Las vacaciones de los universitarios ugandeses

Uganda. Decir «qué compañía tan bonita» es demasiado poco

La nueva vida de Gladys y su padre; la comida de Anifa, musulmana, en el corazón del slum; las vacaciones de los universitarios, con la música de Arnold y Marvin y el miedo a los espíritus de Ochaka... El relato de cuatro días en Kampala y alrededores
Ignacio Carbajosa

Llegué a Kampala para las vacaciones del CLU en Uganda con tres amigos españoles: Juan, Javi y Paula. El jueves por la mañana fuimos a ver a las mujeres que la enfermera Rose Busingye acoge en el Meeting Point International. Como de costumbre, después de un par de horas de bailes, tuvo lugar una breve asamblea con ellas. Cuando las veo, les pregunto sobre lo que me preocupa, sabiendo que viven una experiencia muy rica. Esta vez, siguiendo la huella de los Ejercicios de la Fraternidad, les pregunté qué sigue alimentando hoy su alegría, años después de su encuentro con Rose, que las ha acogido y curado (son enfermas de Sida). Lo primero que llama la atención es que Rose sigue estando presente en su vida como el primer día. En este sentido se refieren, sencillamente, a una paternidad siempre presente. A esto hay que añadir que ellas participan de la conciencia que tiene Rose: hay uno que las hace en este instante.



Luego fuimos a comer a casa de Gladys, una chica del último curso de la High School, que participa en la vida del CLU (que incluye a chavales de los dos últimos cursos de la escuela superior). El año pasado también fuimos a esa casa, situada en el slum, una choza de dos metros por tres. Aquella vez no estaba el padre de Gladys, pero le sorprendió tanto que fuéramos sus invitados que desde entonces llama a esa casa tan humilde «la nueva Jerusalén».

Gladys nos cuenta que desde aquel día su padre no volvió a ser el mismo, y que muchos problemas graves en su vida ahora han desaparecido. Trabaja como guardián de la Luigi Giussani Primary School. Durante la comida nos habló de su cambio, de la gracia que ha recibido y de su fe. Era conmovedor, en aquel lugar tan humilde, oírle decir: «No me falta nada». También fuimos testigos de un precioso diálogo entre padre e hija: «Tú todavía dudas de mi cambio porque piensas que es cosa mía», dijo él. «Pero yo estoy tranquilo porque ha sido algo que ha hecho el Señor».



En la comida también estaba Sara, su amiga musulmana Anifa y Achiro Grace, que al terminar sus estudios superiores tuvo un hijo y que, en estos últimos dos años se ha alejado y acercado a la comunidad varias veces. Pero es evidente que está marcada por lo que ha encontrado en el movimiento. Anifa preparó la comida. Impresiona oírla hablar de su encuentro con CL como de una preferencia por su propia vida y afirmar que cocinar para nosotros la llena de alegría. No parece causarle ningún problema el hecho de ser musulmana y nosotros cristianos: es evidente que el encuentro con nosotros para ella es un tesoro.

Al día siguiente fuimos a Hoima, la localidad elegida para las vacaciones. Viajamos en autobús durante cinco horas con cerca de cincuenta estudiantes (entre ellos, dos chicas musulmanas: una universitaria y la hija de Anifa). Al llegar, tuvimos la introducción con Marvin, uno de los chicos de Kampala. Luego, un rato de bailes africanos.



Durante la cena, hablé con Vicky, que pertenece a la generación de los mayores y que se graduará al final de este curso. Serán los primeros. Hasta ahora no había oído hablar del vértigo y el miedo a acabar la universidad, del temor a perder una cierta manera de estar con los amigos, la Escuela de comunidad, los Ejercicios, las vacaciones… Intenté ayudarla a mirar lo que ha pasado en su vida. «Si lo que has encontrado aquí es solo una bonita compañía, entonces tienes razones para temer al futuro. Pero si lo que has encontrado tiene, en cambio, una naturaleza divina, entonces el miedo se convertirá en pregunta al Misterio sobre cómo llevará a cumplimiento la vida de cada uno».

Por la noche, Mary Claire, hermana de Marvin, nos presentó la película Marcelino pan y vino. Algunos ya la habían visto e, impactados por ella, se la propusieron a todos los demás. La sencillez del film, la mirada de Marcelino hacia todas las cosas y la concreción de su relación con Jesús dejará huella en los días siguientes, también porque muchos de los chavales habían perdido a su madre, como el protagonista de la película.



El sábado por la mañana salimos de excursión al lago Albert. Celebramos la misa en una colina junto al lago, comimos y después asistimos a la presentación de la biografía de Santa Teresita del Niño Jesús, que Gladys había leído y proponía a todos. Luego, jugamos juntos.

De regreso a Hoima, nos esperaba una velada que era el “plato” principal de esos días: un recorrido con canciones de autores contemporáneos muy famosos (Sinéad O’Connor, Pink, James Arthur, Lady Gaga, Passenger entre otros). A la guitarra, Arnold y Marvin, acompañados a veces por Juan y otras voces, como Gladys, Prim, Priscilla... El hilo conductor de las piezas elegidas era el corazón de todo hombre: el grito por el significado, el deseo, la espera de algo grande, la dinámica de la preferencia… En cada canto se proyectaba una diapositiva con un texto breve y alguno de los jóvenes contaba, con ejemplos de su propia vida, qué le sugería esa canción. Fue algo excepcional.

Al terminar la noche, pregunté qué había sucedido durante el espectáculo. Hacer experiencia, añadí, no se puede reducir a decir «qué noche tan bonita» o «qué bien lo han hecho». Ni siquiera basta decir que esos cantos expresan la naturaleza de nuestro corazón. La noche fue una expresión de la presencia de Cristo resucitado que, entrando en la vida de estos chicos, les permite entender la dinámica de su corazón mejor que las estrellas de rock que han escrito esas canciones.

Esos días, lo que más me rondaba la cabeza era la manera en que este verano hemos hablado de la experiencia. Es decir, de la posibilidad de reconocer a Cristo como factor real de la vida. El domingo tuvimos la asamblea con Rose. Me llamó especialmente la atención lo que contó Ochaka. El día antes de la excusión había acompañado a Alberto para pedir permiso a una tribu local para quedarnos allí a comer y celebrar la misa. El año pasado hubo problemas porque pedían dinero, diciendo que, si no pagábamos, los espíritus de la montaña se vengarían lapidando a los intrusos. Me impresionó cómo Ochaka se dio cuenta de que el encuentro con Cristo le había liberado del miedo a esos espíritus. Todavía hoy, es algo que no se puede dar por descontado en la cultura africana. Y no solo africana.