Jonás y su familia con el Papa Francisco.

Unos segundos que transforman la vida

Al terminar el Jubileo, el Papa amplió las normas para la absolución del aborto. Lo comenta Sabrina Pietrangeli, fundadora de la “Quercia Millenaria”, que acompaña a parejas con embarazos complicados
Alessandra Stoppa

El Año Santo extraordinario acabó, pero el Papa ha querido dejar un signo de continuidad muy fuerte. En la carta de clausura del Jubileo, Misericordia et misera, extendió en el tiempo lo que había concedido a todos los sacerdotes para el periodo jubilar: la absolución del aborto. Y precisó que será así, «no obstante cualquier cosa en contrario», para que «ningún obstáculo se interponga entre la petición de reconciliación y el perdón de Dios». Escribe Francisco: «Quiero enfatizar con todas mis fuerzas que el aborto es un pecado grave, pero con la misma fuerza puedo y debo afirmar que no existe ningún pecado que la misericordia de Dios no pueda alcanzar y destruir, allí donde encuentra un corazón arrepentido que pide reconciliarse con el Padre».

El perdón de un pecado que hiere mortalmente, y hasta qué punto, nuestro tiempo «es un bien enorme. Y es un error pensar que la posibilidad de la absolución pueda animar a las mujeres a cometerlo». Sabrina Pietrangeli es responsable de Quercia Millenaria, una ONG nacida en Roma que desde hace doce años acompaña a parejas con embarazos complicados, durante meses para afrontar la decisión de seguir adelante o no. Hasta ahora han seguido a más de mil familias y han salvado a casi doscientos niños, algunos con terapias fetales, muchos otros con un asesoramiento adecuado o por el coraje de sus madres, acompañadas de manera concreta. «Si pensamos que la decisión del Papa puede incrementar las interrupciones de embarazo, es que no entendemos el alcance del drama que supone decidir abortar».

Sabrina trabajaba en una perfumería. Era una joven madre apasionada por el maquillaje, dedicada a sus dos niñas y a su marido, Carlo. En 2003 se enteraron de que esperaban un tercer hijo, viviendo en un piso de cincuenta metros cuadrados, con un Fiat Panda que todavía no habían terminado de pagar. Ella trabajando a media jornada y él con un empleo precario. Pero todo eso no les preocupaba, la alegría de la noticia les dio seguridad. Hasta que la doctora, durante la ecografía de la semana 21, les dijo: «Parece que hay algún problema». Después, durante una prueba de control más específico: «No tiene ninguna posibilidad de supervivencia. Debéis interrumpir el embarazo. Morirá en el útero o justo después del parto». El médico empezó a explicarles que el niño tenía tal deformación que no podría llegar a desarrollar sus pulmones. No dejaba de hablar: feto, ley, aborto... Ellos no entendían nada. Solo que su hijo estaba vivo.

La presión externa era muy fuerte: «Os vais a arruinar la vida», les decía toda su familia. Pero Sabrina y Carlo tienen «una gran fortuna», como dice ella: «Desde el principio reconocimos que era nuestro hijo. Exactamente igual que las otras dos. Si no hubiéramos conocido ya la experiencia de ser madre y padre, probablemente hubiéramos ido a abortar». Siguieron adelante y encontraron en el equipo del hospital de día del Policlínico Gemelli una posibilidad de cuidar al niño incluso estando en el seno materno. Sabrina se sometió a intervenciones prenatales muy dolorosas y arriesgadas, hasta que incluso la medicina del más alto nivel tuvo que rendirse: «En una semana su corazoncito se parará», fue la sentencia. Ella decidió vivir al máximo esos siete días, que sin embargo se convirtieron en ocho, nueve, diez... A los 23 días volvieron a hacerle una ecografía.

