Elecciones en Sicilia. Una silenciosa y frágil esperanza

Las elecciones regionales están previstas para el 5 de noviembre. Los sicilianos van a las urnas en un momento muy difícil para la isla, debido a la crisis, el desempleo y «una gran desafección por la política». El manifiesto de la comunidad local de CL

El próximo 5 de noviembre, 4.650.000 sicilianos están llamados a las urnas para elegir al presidente de la región y a los setenta diputados de la Asamblea regional.
Esta convocatoria llega en un momento extremadamente crítico por las condiciones en que se encuentra nuestra región, y contribuye a amplificar de forma desmedida los sentimientos que desde hace años acompañan nuestras citas electorales: decepción y desilusión, sospecha y escepticismo, desafección y desconfianza.

Crisis, siempre crisis, crisis fortísima
Algunos simples datos pueden ayudarnos a entender las dimensiones de la crisis que tenemos delante. Empecemos por la educación. En Sicilia, el 23,5% de los jóvenes entre 18 y 24 años deja los estudios antes de terminar el ciclo superior (la tasa europea es del 10,7%). La situación no mejora en la universidad, donde uno de cada cinco sicilianos cuenta con una titulación universitaria (la media entre los europeos de 30 a 34 años es en cambio del 39,1%). Respecto al trabajo, mejor no hablar. En Sicilia trabaja menos de la mitad de la población entre 20 y 64 años.
Pero quizás el dato más doloroso, el que indica una pérdida de la esperanza, es el referido a los ni-ni, jóvenes entre 18 y 24 años que ni estudian ni buscan trabajo. Sicilia, con su 41,4%, ocupa un triste primado entre más de 200 regiones europeas, solo superada por la Guayana francesa (44,7%) y la región búlgara de Severozapaden (46,5%). El 39,9% de la población está en situación de riesgo de pobreza (aunque hay estudios que hablan hasta del 55,4%) y las diferencias sociales son estridentes.
Sicilia registra actualmente el mayor índice de desigualdad: el 20% más rico de la población tiene una renta 8,3 veces superior a la más pobre. Y si la emigración es un fenómeno que afecta a toda Italia, impresiona pensar que cada año sale de nuestra tierra el equivalente a un pueblo de veinte mil habitantes, la mayoría jóvenes.
En este escenario, hay que hacer frente, especialmente entre los más jóvenes, a un desinterés rampante, cuando no a una auténtica hostilidad hacia la cosa pública y quienes la administran.

Algunas emergencias graves
Para empezar, un dato. El alcance de la intermediación económica de la Región siciliana (es decir, su “peso”) en toda la economía regional se calcula en torno al 44%, frente a un dato nacional que gira en torno al 21%. Por tanto, todo el sistema socioeconómico de nuestra región depende mucho de la mediación pública y las consecuencias son graves. Por un lado, esta situación ha alimentado –como decían los obispos sicilianos hace unos años– «la convicción equivocada de que la única respuesta adecuada a las aspiraciones de crecimiento solo pudiera nacer de la iniciativa directa de la administración regional, consolidando así lógicas clientelistas». Por otro, las cosas no funcionan: ineficiencia, burocracia lenta y asfixiante, empeoramiento de la calidad de los servicios, gasto público improductivo, conflictos de poder entre los políticos y entre los distintos niveles de gobierno (nacional, regional y local). Si pensamos en la educación y formación, las escuelas paritarias, cuya utilidad pública cuenta con el reconocimiento del Estado, cuentan en Sicilia (¡gracias al estatuto especial!) con una contribución regional casi un 70% inferior al de las demás regiones. En formación profesional, ámbito de competencia específicamente regional, cada año, para los más de 10.000 jóvenes en edad obligatoria que acuden a estos cursos de formación profesional, la campanada de comienzo de curso tarda cada vez más en sonar (¡hasta meses!), tanto que para llegar a obtener el título a los chicos no les basta con tres años sino que necesitan hasta cinco o seis.
Todo esto hace que, acabada la legislatura de un gobierno, los sicilianos piensen que es imposible ir a peor, aunque cambien de opinión cinco años después. Por eso la gente no va a votar. En 2012 casi dos millones y medio de personas se abstuvieron (53%) y los últimos sondeos dicen que este año la cifra no va a cambiar mucho.

¿Por dónde volver a empezar?
Rendirse, resignarse, se presenta entonces como una opción seductora, pero en el corazón de los sicilianos también se esconde una «silenciosa y frágil esperanza», como decía Sciascia, que no debemos ignorar. Para ello, como gritó Juan Pablo II en Catania en 1994, «en el momento histórico actual no puede haber sitio para la pusilanimidad o la inercia. Ello no sería ningún signo de sabiduría ni de ponderación, sino más bien una omisión culpable».
Entonces, ¿qué nos pide esta esperanza a cada uno de nosotros y a la política?
«Nuestra esperanza no es un concepto, no es un sentimiento, no es un móvil, ¡una montaña de riquezas! Nuestra esperanza es una Persona, es el Señor Jesús que reconocemos vivo y presente en nosotros y en nuestros hermanos, porque Cristo ha resucitado» (Papa Francisco, audiencia general del 5 de abril de 2017).
Si nuestra esperanza es una Persona, las circunstancias de la vida personal y social nos ofrecen la ocasión de una verificación indispensable sobre la novedad que esta Presencia es capaz de introducir en nuestra relación con el mundo. Se trata de un test sin el cual la propia experiencia de la fe quedaría reducida a un consuelo intimista o sentimental respecto a una realidad en la que, para mantenerse a flote, hay que responder según otras lógicas.
Las elecciones nos interesan precisamente porque requieren esta verificación, junto a la responsabilidad de dar razón de la esperanza que tenemos. Por eso nos permitimos indicar tres puntos sobre los que confrontarnos.

