Alfie Evans

Alfie y la medida de la vida

Lo han desconectado del ventilador. Y él sigue vivo, descuadrando las cartas de la lucha legal. Pero, sobre todo, volviendo a ponernos delante una serie de preguntas que no se pueden evitar

Hay un hecho indiscutible en la historia de Alfie Evans, el niño de Liverpool que se ha convertido en centro de una lucha legal de la que todo el mundo habla. Cuando lo han desconectado del ventilador para poner en marcha el “protocolo de final de vida”, ha seguido respirando por su cuenta. Alfie no habla, no se queja pero –máquinas aparte, sentencias aparte– respira. Vive.

Es un hecho que va obstinada y ferozmente más allá de las contradictorias decisiones legales, de los muchos comentarios en prensa y de las miles de palabras en un debate que en un cierto sentido sigue siendo inextricable, como sucede cuando se mezclan una enfermedad degenerativa que para los médicos es incurable y el sufrimiento, las expectativas y la esperanza de quien vive esa enfermedad, sobre todo si es un niño de apenas dos años y su familia.

En estos casos, cuando es prácticamente imposible trazar límites claros (“hasta qué punto es tratamiento, cuándo se convierte en ensañamiento...”), resulta difícil incluso hablar, decir algo que vaya más allá de la necesaria reiteración de la verdad de fondo, cuya evidencia parece haberse perdido –la vida es y tiene que ser inviolable–, para estar de un modo adecuado ante el dolor infinito de esos padres y de la impotencia que se experimenta cuando uno desearía ayudar a ese niño y no puede.

¿Y si, en cambio, intentáramos escuchar? Ahí está Alfie, tenaz, obstinado. Respira. ¿Qué nos dice su respiración?

Para nosotros, el método de Dios es muy extraño. Elige a alguien infinitamente pequeño, impotente, indefenso incluso, para plantearnos las cuestiones clave de la vida. Para despertar en todos nosotros las preguntas más hondas sobre el bien y el mal, sobre la justicia y el amor, sobre el dolor inocente. Y para mostrarnos con claridad que la vida tiene un valor infinitamente más grande y profundo que el criterio con el que solemos medirla nosotros.

Alfie, desde su lecho, se convierte en nuestro compañero de camino, tan solo respirando, existiendo. Lo es porque nos empuja, casi nos obliga, a estar delante de estas preguntas. Y lo es para todos aquellos que estén implicados en esta historia: sus padres y los médicos, el juez y los abogados, los que se han movilizado y los que se hacen partícipes de su drama desde la distancia. Si todo esto es posible, lo hace aún más querido y valioso. Hace que se multipliquen los esfuerzos para ayudarle en todo, hasta el final, como está pidiendo reiteradamente el papa Francisco, que se ha puesto en marcha en primera persona. Para pedir y para esperar.

Bastaría reconocer este hecho –la compañía que nos hace Alfie– para vencer las ideas que solemos tener acerca de dónde está la consistencia de nuestra vida, dónde está su verdadera utilidad, ¿en lo que hacemos o en el mero hecho de existir, de ser misteriosamente queridos y amados por Alguien que nos hace, ahora?

Y para abrir una brecha en el dolor. No para explicarlo, ni para encontrar una razón, sino para abrir una brecha, para abrirnos de par en par ante la hipótesis de que si Dios permite todo este sufrimiento, no es para nada, no es para que todo acabe en la nada. A uno de los niños abandonados de Bucarest recibidos en audiencia en enero que le preguntó sobre el sentido de su sufrimiento, el Papa le contestó: « Tu "¿por qué?" es uno de esos que no tienen una respuesta humana, sino solo divina. No puedo decirte por qué tuviste "este destino". No sabemos el "porqué" en el sentido del motivo. ¿Qué hice mal para tener este destino? No lo sabemos. Pero sabemos el "para qué" en el sentido del fin que Dios quiere dar a tu destino, y el fin es la curación –el Señor siempre sana–, la curación y la vida».

Hace casi un año publicamos una carta que trataba de otro niño, Charlie Gard, y de una circunstancia muy similar. Se cerraba con la siguiente reflexión. La volvemos a proponer porque nos parece de ayuda, más que muchas palabras.

«Lo que está pasando nos pide quizás que entremos más a fondo en la concepción que tenemos de la utilidad del vivir, desenmascarando nuestra incapacidad para responder cuándo una vida es "útil". ¿Qué es lo que la hace útil y, sobre todo, útil para quién? ¿Basta con vivir para nosotros mismos? ¿Basta con no sufrir? Pero en el fondo, ¿realmente es posible no sufrir?

Para no sufrir, haría falta no amar.

Al valorar la historia de Charlie es inevitable preguntarse cuál es el bien para él. ¿Pero ese bien puede ir separado del reconocimiento, tan poco evidente para nuestros ojos, del significado y por tanto de la utilidad de esta vida?

Hay alguien que le quiere y le ama tal como es, ahora, y por eso está dispuesto a sacrificarse. ¿Acaso no puede ser que para este niño su vida, ahora, pueda parecer útil justo por esto, y por tanto digna de ser vivida incluso de esta manera? ¿Qué le hace profundamente humano en su deseo de felicidad, exactamente igual que nosotros que escribimos estas palabras? Lo que deseamos nosotros, aquello por lo que nuestra vida merece la pena ser vivida es que hay alguien que nos quiere ahora, para quien nuestra vida tiene valor, por eso merece la pena vivirla tal como viene dada. Los padres de Charlie son este amor, son la promesa viviente de ese amor por el que su corazón, pequeño y malherido, sigue latiendo».