Algunos momentos de las vacaciones en Macedonia de las comunidades de los Balcanes

Balcanes. Un camino que empezó aquí hace dos mil años

San Pablo pisó aquí el Viejo Continente, aquí se convirtió la primera cristiana europea. Tres días en Macedonia con una “extraña compañía” de amigos de Rumanía, Grecia, Bulgaria, Kosovo... «para dejarse abrazar por su presencia»
Paolo Perego

«El Señor os ha hecho encontrar una “extraña compañía” para enseñaros un método que os permita no perder la vida viviendo». Así comenzó en Macedonia, en el corazón de los Balcanes, un encuentro de tres días de las comunidades de CL de Rumanía, Grecia, Albania, Bulgaria, Kosovo, Creta… y Macedonia, claro está. Hasta allí llegaron unas cincuenta personas, algunos después de doce horas en coches desde Transilvania. Pero ningún cansancio bastaba para distraerse de las palabras de Julián Carrón indicadas unos meses antes con los amigos de las comunidades de los países orientales, releídas ahora en los confines de Europa, en Star Dorjan, a orillas de un lago por el que pasa la frontera con Grecia.



El encuentro con esta extraña compañía supone un método para vivir. No ha cambiado nada desde que, a pocos pasos de aquí, hace dos mil años, san Pablo entraba en Europa durante su segundo viaje y se detenía a orillas de un río cercano a Filipos, donde se reunían los judíos para rezar en Macedonia. Así nació la primera Iglesia europea, con una mujer, Lidia, una pagana que se adhirió al judaísmo y que, al oír hablar a Pablo se transformó. «El Señor le abrió el corazón», relatan los Hechos. Y ella invitó a Pablo y a los que estaban con él a su casa. A partir de entonces, otros empezaron a unirse a ella y a su familia.

Aquella primera iglesia atravesó siglos, momentos de prosperidad, cismas, divergencias, odios y violencias… Y ahora te la encuentras delante, totalmente diferente pero unida. «Católica, universal», afirma el padre Gregorio, sacerdote de la iglesia católica de rito bizantino venido desde Cluj Napoca, mientras con otros tres “colegas” macedonios se “pliega” a celebrar el rito romano. Ante él, ortodoxos, católicos ambrosianos y romanos, católicos de rito bizantino, alguno incluso con experiencias protestantes a sus espaldas



No hace falta más para empezar estas jornadas. «Miremos lo que sucede entre nosotros», señala Davide Biasoni, médico milanés que acompaña a las comunidades de esos países. Es su “visitor”, como lo llaman ellos, un amigo que va a visitar a otros amigos, a otros hermanos… como se hacía también entre los primeros cristianos.

Exactamente igual que sucede el segundo día en Star Dorjan, cuando el grupo, en una caravana de coches y autobuses, se pone en marcha después del desayuno hacia Radovo, un pueblecido cercano a la ciudad de Strumica, a una hora y media de viaje. Allí vive el padre Zoran, sacerdote católico de rito bizantino, con mujer e hijos. Y con una tragedia en el corazón que le ha impedido unirse a sus amigos en estas vacaciones. Por eso son ellos los que van a verle a él. Su nieta Gordana, que aún no había cumplido los dieciséis años, ha muerto hace poco en un accidente de tráfico en el que también resultó gravemente herida su hija Natalija. Enfrente de la iglesia, Zoran y la familia de Gordana los reciben a todos. Se abrazan en silencio. Todo parece haberse detenido en el pequeño pueblo, cuatro casas en medio de una campiña llana, con un bar-restaurante y un antiguo minarete desmoronado justo delante de la parroquia.



Misa en rito bizantino, con el altar detrás del iconostasio, una mampara de madera llena de imágenes sagradas y una decena de sacerdotes alrededor. También está el obispo de Skopje, la capital, monseñor Kiro Stojanov, que acudió nada más enterarse de que pasarían por allí. Un solo obispo para toda Macedonia, y «para dos iglesias, latina y rito bizantino», precisa. Solo, pero está. La Iglesia no deja solos a sus hijos, parece pensar.



Después de la misa, nos adentramos en el campo, hacia el cementerio. «Vamos a rezar a la tumba de Gordana». Un baldaquino cubre la lápida, cubierta aún de flores frescas, objetos y mensajes. Alrededor reina el silencio. Se reza. Giorgio, otro amigo médico italiano, propone a todos entonar un canto: «“No hay nadie que ame tanto la luna como las estrellas del cielo… Aunque tú te marches seguiremos juntos porque cuando se pone a lo lejos la luna, queda la espera del cielo…”. ¿Qué queremos decir? Que no acaba todo así. Debemos hablar de ese sentido que lo llena todo. Hasta la muerte. Ahora». Ese sentido es una presencia que resulta evidente para todos. Porque no hay otra explicación para ese grupo reunido entre las tumbas centenarias del antiguo cementerio.

