Carlo Dignola

Ha dado comienzo en Bergamo el segundo curso dedicado a El sentido religioso de Luigi Giussani. En abril intervendrán Carmine Di Martino, profesor de Filosofía teórica en la Universidad Statale de Milán; el vicepresidente de la Fraternidad de CL, Davide Prosperi, y Javier Prades, rector de la Universidad San Dámaso de Madrid.
Presentado por Michela Milesi, presidenta de la asociación BergamoIncontra, que organiza el curso, el pasado miércoles lo inauguró Julián Carrón en el auditorio “Lucio Parenzan” del hospital Papa Juan XXIII, abordando la pregunta de T.S.Eliot en torno a la que gira todo el ciclo de encuentros, «¿Dónde está la vida que hemos perdido viviendo?». Es la pregunta que retomó Davide Settoni, vicepresidente de BergamoIncontra, planteando la cuestión en la que realmente corremos el riesgo de perder la apuesta: «¿La confusión en la que vivimos inmersos tiene que ver con la negación de las preguntas constitutivas del hombre?».

Carrón abordó seriamente la cuestión, ni siquiera alguien que lleva años en el movimiento debería considerarlo como mera retórica. «El riesgo de perder la vida viviendo existe». Pero también, añadió inmediatamente, «se puede vivir la experiencia contraria: la de ganar la vida viviendo». Si la sorda y progresiva derrota de la que habla el poeta americano galardonado con el Premio Nobel fuera «el destino inevitable del vivir», realmente «sería para llorar».
El riesgo al que nos enfrentamos, según Carrón, no es tanto el hecho de «ver cómo se derrumban ciertos valores» a nuestro alrededor, como se suele pensar. Porque si los valores humanos pierden terreno, eso se debe a que «ya ha sucedido algo más grave» antes, aunque no nos hayamos dado cuenta. Lo explicó citando una famosa metáfora de don Giussani, que evocaba una energía negativa capaz de invadir silenciosamente el cuerpo humano, aun sin alteraciones externas evidentes. «Él lo llamaba “efecto Chernóbil”. Aparentemente todo sigue igual que antes, pero dentro de nosotros la humanidad decae».



El mayor obstáculo, según el presidente de la Fraternidad de CL, no son nuestras caídas («¡qué sorpresa que la debilidad sea débil!»), sino un generalizado «descuido del yo». «Ya no tenemos un interés real por nosotros mismos. Nada nos “atrae” lo suficiente, y por tanto prevalece la Nada. Así es como la vida se pierde viviendo». Es la fotografía del nihilismo, no solo ese que, desde Nietzsche hasta Houellebecq, ya se ha extendido culturalmente, sino aquel que cada mañana da un paso más en el fondo de nuestra autoconciencia. «El punto de partida de un camino humano es el interés por la propia persona. Parecería obvio, pero no lo es». Normalmente, prevalecen en nosotros muchas otras preocupaciones, o incluso otros muchos atractivos sobre la premura «de mi yo, entendida como capacidad de verdadero amor a uno mismo. Detrás de la cada vez más frágil máscara de la palabra “yo”, hoy se esconde en realidad una gran confusión». Que no nace de la complejidad de los factores en juego, sino de la falta de un apego apasionado a la propia existencia. «Uno que tiene algo que le atrae de verdad, sabe exactamente qué es. Es todo menos confuso».

A la mitad de su discurso en Bergamo llega el paso decisivo, como indicaba don Giussani: no basta con probar las cosas de la vida para hacer experiencia, hay que examinarlas. «Si no juzgamos, no queda nada. Para crecer en la inteligencia de la realidad, hace falta que uno la compare consigo mismo. Si hay algo que no haces tuyo, no te quedará nada». Con los años, las experiencias se acumulan, pero la vida –de ahí la frase de Eliot–, día tras día, se va alejando de nosotros, el fuego se va apagando. Todo se aplana ante nuestros ojos.



No es solo una cuestión psicológica, interior, sino que implica consecuencias sociales evidentes, empezando por «la soledad». Es la dificultad actual para «comunicar»: si no he vivido en mis carnes una cierta experiencia vital, si no la he hecho mía, «ni siquiera puedo entender lo que dice otro» sobre ella. No basta la solidaridad, no bastan los sentimientos positivos y comunitarios que contraponer a un egoísmo cada vez más extendido. «Para sentirse comprendido no basta con la buena voluntad del otro», hace falta una experiencia común que nos una, que derribe las barreras. «No superamos la soledad porque no nos entendemos. Muchas personas pueden estar junto a otras y seguir solas», afirmó Carrón. Al final, la violencia y la exasperación se abren paso. Por el contrario, «personas de mundos muy diferentes pueden llegar a encontrarse», si viven una experiencia común, y «empiezan a enriquecerse mutuamente», descubriendo el «gusto de vivir, de estar juntos».

El hombre más solo «está en manos del poder». Al final, lo que está en juego es la libertad. No solo la formar, la de hacer lo que uno tiene en la cabeza; «hoy es raro encontrar personas verdaderamente libres». Carrón volvió entonces a don Giussani, que enseñaba a escrutar la libertad en acto, a partir de su adjetivo. «¿Cuándo me siento libre? Cuando he visto satisfecho mi deseo. ¿Y cuál es el deseo del hombre? El deseo de totalidad, de infinito». No bastan las metas provisionales, ni siquiera la “compañía” cuando uno no ve que lo que espera se cumple, y la vida, viviendo, empieza a sacar sus propias conclusiones, que se hunden bajo la línea de créditos incriminatorios imposibles de cobrar. Si no se «ve realizada nuestra imagen», nos sentimos incompletos. Pero «la libertad se cumple en la relación con el infinito. A nosotros esto suele parecernos poco real, como si el Misterio no tuviera toda la densidad necesaria para cumplir nuestro deseo. Entonces nos quedamos atascados en las circunstancias, y nace de ahí un sufrimiento que domina nuestras jornadas». La decepción, según Carrón, no solo nos asalta cuando la vida dice no a nuestras pretensiones, sino «también cuando nos da un gran sí, porque ni siquiera eso basta. La paradoja es que la libertad consiste en la dependencia de Dios. Como dice san Agustín, “mira cuántos amos tienen los que no reconocen al único Señor”».


El verdadero desafío de la vida, la verdadera ganancia –respondiendo a Eliot– es «aceptar que la libertad solo se cumple en la relación con el Misterio». Leopardi tenía razón: todo es poco para la medida del deseo humano. Un tercer poeta, no cristiano, el indio Tagore intuyó la trayectoria de esta dependencia que libera. «Los que me aman en este mundo hacen todo cuanto pueden por retenerme. Pero tu amor es más grande que el suyo», dice a Dios, «y me dejas libre. Nunca se atreven a dejarme solo por miedo a que los olvide, pero pasan y pasan los días y tú no te dejas ver. No te llamo en mis oraciones, no te llevo en el corazón, pero tu amor siempre espera mi amor».
Porque «el Misterio no se impone. Quiere estar ahí, esperando» que el hombre se mueva libremente.