Shodo Habukawa y el padre Mauro-Giuseppe Lepori

El corazón del Misterio

La intervención del padre Mauro-Giuseppe Lepori durante el encuentro con Shodo Habukawa cuando se cumplen treinta años de amistad entre el monje budista y don Luigi Giussani
padre Mauro-Giuseppe Lepori

Cuando, hace unos meses, me encontré con mi querida amiga Wakako en la estación central de Milán para preparar este encuentro, me hizo llegar de parte del profesor Shodo Habukawa un precioso regalo: una espléndida caligrafía artística realizada por el propio Habukawa, con cuatro elementos que componen una frase de Kobo-daishi, fundador del Budismo Shingon, una frase donde elogia la virtud de su maestro Keika. La frase dice: «Todos los que van buscando un gran maestro tienen su corazón vacío. Pero gracias al encuentro con él, todos serán salvados y volverán de camino a casa con el corazón lleno de satisfacción».

Con esta frase, el profesor Habukawa me ofrecía la clave de lectura de lo que sentí al encontrarme con él cuando vino a visitarme a la abadía de Hauterive en agosto de 1999. Rara vez alguien ha dejado en nosotros tanta paz y alegría como la que él dejó. Su familiaridad con el Misterio y su tierna atención a cada uno nos devolvieron “de camino a casa”, es decir, al camino cotidiano de nuestra vocación como monjes cristianos, con un sentido más intenso de cómo la relación con el Misterio satisface el corazón, lo llena de satisfacción, es decir, colma el vacío estructural, ontológico. Nos encontramos rezando nuestras oraciones cotidianas, celebrando la Eucaristía, haciendo silencio, escuchando la palabra de Dios, viviendo la relación entre nosotros, contemplando la belleza de la creación, con un corazón más sensible, más despierto, más fervoroso. Para nosotros el misterio era que este don nos había sido donado por un monje budista, que un monje de otra religión nos había reclamado a Cristo, casi haciéndonos revivir el encuentro con Jesús resucitado de los discípulos de Emaús, cuyo corazón vacío se había llenado de fuego incluso cuando todavía no lo reconocían (cfr. Lc 24,13-35).

Por eso, no me sorprende cuando se recuerda la impresión que el encuentro con el profesor Habukawa dejó en don Giussani, y viceversa. Porque la misma experiencia de un encuentro que te llena de sentido del misterio también la había vivido al encontrarme con el propio Giussani. Los encuentros que he tenido con ambos me han hecho intuir, con un sentido de veneración, la intensidad del encuentro que vivieron entre sí.

Por ello, es providencial que el momento actual, que no solo quiere conmemorar históricamente un encuentro de hace 30 años, sino que diría que quiere seguir viviéndolo, y renovar su alcance y experiencia, es providencial que este momento tenga lugar en una edición del Meeting de Rímini titulada “Lo que heredaste de tus padres, vuelve a ganártelo para que sea tuyo”.

Esto es justamente lo que nos interesa cuando hacemos memoria de cualquier acontecimiento del pasado en que el Misterio se manifiesta. Nos interesa volver a ganarlo, que es como si dijéramos “redimirlo”. ¿De qué? De una distracción, de un olvido que poco o mucho ha podido dejar tal vez relegada en el pasado una experiencia donde el Eterno se ha manifestado en el presente. Una experiencia así, un encuentro así, no puede quedar relegado en el pasado por sí misma. Sería como dilapidar una herencia en vez de hacerla fructificar. Una herencia dilapidada no desaparece de por sí, pero se ve alienada, ya no es fructífera para quien es su legítimo heredero. Pero la herencia de un encuentro es una experiencia del corazón, y lo que se aliena de nuestro corazón, aunque otros puedan disfrutarlo, es como si nos alienase de nosotros mismos, como si nos alejase de nosotros mismos. Es como si nos arrancara el corazón.

Por eso la frase de Kobo-daishi que me regaló el profesor Habukawa expresa un gran amor a nuestro corazón, y por tanto el sentido, la belleza y verdad de nuestra vida: «Todos los que van buscando un gran maestro tienen su corazón vacío. Pero gracias al encuentro con él, todos serán salvados y volverán de camino a casa con el corazón lleno de satisfacción».

