Roger de la Fresnaye, "La malade"

Descubrir la vida, incluso en la enfermedad

¿El límite y la necesidad pueden ser una oportunidad «para volver a mirar la realidad como don»? De los cuidados paliativos al acompañamiento cotidiano a pacientes y familias. La experiencia de Medicina y Persona
Paola Marenco

En el contexto en que vivimos, anestesiados por una distracción que nos lleva a perder el gusto de vivir, hay un nihilismo declarado, pero también hay otro más oculto, que nos acecha a todos: permanecer “a salvo”, viviendo al mínimo, sin esperar de la realidad nada demasiado interesante, conformándonos con que no nos molesten mucho a la hora de hacer lo que queramos, ya sea viajar por el mundo o aislarse, más o menos conectados al móvil. ¿Hay algo que permita dar un primer paso para salir de ahí? ¿Algún viento que, a veces, abra de golpe la puerta y saque a ese hombre que sigue existiendo debajo de todos los escombros? En otras palabras, ¿cuándo se puede volver a mirar la realidad como don?

Hace falta la sorpresa de algo que no te esperabas pero que siempre –aun sin saberlo– has esperado. Un árbol florecido en medio de la ciudad que te permita levantar la cabeza más allá de las preocupaciones, un amigo que te llama, la luna y las estrellas en el firmamento, la sonrisa de un niño… En definitiva, un signo de que alguien te ama. Hay momentos y lugares donde estás más atento, donde despiertas. Basta un impacto para empezar a ver hermosas las cosas de todos los días desde la primera mañana en que vuelves a salir. O dos días de ingreso para volver a valorar lo que te rodea cuando vuelves a casa. Límite y necesidad llenan de intensidad el tiempo y la mirada.

Confucio dice que tenemos dos vidas. La segunda comienza cuando nos damos cuenta de que solo tenemos una. ¿Acaso no será entonces justo ese límite (y enfermedad y muerte afectan a todos), que algunos hoy prefieren no mirar, lo que nos desvelará algo en cambio? Hace unos días, un joven enfermo grave, por el encuentro que tuvo con un monje durante su enfermedad, llegó a decir, refiriéndose a un diagnóstico dramático: «Desde aquel día solo llegan buenas noticias, ¡sigo vivo y he descubierto un montón de cosas nuevas!».

También lo cuenta, por ejemplo, una carta enviada por una madre a la dirección del hospital civil de Brescia: «La planta de pediatría de un hospital es un lugar extraño. Es el lugar más triste del mundo, pero también es uno de los más sonrientes que conozco. Hay sufrimientos inhumanos, pero es un lugar de una humanidad inmensa. Cuando pienso en el ingreso de mi hija (el séptimo en tres años) pienso en el cansancio, en noches de insomnio, en lágrimas (mías más que suyas), en dolor físico (el suyo) y psicológico (el mío), en un aburrimiento infinito, en soledad, desolación, ansiedad y mil pensamientos. Pero eso no es todo. Porque durante el ingreso, si estás en el lugar adecuado con los ojos y el corazón abiertos, se viven muchas cosas bonitas. Excepcionales, raras. Se ven sonrisas, caricias, abrazos, palabras dulces, paciencia, apoyo, voluntariado. Cuando pienso en los días que acabo de pasar, pienso en los quince voluntarios que han estado jugando con mi hija. Dejando pasar las horas. Haciendo que se divirtiera y distrajera. Permitiéndome pasar media hora sin pensar en nada. Pienso en nuestros compañeros de habitación charlando, trayéndote un café cuando no puedes salir. Pienso en los auxiliares que se llevan a la niña para bañarla mientras yo hablo con el doctor. Pienso en las enfermeras, siempre disponibles con una sonrisa. Pienso en los médicos que transmiten sus grandes conocimientos, comprensión y paciencia al explicar la situación. Pienso en los payasos que nos hacen reír. No aprendes a conocer el valor del voluntariado hasta que ves ciertas cosas. Personas que nunca habías visto antes dedican su tiempo para aligerar el sufrimiento de otros. Suele decirse que en Navidad la gente es más buena. Creo que puede decirse lo mismo del hospital. Los trabajadores, desde el médico hasta la señora de la limpieza, tienen mi mayor estima. Porque muestran su bondad día a día, en medio del caos, el frenesí, el sufrimiento que les rodea. Y los voluntarios tienen mi mayor gratitud. Veo además en el hospital otra rareza: la bondad no tiene límites. Veo a una enfermera explicar con santa paciencia el tratamiento a una madre asiática que apenas conoce nuestra lengua. En los pasillos, mujeres con velo se cruzan con las monjas. En el sufrimiento todos somos iguales. Una parte de mí está disgustada, desolada y asustada cuando pienso en el tiempo que nos queda por pasar aquí todavía. Pero otra parte está casi hasta contenta, porque tengo el privilegio de ver la bondad, la humanidad y el amor de un modo extraño en nuestros días. Estoy convencida de que estas experiencias, aun siendo un gran sufrimiento, ayudarán a mi hija a ser una mujer fuerte, buena, con horizontes amplios y con la certeza de que en el sufrimiento Cristo se deja notar más que en cualquier otro momento, directamente o a través de una mirada, una sonrisa o la mano de un extraño. El hospital, parece absurdo, es uno de esos lugares que todavía permiten tener esperanza en el futuro y en la humanidad».

