Testamento vital. La lucha real

En medio de una progresiva pérdida del significado del vivir, la necesidad de «redescubrir la dependencia de Dios». Una aportación del vicepresidente de la Fraternidad de Comunión y Liberación
Davide Prosperi

El testamento vital es ley. En Italia se aprobó el 14 de diciembre, tras meses de polémicas y debates que no se han acabado ni siquiera después de la votación. Todo lo contrario. Los hay que, aunque exultantes por la «conquista civilizadora», declaran no estar satisfechos, porque el verdadero punto de llegada de esta «trayectoria de libertad» va más allá, está en el reconocimiento de la posibilidad de elegir la muerte asistida. Y los hay que, en cambio, van adelante con la posibilidad de una desobediencia civil, por ejemplo en las estructuras de asistencia hospitalaria de raíz católica, donde la ley niega implícitamente la objeción de conciencia para los médicos que no reconozcan las obligaciones establecidas. Temas importantes, obviamente. Acerca de los cuales se pueden leer muchas cosas útiles y acreditadas, pero no queremos detenernos en esto ahora.

Aquí queremos sobre todo plantearnos una pregunta: ¿por qué hemos llegado a esta situación? Es una pregunta verdadera, no retórica. ¿Por qué ha pasado, qué es lo que nos ha llevado hasta aquí? Parece que este no sea el destino final, sino probablemente un punto de paso en una trayectoria que parece imparable; una trayectoria de progresiva pérdida del significado del vivir. Según esta lógica, no sorprende mucho que la mayoría de los italianos haya apoyado esta ley, incluso algunos católicos. Si las circunstancias de la vida –las grandes aventuras o los hechos pequeños, las satisfacciones pero también las dificultades y el dolor– no se viven dentro de la experiencia de un significado unitario, podríamos hablar de un ideal, la vida misma pierde esa positividad, una espera cargada de esperanza que, por ejemplo, caracteriza a los niños en sus primeros años. Un niño, cuando es pequeño, no se fija en cómo es él, si es guapo o feo, si está recto o torcido: simplemente se asombra. Se asombra por la realidad que tiene delante, atraído por las cosas que percibe como donadas, ¡gratuitamente! Agradecido por la existencia de las cosas, tal como son, y agradecido entonces por su propia existencia. Luego, paulatinamente, es como si esta mirada se ofuscara. Y pasa cada vez más deprisa. En la persona y, como estamos viendo, en la sociedad. El poder cada día nos empapa con la convicción de que el ideal de la vida sea la realización de nuestros sueños. Y esto es lo que determina nuestros juicios, las elecciones y acciones de la mayoría de la gente. Nuestros sueños. No los deseos, no el ímpetu originario con el que nuestro corazón, en cada circunstancia, desea lo infinito, sino la reducción de esto a una imagen. Algo que nos deja irremediablemente reducidos a nuestra medida.

Don Luigi Giussani, durante un encuentro con estudiantes jóvenes en 1991, dijo proféticamente: «Seguir el sueño quiere decir, en el tiempo, incinerar todo lo que tenemos entre las manos. Parece bonito, mientras lo agarramos, pero se incinera. (...) El ideal en cambio indica una dirección que no establecemos nosotros. Persiguiendo esa dirección, incluso con dificultad, incluso andando contra los demás, el ideal, con el tiempo, se realiza». Decir “una dirección que no establecemos nosotros” quiere decir que el ideal es dado, pero es necesario redescubrirlo en los desafíos del presente. Vivir por un ideal construye la certeza, perseguir los sueños nos deja dubitativos e insatisfechos.

Sin esperanza el sufrimiento se convierte en simple ausencia de significado, encima dolorosa, y como tal inaguantable. La vida pierde el sabor y el dolor hace que sea inaguantable su propio sentido de inutilidad.

Esto es lo que emerge en esta cuestión. Sin un ideal a la altura del sacrificio del vivir, no puede haber esperanza que dure en el tiempo delante de las tempestades que tarde o temprano nos toca atravesar. Y sin esperanza el sufrimiento se convierte en simple ausencia de significado, encima dolorosa, y como tal inaguantable. La vida pierde el sabor y el dolor hace que sea inaguantable su propio sentido de inutilidad.

Todos los que han vivido la experiencia del sufrimiento (todos, tarde o temprano) han tenido que vivir otra experiencia fundamental, la de la dependencia: tener que depender de alguien, de otro. Y esto también puede ser intolerable. Intolerable por nuestra mentalidad moderna, que se concibe autónoma y muchas veces narcisista, sin necesidad de otra cosa que de sí mismo y de la propia imaginación para llegar a su satisfacción. Es una postura que vivimos todos, sin distinciones. Y no es que sea así porque estamos mal hechos; se nos tramite por la leche materna, es el mundo en que vivimos que es así. En nombre de la propia autonomía, el hombre moderno es esclavo de todo tipo de poder.