Qué consuelo escuchar que la única condición para encontrar a un gran maestro, un padre que pueda despertar nuestra vida, sea tener un corazón vacío. Un corazón vacío no es un corazón cerrado, porque es un corazón lleno de deseo de felicidad, que anhela la satisfacción, la plenitud. Un corazón vacío es sobre todo un corazón que no se llena a sí mismo, ni de sí mismo, ni de lo que uno cree poder darse o arrancar a otros. La verdad de un corazón humano viviendo el vacío que es, la capacidad de infinito que es, es la libertad de ir a buscar a un gran maestro, una persona virtuosa, nosotros diríamos un santo. La verdad del corazón vacío consiste en ponerse en camino hacia quien pueda transmitirnos una plenitud, el don de una plenitud de corazón.

Es la verdad del corazón vacío del hijo pródigo que Jesús describe tan intensamente en el capítulo 15 del Evangelio según san Lucas. Después de vivir en la perdición, rebelándose contra el padre, este hijo se descubre con un corazón y una vida vacíos de sentido. Pero Jesús dice que es justo entonces cuando este hombre «volvió en sí» (Lc 15,17), es decir, volvió a pensar en su propio corazón, y al descubrirlo vacío, triste, perdido, intuyó que solo el padre podría consolarlo, que solo abriéndolo al padre, tal como era, vacío y triste como estaba, su vida podría reabrirse a una plenitud. «Iré adonde mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo» (Lc 15,18-19). Es así como el corazón del hombre, sea cual sea la condición en que se encuentre, descubre un camino, el “camino a casa”, a la casa del padre, y vuelve a ganar su herencia, no la que había dilapidado, que era una herencia material, una herencia que nunca puede valer lo que un corazón, sino la herencia de ser hijo, de dejarse regenerar por el Padre a la vida y a la felicidad.

A menudo, cuando el hombre contemporáneo dilapida la herencia paterna no lo hace solo por sed de libertad, de independencia y placer, sino porque la herencia que ha pretendido adquirirse, también la cultural y la religiosa, era una herencia sin paternidad, que pretendía adquirir sin el padre que la dona.

Ninguna herencia resulta interesante si no transmite, con ella y mediante ella, un amor a la vida que solo se comunica de corazón a corazón, del corazón del padre al corazón del hijo, del corazón del maestro al corazón del discípulo. Una herencia que no transmite el corazón de quien la genera no es interesante, y solo merece ser dilapidada.

Pero la herencia que transmite el corazón de una persona, de una familia, de una comunidad, de un pueblo, siempre es valiosa, preciosa e incorruptible. Es un tesoro acumulado en el cielo, como dice Jesús (cfr. Mt 6,20). Siempre puede volverse a ganar, ser recuperada incluso de la obligación, hasta de la destrucción de sus signos temporales. Porque permanece vida, como una fuente. La última herencia de Cristo en el momento de su muerte, ¿no es acaso el Corazón herido, el Corazón vacío porque se ha vaciado al dejarnos en herencia toda la vida y el amor que lo animan? (cfr. Jn 19,33-34)

Como recordaba el profesor Habukawa, don Giussani quedó impresionado por la imagen del bodhisattva Senjyu-kannon, una divinidad que, con sus mil manos llenas de instrumentos diversos, expresa la compasión del Misterio en tensión para acudir en auxilio de todas las necesidades humanas. Al evocar este episodio y esta figura con nuestra amiga Wakako Saito cuando nos reunimos en Milán, nos parecía evidente que esas mil manos tendidas para ayudar a todos son el brillo de un corazón, es decir, tienen una fuente, un centro de amor y compasión que se expresa de mil maneras, pero irradiadas todas ellas revelan una unidad, un centro, un corazón. Nosotros vemos las mil manos, nos sentimos socorridos por una compasión que nos toca en una necesidad particular, pero este gesto, este toque, esta caricia nos hacen levantar la mirada, nos llevan a escrutar su origen, su fuente. Es entonces cuando intuimos la naturaleza profunda del Misterio, que el Misterio es un Corazón, un amor infinito.

También se dice de Jesús en el Evangelio que recorría toda Galilea «curando todo tipo de enfermedades en el pueblo» (Mt 4,23). Nadie podía ver su corazón, pero cada gesto suyo lo desvelaba como misterio, el Misterio profundo de Dios. Pero también como el misterio profundo del hombre. Porque cada vez que un enfermo o un necesitado sentía la caricia del Nazareno, su toque benéfico y regenerador, no solo se sentía reclamado al misterio del corazón paterno y divino que irradiaba aquel gesto, sino también al misterio del propio corazón humano, alcanzado por el amor del misterio tal como el cuerpo o el alma enfermos eran alcanzados por el gesto de compasión.