Resulta aún más evidente por la tarde, debajo de la casa de Natalija que, convaleciente y oculta por una máscara de oxígeno, se esfuerza en cantar con sus amigos. «Él me ha dado los cielos para que los mire…».



Una extraña compañía. También para Stefano Pasquero, misionero de la Fraternidad San Carlos Borromeo en Praga, invitado a contar el testimonio de su vida, desde su encuentro con el movimiento en Turín, la universidad y la capellanía en un hospital de la capital checa, donde está ahora. «Me impactaron ciertas personas que vivían la vida sin censurar nada, se hacían preguntas sobre todo, al contrario que yo, que tenía que hacerlo para vencer mi soledad. En cambio, ellos tomaban en serio todo de mí, hasta las preguntas de mi corazón». El relato de Stefano es una avalancha de episodios llenos de ellos, desde sus alumnos de sus primeros años de misión hasta lo que le sucede ahora en el hospital. Como una mujer atea que le pidió celebrar un funeral por su marido en su parroquia, después de conocerle en la habitación del hospital, que terminó pidiéndole ayuda con su hijo. Todo con un único denominador: «Lo que me ha pasado, lo que me pasa, es una historia. Y no la construyo yo. Que Jesús suceda en mi vida no lo decido yo. Solo debo reconocerlo en la realidad y en las personas que tengo delante. Y seguirlo». La cuestión es estar delante de esa presencia «y dejarse abrazar», añadió.

Para la cena, en la mesa se mezcla gente de distinta fe y nacionalidad, antes de una noche de cantos siguiendo las huellas del discurso del Papa en Dubai. Con Turjan y Maria, y su pequeña Irena, una joven pareja que desde Italia decidió volver a vivir en Albania, su país de origen. Con Donjeta y Bernadeta, de Kosovo. Con Mihai, de Cluj, con otros de la comunidad, algunos de ellos por primera vez en unas vacaciones como estas. Como Adrian, de Bucarest, como Bianca y Simona… Y luego la mesa de los griegos, de Larissa, con Rosaria, una italiana que se trasladó después de casarse, con Andreas, Tassoula…



También está Lambros, 47 años, ortodoxo, que trabaja en plantaciones de irrigación e invernaderos. Conoció el movimiento llevando a su mujer, católica y portuguesa, a misa. Ahora que su mujer vive en Oporto con los dos hijos y solo se ven unos días cada tres o cuatro semanas, en la compañía de estos nuevos amigos ha encontrado una casa. Lo dirá tal cual al día siguiente, domingo por la mañana, durante la asamblea. «¿Por qué puedes hablar de una casa?». «Porque aquí encuentro las fuerzas necesarias para afrontar cualquier situación, por dura que sea. Aquí he encontrado un abrazo, es algo tan grande que es difícil describirlo».

Rita es de Larissa. De origen húngaro, ha pasado por el mundo entero, incluso por la iglesia protestante. Por la mañana se levantó a las cinco de la mañana para dar un paseo por el lago y hacer fotos, su gran pasión. «Las aventuras de mi vida no acaban nunca. En el último año no he estado bien, pero estos amigos me han mantenido en pie». Cuando los conoció, el año pasado, estaba llena de prejuicios. «¿Qué podía darme el movimiento? En cambio, si con los protestantes aprendí a leer el Evangelio, aquí he aprendido a vivir. Todo me corresponde. Existe la posibilidad de ser yo mismo. Toda esta vida que he encontrado entre vosotros me ha llenado». «¿Pero cuál es la naturaleza de esta compañía?», pregunta Davide. Mihai responde: «Te hace mantener abiertas las preguntas. Yo me mido, a veces me cierro en mí mismo ante mi incapacidad. En cambio, estos días hemos visto que hace falta dejar entrar una novedad en la vida».



«¿Y qué permite dar este paso?». Se levanta Julian, rumano, que cuenta una conversación con su hija. «Me preguntó por qué venía aquí, y le dije: “para aprender a amar a Dios”. Ayer, delante de la ventana de Natalija, me di cuenta en cambio de que basta con reconocer que Él nos ama. Nuestra compañía nos educa en esto». «Es la posibilidad de un camino», apunta Simona, pensando en la jornada de Radovo. «Nada respondería a mi necesidad si yo no lo viera así». La realidad estaría delante igualmente, «pero no bastaría».

Un camino. Comenzó aquí, en Macedonia, hace dos mil años. «Hay uno que, con su presencia, lo hace posible continuamente», añade Biasoni. «Hay que ser leales con los signos que nos alcanzan de manera evidente, que nos muestran la fidelidad de Dios en la historia, en nuestra historia».