«Resolución espontánea», dice la historia clínica. Dos meses después nació Jonás, que tiene 14 años y quiere ser diseñador de videojuegos. Sufrió graves daños durante la gestación y pasó los primeros siete meses de vida en el hospital, entre cuidados intensivos e intervenciones quirúrgicas. Su madre siempre estuvo a su lado, lejos de las otras dos niñas, pero Priscilla y Vivian adoraban a su hermanito y comprendían mejor de lo que sus padres podían imaginar. Con el tiempo y con la belleza de la vida con Jonás, empezó a crecer en Carlo y Sabrina una pregunta: «¿Por qué a nosotros? ¿Y por qué no hemos muerto en el intento? ¿Por qué en cambio somos felices?». Empezaron a ir hasta el fondo, hasta la raíz de esa decisión que tomaron, de su relación, de la familia que han formado a pesar de los prejuicios iniciales de ella, hija de divorciados sin confianza alguna en el matrimonio. Pero el camino nupcial también fue para ambos el encuentro con la fe. «Nunca he sido muy pía», cuenta Sabrina, «pero con el paso del tiempo había adquirido alguna certeza: Dios es mi padre y el sufrimiento tiene un valor inmenso, genera frutos extraordinarios».

Lo que les estaba pasando con Jonás era demasiado grande como para guardárselo. Sin pensarlo demasiado, colgaron su historia en las redes sociales. Y pasó de todo. Su historia empezó a circular, llegó a otras parejas, otros dramas, hasta cambiar decisiones en el último momento. Una enfermera se la leyó a su sobrina, de 16 años, con cita en la clínica para abortar, y la chavala decidió tener a su hijo. Muchas parejas descubrieron en aquel relato algo que nadie les dice: que existen terapias e intervenciones en el útero. O que, a veces, hasta los diagnósticos más graves pueden no dejar secuelas.

«He visto que nuestra historia no era solo nuestra», dice Sabrina. Se ponen en contacto con ellos mujeres que llevan en su seno la paradoja más atroz: «Mi hijo es un feto terminal». Poco a poco su experiencia se transforma en un servicio. Se van implicando médicos y especialistas, y llegan otras familias que van formando una trama, cada una con una historia distinta. Nace la ONG, que toma el nombre de una frase que el médico le dijo a Sabrina después de una intervención muy complicada, mientras la acariciaba: «Eres una quercia millenaria (roble milenario), querida mía...». Un aspecto que descubre siempre en las madres que conoce. «Descubren que tienen una fuerza que no conocían, ni siquiera imaginaban. Están muertas de miedo, piensan que no van a poder, que no van a estar a la altura, pero diciendo sí a la vida conocen cosas de sí mismas que antes eran impensables. Tanto que el 85% de las mujeres que deciden acompañar la breve vida de sus hijos, que mueren antes o después del parto, se abren a la posibilidad de un nuevo embarazo en uno o dos años.

En 2008 vieron que su ONG había sido incorporada en una red de asociaciones internacionales llamada "Perinatal Hospice". Ni siquiera sabían lo que era, pero en aquel momento eran los únicos de Italia. Sin saberlo, seguían un método que había nacido en América treinta años atrás. El estudio y la formación se intensificaron, porque acompañar a parejas con embarazos complicados por patologías graves exige altas competencias médicas, psicológicas y bioéticas. En 2012, les incluyeron oficialmente como primer Hospice Perinatale de Italia, vinculado al Policlínico Gemelli, donde estuvo hasta 2016. Pero entretanto han nacido otros. Con los años, las parejas que colaboran con ellos por todo el territorio nacional han pasado a ser decenas y ya prestan servicio en trece regiones. La asistencia se convierte en un acompañamiento que tiene la forma de una amistad. Acoger en la propia casa a los hijos de gente que poco antes era desconocida, acompañar a los padres en las visitas, estar con ellos en la sala de partos, el día del funeral, y en los días que vienen después... En la alegría de curaciones inesperadas o en la de existencias que duran horas, segundos, pero que transforman la vida entera.