Francesco Bertolina en un bautismo en Krasnazjorsk

Siberia. Mi Navidad a 35 bajo cero

Lleva 28 años de misionero en una pequeña parroquia a 300 kilómetros de Novosibirsk. Francesco Bertolina cuenta cómo vive y qué significa en su vida el misterio de la Encarnación. Que cada año se presenta como una sorpresa
Francesco Bertolina

El periodo prenavideño no comenzó de la mejor manera posible. El domingo 23, el último del Adviento, fui a la iglesia de la provincia de Krasnazyorsk (treinta kilómetros al norte de Polovinnoye, el pueblo donde vivo) para dar la misa. En cierto momento empecé a sentirme mal y tuve que interrumpir la celebración unos minutos. No había pasado buena noche y tuve que sentarme durante la homilía. Tenía 39 de fiebre, aunque esto lo supe después, ya de vuelta en Polovinnoye. Me agobié un poco porque no tenía a nadie para sustituirme en las celebraciones navideñas. Llamé a Josif, un amigo del movimiento de Novosibirsk, que me tranquilizó y me recetó unas pastillas que me hicieron sentir mejor.

A primera hora de la tarde del 24, un grupo de parroquianos me ayudaron a preparar el belén y decorar la pequeña iglesia de Polovinnoye. El retraso de estos preparativos se debía a que las semanas previas a la Navidad estuve muy ocupado con los trabajos de rehabilitación de la iglesia, que se alargaron hasta el último domingo de Adviento. La noche de la vigilia fui a Krasnazjorsk para celebrar la misa del Gallo. Estaba prevista a las 20h, para posibilitar también la participación de los que viven en otras localidades cercanas. Pero a 35 bajo cero es complicado moverse incluso en coche. Una familia de músicos que me iban a ayudar a animar la misa, procedentes de Karasuk, a 90 km al suroeste de la provincia, tuvieron que quedarse en casa porque la batería del coche se les congeló.

La mañana del 25 de diciembre, como cada año, fui a visitar a los ancianos y enfermos que no podían acudir a la iglesia. Pero este año solo logré ir a una casa por la presencia de familiares reunidos, por las fiestas o por el hecho de la enfermedad.

Fiesta de Navidad en la parroquia

La mujer a la que fui a ver tiene 82 años y vive en un pueblo a sesenta kilómetros de la parroquia. Está casi sorda pero ve mejor que yo, que llevo gafas. Para hacerme entender, le señalo con el dedo las palabras que pronuncio del texto litúrgico o le grito a la oreja. Esta vez, siguiendo el mismo procedimiento, le canté dos villancicos. Cada vez que nos vemos ella vuelve a contarme la historia de su vida. No sé si se da cuenta de que siempre me cuenta lo mismo. Tal vez, pero en cualquier caso le gusta compartir conmigo sus recuerdos más queridos. Vive con su hija y su yerno. Él no es creyente pero siempre ha tolerado mis visitas, aunque nunca hemos hablado a solas. Pero esta vez sí cruzamos alguna palabra. Quizá le llamara la atención el hecho de que, a pesar del frío, fuera hasta allí para verles justo ese día de fiesta.

El 25 por la noche, con los que estaban en Polovinnoye, ensayamos los cantos de Navidad antes de la celebración y luego les enseñé uno nuevo para cantar todos juntos al acabar la misa ante el belén. Es una canción muy sencilla que dice: «¿Quién es este recién nacido que duerme tan plácidamente? Es Cristo, nuestro rey». Creo que quedó bastante bien.

Esa noche, en misa, había algunas madres con sus hijos. También había una persona originaria de Kirguistán pero nacida aquí, en Siberia. Se bautizó el año pasado y tiene treinta años. Tiene problemas de salud porque, de pequeño, su padre, alcohólico, le daba de beber cerveza y vodka. Había algunas ancianas que vienen a misa en Navidad y a veces también en Pascua. Entre ellas había una mujer que, durante el régimen soviético, participaba en momentos de oración clandestinos. Había traído a sus amigas. Al terminar la misa se acercaron y charlamos un poco. Les pregunté si les gustaría que volviéramos a vernos un día en su casa para hablar sobre el cristianismo. Cuando terminó la celebración, se me acercó una chica, familiar de una mujer de mi parroquia, a la que yo había bautizado la Pascua anterior. Vive en el norte, casi a cien km de Novosibirsk. A sus 18 años, tiene un hijo de un año y se está separando del padre del pequeño. Le dije que hacía falta tener paciencia. Luego la llamé para desearle un feliz año nuevo. Parece que algo va surgiendo.