El corazón siempre es el último terminal del amor del Misterio que tiene compasión del hombre. El corazón que se siente amado se cura, es sanado, más profunda y eternamente que cualquier órgano enfermo que el Señor pueda sanar.

No sé, no comprendo qué intuición del corazón del Misterio tienen nuestros amigos budistas. No puedo comprender qué pueden intuir del Corazón que irradia mil manos desbordantes de compasión. Como tampoco sé hasta qué punto tiene significado para ellos el Corazón herido de nuestro Señor crucificado y resucitado.

Porque para ellos, como para nosotros, el corazón del Misterio es insondable, es… el misterio del Misterio. Pero si es insondable el corazón del Misterio, del misterio del corazón, de nuestro corazón, miremos la experiencia. Y esta experiencia, aun misteriosa, es como una antorcha en la noche que nos permite encontrar a quien la lleva encendida como nosotros.

«¿Acaso no ardía nuestro corazón mientras [Jesús resucitado] hablaba con nosotros por el camino?» (Lc 24,32). El corazón de los discípulos de Emaús ardía como una lámpara encendida que no solo les permitía reconocer a Cristo sino reconocerse el uno en el otro, reconocerse hasta el fondo de su corazón.

El Misterio, conversando con el hombre, en las infinitas posibilidades que el Espíritu Santo expresa, nos hace capaces de reconocernos, de reconocer al hombre, el misterio del hombre que arde en el fondo de todo corazón. Este es el origen y la consistencia de la amistad, de una comunión de corazones que de otro modo sería imposible. Pero los dos de Emaús se sintieron unidos, como amigos y hermanos, en el momento en que el Misterio tocó y encendió con su fuego su corazón.

¿Acaso no es este misterio, el misterio de esta amistad encendida por un Misterio más grande que nosotros, mayor que nuestras diferencias y divisiones, mayor que nuestras dudas y convicciones, no es este misterio de comunión de los corazones lo que nos desvela la unidad del Misterio, la unidad de Dios más allá y por encima de lo que somos capaces de entender? El ecumenismo es un camino que avanza en la medida en que la experiencia del único y eterno Misterio nos permite experimentarlo antes aún de que lleguemos a definirlo.

La amistad, la sintonía de los corazones vacíos pero ardientes de sed de Infinito que se encuentran por esta luz y caminan juntos, esta amistad es el Misterio que nos deja experimentar, que se manifiesta presente y amante de la humanidad antes incluso de que seamos capaces de hablar de él. Nunca terminaremos de entender el Misterio, ni de desearlo. El ardor del corazón es el inicio de una experiencia infinita, de un camino eterno. Sorprendernos compartiéndolo, ese ardor del corazón, y sorprendernos incluso pudiendo compartir solo esto, nos desvela que nuestra amistad también es infinita, eterna, el único tesoro que cuando lo encontramos en la tierra ya está conservado en el cielo.

Cuando me encontré por primera vez con el profesor Habukawa, y con su mujer que nos ofreció una danza delicadísima, no sabía si nos volveríamos a encontrar. Pero cuando lo vi, años después, en el Meeting de Rímini, como ahora, me di cuenta de que él había mantenido encendida en su corazón la llama de nuestra amistad con una intensidad mucho más ardiente que la mía. Esa fidelidad suya al deseo del corazón vacío volvió a encender inmediatamente el mío, y esa es la mayor compasión que el Misterio puede expresar a través de un hombre: mantener encendida en sí la llama del corazón del otro para volver a encenderla en él al primer encuentro, como en la oración.

La amistad más grande, que nosotros los cristianos llamamos caridad o comunión, es cuando cada uno conserva encendida en sí la llama del corazón del otro, como si el corazón del otro nos perteneciera tanto como el nuestro, como si el deseo de infinito del otro fuese tan querido como el nuestro.

Tal vez esta sea la amistad que hace treinta años comenzó entre el profesor Habukawa y don Giussani, y por eso nunca podrá apagarse, y por eso la heredamos así de su corazón, para poseerla y transmitirla a nuevos corazones, en una herencia sin fin.
Entonces nos damos cuenta de que el Misterio, aunque tenga mil manos, siempre nos ama y nos toca con su Corazón.