Por eso ya hemos llegado al gran choque de nuestra época: no solo la lucha para contener la astucia de la mentalidad dominante –aunque a veces parezca insoportablemente arrogante e intrusiva–, sino una lucha para redescubrir y atestiguar la dependencia del hombre de Dios. Es decir, la lucha entre la afirmación de lo humano, que es relación con el infinito, y la reducción de lo humano por parte del poder, que ahora llega a su culmen.

Esta es la verdadera cuestión donde se juega la partida: la lucha entre la religiosidad auténtica y el poder, porque el único límite a cualquier poder (civil, político, incluso clerical) es la religiosidad verdadera.

En octubre, en un encuentro anual de Comunión y Liberación, decíamos que hay una utilidad en la vida, cualquier vida, en cualquier estado en que se encuentre, que es más grande, la utilidad de vivir este depender de Dios. Nuestra vida es útil cuando corresponde a quien nos ama, cuando es útil para quien nos quiere. Quizás simplemente aceptando ser, depender de quien nos hace ahora, como veíamos este verano en la dramática y conmovedora historia de Charlie Gard. Cuando se abraza y se acoge esta dependencia como posibilidad de edificar la propia humanidad, la vida se convierte en obediencia; en último término, una disponibilidad a la presencia del Misterio, un abandonarse a un proyecto más grande que Otro, tal vez de una forma distinta de la que tenía pensando, quiere realizar en mí y conmigo para el mundo. En el fondo, llega a ser un sacrificio de uno mismo, es decir, de la imagen que uno tiene de sí mismo, que empieza a cumplirnos como una humanidad mayor, verdad de uno mismo.

Cuando se abraza y se acoge esta dependencia como posibilidad de edificar la propia humanidad, la vida se convierte en obediencia; en último término, una disponibilidad a la presencia del Misterio

Que lo reconozcamos o no, nosotros dependemos. Cuando esta dependencia es abrazada conscientemente empieza una trayectoria de conocimiento y de libertad que antes era inimaginable. Los lectores de Huellas han encontrado muchos testimonios de esto. Muchos de nuestros lectores han sido generados en la fe por un encuentro con un hombre que vivió toda su vida con este sentido de dependencia de Dios, en cada circunstancia de su vida y como juicio último sobre toda la historia de la humanidad. Un hombre que no dejó escapar la oportunidad de apostarlo todo por el rostro humano de Dios, Cristo presente aquí y ahora, y por atestiguar a todos los que se topaban con él que solo el encuentro con Jesús es capaz de llevar a cumplimiento esa espera del corazón llena de esperanza que las circunstancias negativas de la vida amenazan y contradicen constantemente. Un hombre que vivió la enfermedad, degenerativa, hasta consumirse, como afirmación día tras día, cada vez más cierta y gratificante, de la positividad del ser, de todo lo que existe, y en esto nos mostró cómo incluso la enfermedad y el sufrimiento pueden ayudar a uno a ser más hombre. Hasta el punto de desear poder vivirlo todo de esta forma, con conciencia plena del presente.

Recuerdo una de las ultimas veces que don Luigi Giussani intervino en los Ejercicios espirituales de la Fraternidad de CL, en 2002. Estaba muy enfermo. Contó el episodio del Evangelio de Lucas donde Jesús se encuentra con la viuda cuyo hijo único acaba de fallecer... «Aquella tarde Jesús fue interrumpido... tuvo que detener su camino hacia el pueblo adonde se dirigía, porque se oía un llanto hondo de mujer, con un grito de dolor que traspasaba el corazón de los presentes, pero que primero traspasó el suyo, que llegó al corazón de Cristo. “Mujer, ¡no llores!”. Nunca la había visto, no la conocía. “Mujer, ¡no llores!”. ¿En qué podía encontrar apoyo esa mujer que oía lo que Jesús decía?». Y luego, como trasfiriendo esa misma experiencia a su vida y a la de los que estaban presentes, borrando en un instante dos mil años de historia, continuó: «“Mujer, ¡no llores!”. Este es el corazón que ilumina nuestra mirada, que la pone ante la tristeza, ante el dolor de todos aquellos con los que nos relacionamos, por la calle o en las idas y venidas de nuestro camino. “Mujer, ¡no llores!”. ¡Qué inimaginable es que Dios –“Dios”, aquel que hace el mundo en este momento–, al mirar y escuchar al hombre pueda decir: “Hombre, ¡no llores!”, “Tú, no llores!”, “¡No llores, porque yo no te hice para la muerte, sino para la vida! ¡Por ello te traje al mundo y te rodeo de una compañía de gente!”. Hombre, mujer, chico, chica, tú, vosotros no lloréis. ¡No llores! Existe una mirada que os penetra hasta los tuétanos y un corazón que os ama hasta la profundidad última de vuestro destino, ¡un corazón y una mirada que nadie puede desviar, o impedir que manifieste lo que piensa y siente, una mirada que nadie puede invalidar!».

«Hombre, mujer, chico, chica, tú, vosotros no lloréis. ¡No llores! Existe una mirada que os penetra hasta los tuétanos y un corazón que os ama hasta la profundidad última de vuestro destino»

Todo esto ha pasado históricamente y acontece también hoy. La comunidad cristiana existe para atestiguar esto a todos.