Referéndum en Irlanda. ¿La gran división o una imposible unidad?

A finales de mayo los votantes están llamados a decidir sobre la octava enmienda de la Constitución, la que otorga el derecho a la vida a los nonatos, igualándolo al de su madre. El comunicado de la comunidad de CL

Es muy difícil no considerar un referéndum como un momento de conflicto. Al fin y al cabo, a menudo la gente está llamada a tomar decisiones relacionadas con cuestiones decisivas. En Irlanda, como en otros países, los referéndum han sido con demasiada frecuencia sinónimo de división, conflicto, resentimiento y de una “cultura de barreras”. Su resultado supondrá irremediablemente alegría y lágrimas, burlas y descontento. El referéndum propuesto para abrogar la octava enmienda de la constitución no es distinto. Cumple con todos los requisitos: una cuestión profundamente controvertida, con una historia amarga a sus espaldas y las partes en causa inamovibles en sus posiciones y sus principios no negociables.

Sin embargo, este referéndum podría ser distinto. La cuestión sobre la cual tenemos que pronunciarnos no tiene nada que ver con la de decretar la abolición del Senado irlandés. ¿Por qué no vivir este momento como una oportunidad para una exhaustiva reflexión?

Empecemos con una pregunta. ¿Cómo es posible que verdad y valores que antes eran obvios para todos hoy en día hayan dejado de serlo, como en el caso de este referéndum? Lo que prevalece es la división, el desconcierto acerca de lo que constituye los valores fundamentales de la vida en general, no solo en el ámbito de la familia y de la procreación. Es una situación que agrava más aún nuestras preguntas, como dice el cardenal Angelo Scola: «¿Cuál es la diferencia sexual, qué es el amor, qué quiere decir procrear y educar, por qué es necesario trabajar, por qué una sociedad civil plural puede ser cada vez más rica que una sociedad monolítica, cómo encontrarnos mutuamente para edificar una comunión real en todas la comunidades cristianas y buena vida en la sociedad civil; cómo renovar las finanzas y la economía, cómo mirar las dificultades de la enfermedad o la muerte, la fragilidad moral, cómo buscar la justicia, cómo compartir sin pausa entendiendo las necesidades de los pobres? Todo esto hay que volver a escribirlo en nuestro tiempo, replantearlo y por lo tanto revivirlo» (Homilía, Milán, 11 de febrero de 2014). En demasiadas ocasiones, estas preguntas nos han llevado a un callejón sin salida. Los valores que en un tiempo se creían grabados en el corazón del hombre hoy se han perdido o se consideran como una opinión que se puede respetar o eliminar en nombre del progreso. La condena de opiniones “progresistas” a partir del hecho de ir en contra “de lo que siempre hemos pensado” o de la “Ley natural” hace que sea difícil entender dónde nacen esas opiniones, qué hay detrás del llamamiento a una mayor libertad de elección.

El hecho de que las grandes certezas, antaño consideradas invariables, puedan desvanecerse no tiene que sorprendernos. Según Benedicto XVI, «un progreso acumulativo solo es posible en lo material. [...] En cambio, en el ámbito de la conciencia ética y de la decisión moral, no existe una posibilidad similar de incremento, por el simple hecho de que la libertad del ser humano es siempre nueva y tiene que tomar siempre de nuevo sus decisiones. No están nunca ya tomadas para nosotros por otros; en este caso, en efecto, ya no seríamos libres. La libertad presupone que en las decisiones fundamentales cada hombre, cada generación, tenga un nuevo inicio».
Siempre hay que volver a empezar, porque la naturaleza de la evidencia de las convicciones es distinta de la de los “inventos materiales”.
«El tesoro moral de la humanidad no está disponible como lo están en cambio los instrumentos que se usan; existe como invitación a la libertad y como posibilidad para ella» (Spe salvi, 24).




«¿Acaso nos falta algo? ¿Hemos tirado el niño junto con el agua sucia?».
No sabemos si Brendan O’Connor ha leído o no la encíclica del Papa Benedicto antes de escribir su artículo de Navidad, sin embargo su aportación es sin duda una confirmación de las palabras del Papa. Continúa el artículo: «La gente ha abandonado la Iglesia por muchos motivos. La ha abandonado porque no compartía su actitud hacia las mujeres o el aborto. La ha abandonado por los abusos, la hipocresía, la crueldad, por las casas para madres solteras, John McQuaid, el control ejercido sobre la vida de las personas, la manera con la cual han deshonrado a las personas por su misma humanidad mientras que ellos eran incluso demasiado humanos. Algunos han dejado la Iglesia porque era aburrida, no les hablaba directamente. La hemos reemplazado con un montón de cosas... Con el gimnasio, el éxito, las manualidades, la autoconciencia y la meditación... pero quizás en Navidad... te preguntas si no falta algo ahí en el mundo, si no hemos perdido algo cuando hemos rechazado el corazón de la religión como hemos rechazado los adornos y los errores también presentes en ella» (Sunday Independent, 24 de diciembre de 2017).

Con este referéndum, los que se dejen provocar por estas preguntas fundamentales pueden ser los verdaderos ganadores. Estas preguntas, como lava a los pies de un volcán, bullen en el corazón de cada uno. Jesús de Nazaret las resumió con un grito sin par en la historia: «¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si arruina su vida?» (Mc 8,36). Cuando el ruido del referéndum se apague y la vida de cada día nos vuelva a sorprender con su peso silencioso e inexorable, el único sonido que no se apagará será el latido de nuestro corazón. El latir constante del corazón nos recordará que estamos hechos para la felicidad, estamos hechos para la vida, para ser amados. Es el latido de un corazón que mendiga un sentido. Y quizás cuando nos demos cuenta de esto seamos capaces de dejar espacio al Niño Jesús que, a pesar de rechazarle después, siempre está allí esperando a que le invoquemos. Él es mendigo de nuestro corazón.

Entonces seremos capaz de verificar la imposible pretensión de Cristo. No será la defensa o la abolición de valores (intentos que nos pueden parecer cada vez más extraños) lo que responde a las necesidades más profundas de nuestro corazón, sino Aquel que está presente aquí y ahora, exactamente como lo estaba al principio. Solo ante esta belleza desarmada que cautiva a hombres y mujeres de hoy igual que a los primeros que le conocieron –Juan y Andrés, la prostituta y el ladrón– es posible vivir la experiencia de una imposible unidad, primero y sobre todo en nosotros mismos. Dicha unidad, o por lo menos una apertura semejante, brinda la oportunidad de un diálogo en medio de la creciente amenaza de una “cultura de las barreras”, de la intolerancia, del prejuicio de que el otro sea un enemigo a eliminar.

CL Irlanda