Don Giussani y el ansia de los jóvenes. El hombre desea siempre lo absoluto

Se publica en Italia una nueva edición de Los jóvenes y el ideal. Este es el prólogo de Julián Carrón
Julián Carrón

Cuando la editorial Rizzoli me pidió que escribiera un breve prefacio a la nueva edición de Realtà e giovinezza. La sfida (Los jóvenes y el ideal, Ediciones Encuentro), volví a releer la premisa al libro escrita por don Giussani en 1995. Y me quedé asombrado de lo pertinentes que eran esas palabras para el momento actual, hasta el punto de que me ha parecido superfluo añadir algo; cualquier palabra añadida tendría como única consecuencia distraer la atención del lector con respecto al juicio que él ofrece. Por ello, me limitaré en estas pocas líneas a destacar el valor de la reflexión de don Giussani en relación con el contexto actual.

También hoy el poder ejerce una fascinación sobre los jóvenes. ¡Y no perciben hasta qué punto el poder reduce sus exigencias elementales de hombres en cuantos se dejan arrastrar por la esperanza de que, secundando las promesas del poder, serán capaces de satisfacer sus corazones que buscan un cumplimiento! Obviamente tales promesas no tienen hoy el rostro del pasado (pensemos en los totalitarismos del siglo XX: nazismo, fascismo y comunismo), sino el del populismo, el del nacionalismo o bien el del hombre fuerte, por no hablar de las nuevas formas de influencia que ejercen los medios sociales.

Aunque el rostro del poder haya cambiado, es sorprendente que su capacidad de ejercer un atractivo sobre las nuevas generaciones siga siendo la misma. Más aún, los medios sociales –que representan sin embargo una formidable oportunidad de comunicación– han hecho que crezca esta capacidad, con una fuerza de penetración directamente proporcional a la debilidad a la hora de resistirse a ella.

A veces los padres se sorprenden frente a ciertas actitudes de los hijos, sin darse cuenta de que son la consecuencia lógica de la angustia que han conseguido trasmitir en el «desesperado empeño» de asegurarles un futuro sin riesgos. ¡A qué precio!
Todo conspira para hacer callar sus exigencias, menoscabando –casi hasta anular– la auténtica dimensión del deseo de los jóvenes.



¿Quién podrá ofrecer a nuestros jóvenes una contribución real en una situación tan extendida, en la que cualquier intento de establecer límites resulta un completo fracaso? Solo podrán hacerlo hombres que se conviertan para ellos en una provocación tal que consigan despertar esas exigencias fundamentales que ya han sido reducidas por el mundo que los rodea.

Hombres que no se rindan, como testimonia Ernesto Sábato: «Siempre me han echado en cara mi necesidad de absolutos, que por otro lado aparece en mis personajes. Esta necesidad atraviesa como un cauce mi vida, como una nostalgia más bien, a la que nunca hubiera llegado. […] Yo nunca pude calmar mi nostalgia, domesticarla, diciéndome que aquella armonía fue un tiempo en la infancia; ojalá hubiera sido, pero no». Continúa el escritor: «La nostalgia es para mí una añoranza jamás cumplida, el lugar al que nunca he podido llegar. Pero es lo que hubiéramos querido ser, nuestro deseo. Tanto no se llega a vivir que hasta podría creerse que está fuera de la naturaleza, si no fuese que cualquier ser humano lleva en sí esa esperanza de ser, ese sentimiento de que algo nos falta. La nostalgia de ese absoluto es como un telón de fondo, invisible, incognoscible, pero con el cual medimos toda la vida» .
Solo hombres a la altura de su deseo podrán hacer posible la tarea que debería cumplir la educación, como subrayó don Giussani. «Esta es la llave maestra para encontrar de nuevo las preguntas que constituyen al hombre: toparse con personas en las que esas preguntas determinen sensiblemente una búsqueda, abran a una solución, provoquen pena o alegría. Entonces el montón de piedras desaparece».

Quien tenga la fortuna de encontrarse a lo largo del camino con hombres que le devuelvan su propia humanidad, esa nostalgia que constituye el fondo invisible, pero real, de la existencia, podrá tener en su mano el instrumento para medirse con todo lo que se presente en el camino de la vida. Solo con este anhelo nunca satisfecho que se llama «corazón» podrá el joven desenmascarar la pretensión totalizante de las ideologías y de cualquier poder. Es lo que le ha sucedido a una joven catalana de 17 años crecida en el clima del nacionalismo independentista, que lee la declaración de un adulto con respecto al referéndum del 1 de octubre de 2017 –«¡Nos lo jugamos todo!» con el referéndum– y comenta así esas palabras, haciendo saltar por los aires el velo de la ideología: «Me encuentro frente a un hombre que pone el peso de toda su vida en esto, un hombre cuya felicidad depende de una decisión política».

Este episodio aparentemente banal confirma cuánta razón tiene Giussani: «Cuando se estrecha a nuestro alrededor el cerco de una sociedad adversa hasta amenazar la vivacidad de nuestra presencia, y cuando una hegemonía cultural y social tiende a penetrar en nuestro corazón y agrava nuestras habituales vacilaciones, entonces es que ha llegado el tiempo de la persona».
La persona, todo lo frágil que se quiera, es irreductible porque está definida por una necesidad de absoluto que ningún poder humano puede satisfacer. «Pero sobre todo hay un fenómeno que tensa el arco vibrante de la vida humana, […] el resorte de todo problema: el fenómeno del deseo. El deseo que nos empuja a solucionar los problemas, el deseo, que es la expresión de nuestra vida como hombres, en último término, encarna esa atracción profunda con la que Dios nos llama hacia sí».

Es conmovedor pensar que Dios se ha hecho hombre para implicarse con nosotros en la aventura de salvar nuestro deseo. «El cristianismo se vuelve simpático», es decir, atractivo, «cuando se descubre como una hipótesis mejor en el marco natural de los factores humanos». ¡Qué regalo pueden suponer para los hombres los cristianos cuando, por la gracia recibida, encarnan en el presente esa indomable irreductibilidad que Cristo ha introducido en la historia!