Don Giacomo Tantardini en Sankt Moritz en 2010.

Don Giacomo: aferrado a Cristo

La amistad con don Giussani. Los años de Il Sabato y 30Días. San Agustín, Péguy, santa Teresita... Massimo Borghesi recuerda al amigo sacerdote con el que compartió toda una vida, fallecido el 19 de abril de 2012
Massimo Borghesi

Con conmoción y suma gratitud recuerdo a aquel que me acompañó durante más de media vida y que fue para mí padre, hermano, amigo. Conmoción y gratitud, dos palabras que le encantaban, que le marcaron especialmente durante sus últimos quince años. Muchísimos de los que le conocieron recuerdan su intensa comunicación de la fe, capaz de implicar hasta a los jóvenes más alejados, fue un apasionado promotor de obras e iniciativas sociales, el agudo inspirador de Il Sabato en los calientes años ochenta y noventa, polemista, intransigente a veces, con una fuerte personalidad. Todo eso era don Giacomo. Pero el hombre y sacerdote que volvió a Roma después de dos años en Salamanca, en 1997-98, era una persona distinta. El “exilio” español, confortado por el abrazo y la amistad de don Giussani, lo cambió. Dejó de ser el sorprendente militante y combatiente por la fe, ahora era la humildad del sacerdote, la intensidad de la oración, la ternura y la fuerza del abrazo, vivía el tiempo sin ansia. Había cambiado su perspectiva y su corazón se había ensanchado. En un artículo de 2001, “Lo que importa es el estupor”, dedicado a Péguy y publicado en 30Días, hablará de tres intuiciones que no le resultaban evidentes en los años noventa. La primera era que el mundo prosperaba incluso sin Jesús, y eso le quitaba a la fe cualquier resentimiento. La segunda, que la descristianización era obra de los clérigos y no del mundo. La tercera, que esa descristianización, como decía Péguy, nacía de un error de mística, de la cancelación del misterio como operante de la gracia. A propósito de esto, don Giacomo comentaba: «Nunca han encontrado la gracia, es decir, el atractivo de Jesucristo, nunca lo han encontrado de manera sensible».

El atractivo de Jesucristo era el título del libro de don Giussani que, según él, recogía «tal vez las cosas más hermosas que ha dicho». En este sentido, recordaba cómo Giussani llegó a confesarle: «Mira, me habían propuesto como título El afecto a Cristo, pero yo sugerí El atractivo de Jesucristo. Aquella vez volvió a mirarme y volvimos a mirarnos conmovidos y agradecidos por la gracia de una “comunión del espíritu”» (Flp 2,1). “Comunión del espíritu” que quiso expresar delante de todos con esta afirmación: «El entusiasmo de la dedicación es incomparable con el entusiasmo de la belleza. Nuestro sí a Jesús nace de hecho del atractivo que Él es. De modo que siempre es posible decir sí, porque el sí coincide con una petición: “ven” (Ap 22,17). Como cuando de pequeños nos enseñaban a cantar en la Comunión: “Jesús mío, ven a mí, une a ti mi corazón…”». Era uno de los cantos que nos hacía cantar durante la misa del sábado por la tarde en San Lorenzo al Verano de Roma. De pequeño había aprendido que Jesús era “querido”, había aprendido a amarlo. Y de mayor comprendió que «para amar primero hace falta ser amados. Primero hace falta la alegría de ser amados». Se puede amar a Cristo por la experiencia de ser amados por Él, la respuesta precede a la pregunta, de tal modo que la fe surge de un gran amor. Recordaba a menudo a san Agustín, para quien Pedro era el más bueno pero Juan era el más feliz, porque era preferido por Jesús. El don del testimonio adoptaba en él el rostro de una ternura singular con los niños y una atención especial a los más necesitados.

Testimonio y tradición. En aquel artículo sobre Péguy se preguntaba: «En el tiempo del exilio, ¿qué se nos da? Tres cosas. Citando las palabras de Péguy, la primera: el catecismo de la parroquia natal, el de los niños pequeños». Por eso quiso volver a publicar en 30Días los dos volúmenes de la Doctrina Cristiana editada por Ediciones Paulinas en 1995 con unas preciosas ilustraciones a color. «Lo primero es que esta indefensión hace queridas, más queridas que nunca, las cosas más sencillas de la tradición de la Iglesia». De ahí la conmoción cuando Giussani hablaba de «mi seminario», el de Venegono, el mismo al que fue él, con los mismos maestros. El segundo don del tiempo del exilio era la oración. «Si es un atractivo que sucede, el hombre solo puede esperar. La modalidad para esperar está en las fórmulas más sencillas de la oración cristiana». El librito Quien reza se salva, con introducción del cardenal Ratzinger, editado por 30Días con miles de copias en todo el mundo, era la expresión de esta exigencia. Y el tercer don era que «el tiempo de la militancia ha pasado definitivamente».

Personalmente, siguiendo a Péguy, se definía como «un cristiano de parroquia, que ama el catecismo que estudió de pequeño, que reza los avemarías del Santo Rosario, porque lo demás, todo lo demás, sucede por gracia».

El último periodo de su vida lo vivió en el dolor y la prueba de la enfermedad, presente hasta el final en la misa vespertina del sábado en San Lorenzo, cuando el declive de sus fuerzas y la tos persistente le impedían hablar. El domingo 15 de abril, en la clínica, participó en la misa en silencio. Al terminar, miró a todos los presentes, uno a uno, con un afecto indecible, como quien mira a sus seres queridos por última vez. En la casa que le acogió durante los últimos meses, en las estanterías, además de los textos de Giussani y las obras completas de Agustín, su autor preferido, al que dedicó tres libros y sus clases en la Universidad de Padua, había innumerables imágenes de santa Teresita, a la que tenía especial devoción. Recordando en su momento la figura de Giussani, una vez escribió: «Un día me dijo sonriendo: “Mira, en el Paraíso tú estarás al lado de santa Teresita del Niño Jesús. Yo, riendo, le respondí: “Solo si tú también estás cerca”».