El límite provoca y despierta. ¿Pero basta para devolverte el deseo? No, hace falta, como dice esta madre, no estar solos, hace falta una presencia. Lo sabía perfectamente Cicely Saunders, fundadora de los cuidados paliativos, cuando, después de pasar quince años con enfermos graves, inventó los hospicios para que hubiera un lugar, una casa, para los que ya no podían estar en su casa. De hecho, vio enseguida que la pregunta de un hombre que sufre es siempre el grito de un sufrimiento total: físico, psíquico, social y existencial. Siempre incluye la pregunta: «¿Por qué a mí? ¿Qué sentido tiene lo que me está pasando?». E inventó una nueva rama de la medicina (la medicina paliativa), y formó trabajadores específicamente para que hubiera una presencia competente y humana delante de cada uno de estos enfermos. Y cambió el mundo.

La profesora Sylvie Ménard, oncóloga, responsable desde hace años de la investigación en el Instituto italiano de tumores, estaba a favor de la autodeterminación del morir, pero cuando supo que estaba enferma cambió su postura frente a la eutanasia y desde hace años dedica su tiempo a ayudar a todos a no confundirse: la muerte digna es un problema de los sanos, no de los enfermos, que en cambio lo que piden es una vida digna, es decir, que les atiendan lo mejor posible, que les cuiden, que no les dejen solos. Recientemente estuvo en la localidad italiana de Udine para presentar la exposición “El abrazo del Pallium, misericordia y cuidado”. Allí contó cómo llegó a esto su maestro, Umberto Veronesi, que escribió: «Si se le cuida bien, difícilmente el paciente pedirá morir. Si le cuidan con afecto, con amor, sin dolor, no pedirá una buena muerte». Esto no solo tiene que ver con la medicina paliativa. Un ambulatorio o un centro de trasplantes de alta tecnología también se pueden construir y vivir de modo que faciliten que se atienda no a la enfermedad sino al hombre que sufre y a su familia, de modo que también puedan compartir con ellos las decisiones más difíciles.

Las fragilidades de nuestro tiempo nos desafían para encontrar nuevas formas de acompañamiento. En eso consiste la prevención eficaz del deseo de morir, no en una batalla ideológica. En el hospicio donde soy voluntaria sucedió que, nada más saber que un huésped, con un tratamiento contra el dolor bastante duro, era pintor, muchos se movilizaron. Por los pasillos se colgaron sus cuadros y él, en su silla de ruedas, conmovido, cortó una cinta para inaugurar aquella exposición ante familiares y pacientes. Al final lo que importa de verdad es lo que se ama, porque ahí es donde tocamos el limbo de lo eterno, el céntuplo aquí abajo, que nos mantiene apegados, que nos atrae. Hace falta el signo viviente de alguien que nos ame para seguir viviendo hasta el último y valioso respiro.

Con todo el respeto y el silencio debido a quien sucumbe ante un peso demasiado gravoso, desear la muerte, cuando el dolor y los demás síntomas se controlan de manera adecuada (con la medicina paliativa e, in extremis, también con sedación paliativa), es síntoma de una depresión no curada, de soledad, de miedo a molestar. Hace falta prevención, como con cualquier suicidio, en un camino de acompañamiento. Si es verdad que toda libertad nace como un movimiento imprescindible de autodeterminación, todos experimentamos que una decisión que tenga en cuenta todos los factores solo puede llegar en un recorrido donde uno no está solo y donde la libertad se afirma realmente, llegando hasta el cumplimiento de la persona.

Hoy es importante entender de qué estamos hablando cuando se habla del “final de la vida”, sin dejar que nos confundan. Por eso, la asociación Medicina y Persona ha preparado un librito titulado Incurabile o inguaribile? Le parole del dolore e del fine vita (¿Incurable o insanable? Las palabras del dolor y del final de la vida, ndt.) junto a una breve cuartilla sintética para los técnicos, titulado Dialogo tra un medico e una persona che vuole capire di che si trata (Diálogo entre un médico y una persona que quiere entender de qué se trata, ndt., disponible en italiano en su página web). Sin embargo, el verdadero desafío para el hombre y para la Iglesia es ofrecer nuevas –y antiguas– formas de acompañamiento y una nueva vecindad: personas que dediquen su tiempo en los hospicios o en casa de los que están solos, personas transformadas por la gratitud, hasta el punto de ser ellas mismas anuncio de esperanza. Como lo fue Takashi Nagai en Nagasaki, en Japón, después de la bomba atómica. Su certeza y su alegría llenaron de esperanza a miles de visitantes que, al conocerlo en la exposición del Meeting, salían con lágrimas en los ojos, tras descubrir que acompañar puede ser una riqueza para todos que transforme la vida cotidiana.

Esa es la diferencia que se respira al entrar en la Casa de acogida “Véronique” para familiares de enfermos, inaugurada el pasado 12 de octubre dentro del Hospital de Niguarda, en Milán. El arzobispo, monseñor Delpini fue a bendecirla y escribió en el libro de visitas para la ocasión: «¿Cómo se puede creer que Dios no se ha olvidado de los que están enfermos y solos? Es fácil: basta encontrar amigos que en nombre de Dios están dispuestos a servir, por ejemplo, los amigos de Véronique». La excepcionalidad de esta casa es que no nace de una ilusión por resolver el problema del alojamiento, sino para permitir estar acompañados de amigos y sentirse como en casa en medio de las dificultades. Como le pasó a Ross, el alma de Véronique, que luchó con fuerza para construirla por la gratitud por lo acompañada que estuvo en su necesidad. Lo demás llega. Y nos sorprende.