Primero, responsabilidad
Antes que todo lo demás, estoy yo, cada uno de nosotros. Supone un mito ilusorio, un tótem engañoso, la idea de que la política pueda resolverlo todo, que sea el remedio universal a la complejidad de la vida, que sin ella sea imposible hacer nada.
Hay un espacio imprescindible de responsabilidad personal –de relaciones e iniciativas personales, afectivas, sociales, económicas– en el que la política puede ayudar, pero no sustituir. Es el espacio en que construir, mediante empresas económicas y obras de solidaridad, el bien común al que todos deseamos –y podemos– contribuir.
Es una construcción posible, que muchos sicilianos ya llevan a cabo. Pensemos en la obra de Biagio Conte a favor de los sintecho y los inmigrantes, el Banco de Alimentos (que en 2016 ha atendido a 215.000 personas, distribuyendo 82.500 toneladas de comida), las escuelas paritarias que se hacen cargo de la educación de miles de jóvenes, multitud de cooperativas sociales donde trabajan personas con discapacidad, las start-up en sectores clave de la economía regional, como el turismo cultural y gastronómico.

Segundo, realismo
La responsabilidad personal puede convertirse también en un primer criterio de juicio político realista. Justo porque la política no lo es todo, conviene tener claro que, para construir verdaderamente, la lógica del “todo y ya” es la más engañosa.
«El tiempo es superior al espacio», nos recuerda el Papa Francisco, y «este principio permite trabajar a largo plazo, sin obsesionarse por resultados inmediatos». Hay una complejidad en la situación de nuestra región –como de cualquier otra realidad– que no podemos ignorar y para la cual no existe una solución fácil ni inmediata.
Los candidatos o grupos políticos que afirman ser una novedad absoluta, capaces de saber resolver total e inmediatamente cualquier cuestión y que se presentan como los salvadores de la patria, mienten.

Tercero, concreción
Resulta difícil medir a los que quieren gobernarnos a partir de los programas electorales. Son lo último que los partidos presentan a los electores (primero van las alianzas, los acuerdos sobre las listas, las estrategias de comunicación…), sustituyendo a los viejos eslóganes ideológicos, donde nadie se cree ya las proclamas moralistas que presumen de honestidad, transparencia, gentileza.
Pero si, como señala el Papa Francisco, «la política, tan denigrada, es una vocación altísima, es una de las formas más preciosas de caridad, porque busca el bien común», sobre ciertas cuestiones muy concretas del bien común será más sencillo valorar las intenciones de los candidatos. A cada uno se le pide, sobre todo, que muestre su capacidad real para escuchar y comprender las necesidades que marcan la vida de muchas familias y jóvenes, superando la autorreferencialidad tristemente conocida en tantas de sus actuaciones públicas, pero también que señale las pocas pero precisas prioridades de contenido y método a las que se compromete.
Entre ellas no pueden faltar la educación y formación de los jóvenes, la lucha contra la pobreza, las políticas que fomenten el empleo, la acogida en todas sus formas. Respecto al método, se trata sencillamente de valorar y apoyar la iniciativa de quien ya actúa de manera eficaz y transparente. Lo que se llama subsidiariedad. Concretamente, esto significa mantener –o retomar– las (pocas) cosas buenas realizadas en el pasado: microcrédito familiar, bono escolar, crédito fiscal para las inversiones.
Y también: hacer estructurales las desgravaciones tributarias a las empresas (y consorcios empresariales, que son numerosos) que invierten en primera persona por el bien público, garantizar la eficiencia y tempestividad en la gestión de la educación y la formación profesional, apoyar al non profit eficaz y transparente. Eso beneficiará a la actividad de la propia Región y de toda la sociedad. Pensemos, por poner siempre ejemplos concretos, que por cada euro recibido el Banco de Alimentos reparte entre las personas necesitadas el equivalente a treinta euros en productos alimenticios.

Una ocasión para todos
Se trata por tanto de volver a empezar desde el deseo de positividad, de construcción del bien que ya existe en nuestro corazón, un recurso humano que es nuestra propia experiencia personal, lo que nos hace levantarnos cada mañana para adentrarnos en la aventura de cada jornada. Esto nos hace sentir la exigencia de compartir la necesidad de todos –desde nuestros seres más queridos hasta los compañeros de trabajo, o cualquiera que encontremos– y genera un deseo de volver a meter las manos en la masa de la realidad.