Lida es una abuelita que en marzo cumplirá 88 años. Empezó a venir a la parroquia la primavera pasada porque la invitó su hija y el pasado mes de julio se confesó por primera vez en su vida. Durante 25 años ha trabajado como pastora: sabe cuidar y esquilar a las ovejas. De pequeña aprendió, en alemán, algunas respuestas del catecismo, y todavía las recuerda. El problema es que no estoy seguro de que sepa lo que significan. Habla ruso pero es analfabeta. No ha sido fácil prepararla para el bautismo. Todavía no se sabe de memoria el padrenuestro. En Navidad se puso enferma, pero el domingo siguiente, fiesta de la familia, vino a misa y quiso besar al niño Jesús. Le regalé un calendario con las fiestas litúrgicas, de modo que su hija pueda ayudarle a orientarse durante el año. Luego dobló en cuatro para guardarlo en el bolsillo y no sé si lo sacará de ahí algún día.

Todos los años, cuando se acerca la Navidad, me digo que estoy delante de algo nuevo que me provoca a mirar con ojos nuevos lo que sucede, sobre todo los encuentros que tengo. Estos días Alfredo, el sacerdote que vive conmigo en Novosibirsk, me recordaba algo de lo que estoy seguro. «La Navidad nos sorprende. La resurrección es Dios que manifiesta su potencia de Dios. Dios es Dios. Pero la Navidad es que Dios se hace limitado como nosotros… Es realmente una sorpresa». En 1995, si no me equivoco, al volver de una asamblea de la Fraternidad sacerdotal San Carlos Borromeo, antes de regresar a Roma, pasamos a saludar a don Giussani. No recuerdo las palabras exactas, pero nos habló, como él sabía hacer, precisamente de la Encarnación: algo de lo que debemos partir todos los días. Por eso rezamos el Ángelus tres veces al día.

Amanece el 30 de diciembre en la llanura de Siberia

Me pregunto: ¿qué implica la Navidad? Que Dios se dé a conocer a estas personas a través de mí, que voy a verlos. Pero veo tantos límites: a veces no puedo viajar, por la situación meteorológica o porque no hay nadie que pueda acompañarme. Aquí es impensable entrar solo en casa una madre joven. Sería un escándalo. Pero la Navidad también es esto: un límite que no se puede eliminar, pero es un límite que se convierte en oración. «Señor, hazme entender cómo puedo estar presente allí donde me llamas». Pero el misterio de la Encarnación no es solo mi límite, sino también el de los demás. El de la viejecita que no sabe leer y a la que tengo que intentar enseñar el catecismo de memoria. Es el límite de la babuska sorda, a la que tengo que gritar en la oreja. El de quien tiene vacas y no puede ir a la iglesia cuando yo quiera. El límite del que se va, del que está enfermo, del que no entiende. Soy yo quien tiene que ir donde están ellos, respetando su historia. Es un límite que hay que abrazar tal cual es. De otro modo no sucede nada. ¿Por qué puedo abrazarlo todo, hasta el límite? Porque yo soy el primero en ser abrazado por un acontecimiento que me ha sucedido.

A los 14 años iba al colegio de los salesianos en Valtellina. Allí aparecieron unos chicos de Gioventù Studentesca para contarnos su experiencia. Al final del encuentro, pensé que me habría gustado ser amigo suyo. Pero no tomé iniciativa alguna. Al día siguiente, uno de ellos se me acercó y me dijio: «Hola, ¿tú qué hacer?». Ese fue el inicio, eso es la Navidad. Él que viene hacia ti, donde estás, como eres. Yo le pido esto al Señor: que sea fiel a esta manera que tiene de salirnos al encuentro.