Lo que queda de los cristianos en Iraq

(La Stampa)
Giordano Stabile

Al entrar en la rectoría de la iglesia de Mar Kriakhos en Batnaya hay una imagen de la Virgen decapitada. Los combatientes del Isis que han campado por aquí durante dos años y medio la dejaron allí, en medio de la puerta destrozada, tal vez a modo de advertencia. Dentro hay pintadas en árabe sobre los preceptos del Corán y otras en alemán, de algún que otro militante europeo: «Esclavos de la cruz, os mataremos a todos. Esta es tierra del islam, no hay sitio para vosotros». Los cincuenta mil habitantes, cristianos caldeos, huyeron. Batnaya es ahora una ciudad fantasma. El padre Salar observa las pintadas y mueve la cabeza: «Antes aquí todos eran cristianos, no sé cuándo volverán. Ni cuántos. Muchas familias han huido al extranjero. Hay que volver a empezar de cero».

Batnaya, una de las ciudades cristianas de la llanura de Nínive, es la que ha sufrido una mayor destrucción. El 95% de las casas están a ras del suelo o gravemente dañadas. La limpieza étnica yihadista ha entrado aquí con toda su crueldad. Cuesta avanzar en coche entre las montañas de escombros, restos de vehículos kamikaze, muebles abandonados por las calles. La iglesia sigue en pie solo porque se libró de los bombardeos, pero lo que no devastaron los combatientes lo saquearon y quemaron los islamistas antes de marcharse. La línea del frente pasaba por aquí, veinte kilómetros al norte de Mosul, y no fue zona segura hasta finales de enero. Por la ciudad solo pasan los peshmerga kurdos. Durante dos años y medio no han dejado de caer bombas pero ahora el frente se ha desplazado al sur, al lado opuesto de la capital del Isis en Iraq, por donde el ejército avanza desde el pasado 19 de febrero.

Limpieza étnica
«Rabbi». El parroquiano que acompaña al padre Salar se dirige a él con el apelativo en aramea, no en árabe, que sería «abuna». Luego señala la pared detrás del altar destruido, plagada de disparos. «Los terroristas la usaban para practicar tiro». La llanura de Nínive era la única zona de Iraq de mayoría cristiana, con casi 150.000 personas. Los habitantes de esta zona, entre Batnaya y Al-Qosh, todavía hablan en arameo, la lengua de los tiempos de Jesús, porque aquí es donde nació el cristianismo y donde se quedaron los judíos deportados por Nabucodonosor tras la destrucción del primer templo de Jerusalén en el año 586 a.C. Pero los niños en la escuela estudian en árabe, y ahora algunos también en kurdo. La zona al noreste de Mosul ha sido defendida por los peshmerga desde 2014, a un alto precio, con más de 1.800 caídos. Lo que en un tiempo fue parte de la provincia de Nínive ahora está anexionado al Kurdistán iraquí, una región autónoma que avanza enérgicamente hacia la independencia. Para los cristianos, el Kurdistán ha sido el único puerto seguro después de la ocupación de Mosul por parte del Isis. En realidad, desde 2003, cuando el derrocamiento de Saddam desencadenó la guerra sectaria de sunitas contra chiítas, y de todos contra los cristianos.

«Hace quince años, los cristianos en Iraq eran un millón y medio. Hoy son 300.000, y dos tercios viven en el Kurdistán -confirma el obispo caldeo de Erbil, Bashar Warda-. El Isis fue el golpe final, pero el éxodo ya había empezado antes. Las familias huyen primero a Jordania, Líbano, Turquía. Luego buscan una nueva vida en Occidente, sobre todo en Australia, que se mostró como la más acogedora». Sin duda mucho más que la América de Trump. El primer «bando», que comprendía también Iraq, obligó al obispo a posponer su viaje a Nueva York hasta febrero. Ahora que el bando ha sido corregido, los ciudadanos iraquíes ya no están en la lista pero sigue la amargura. Sin la ayuda de EE.UU. y Europa, los cristianos de Oriente acabarán desapareciendo. Lo que ha pasado en Iraq describe una limpieza étnica sistemática.

En Bagdad, según confirma el obispo, «cada vez es más difícil vivir». Él mismo tuvo que trasladarse a Erbil para seguir a la mayor parte de su rebaño y por razones de seguridad. Los cristianos están en el punto de mira. «Amenazas, cartas que llegan a casa con balas dentro, negocios destrozados». Y muchos secuestros. «La familia paga diez mil dólares y luego se va al extranjero». Ahora, a la violencia de los islamistas sunitas se añade la hostilidad creciente por parte de las milicias chiítas. En cambio, en el Kurdistán los cristianos aumentan. Desde la llanura de Nínive han llegado 125.000. La Iglesia caldea es autónoma, con su patriarca Raphael Sako, pero está unida a la de Roma y goza de un fuerte apoyo internacional. La diócesis de Erbil ha proporcionado 1.400 casas para alojar a los refugiados, y gasta más de un millón de dólares al mes en alquileres y 700.000 en ayuda alimentaria. «Queremos crear comunidades pequeñas -explica el obispo- para evitar la dispersión y la huida. Hemos construido catorce iglesias nuevas».

El retorno
Un esfuerzo enorme para evitar la desaparición. Erbil está a una hora en coche de las ciudades de la llanura de Nínive y al menos de una parte de las familias vive allí con la esperanza de volver a casa. «Conozco a mi gente -cuenta el padre Salar-. Ante todo valoran la dignidad y no aceptarán vivir en campamentos. Hay que llevar agua, electricidad, reconstruir las casas. De otro modo no volverán». Desde 2003, el Isis solo ha sido la última encarnación del mal. «No hemos vuelto a tener paz. Con Saddam éramos pobres, todos los servicios escaseaban, pero no nos veíamos obligados a huir, la vida de la comunidad era intensa». Pero diez kilómetros al norte de Batnaya, en Tellesqef, los esfuerzos empiezan a dar fruto. Doscientas familias han regresado y se ha abierto un pequeño ambulatorio en la casa de un vecino que también ha huido a Australia.

Ante el Isis, había pocas opciones: «convertirse, huir o morir». Visitamos la casa de Abu Nataq. En la puerta nos encontramos un frigorífico aún embalado, comprado «con la ayuda de la Iglesia». Abu Nataq tiene dos hijos y dos hijas, fue el último en salir huyendo. Se fue a Dahok, 70 km al noroeste. «Eran las diez de la noche del 6 de agosto de 2014», recuerda sentado en el salón redecorado, vestido con su jalabiya gris, delante de un cuadro de san José. «También he sido el primero en volver y doy gracias al Señor. Ninguno de nosotros ha muerto ni ha resultado herido. Aquí cerca vivía una familia yazidí de ocho personas y los mataron a todos». Abu Nataq tiene 65 años y tiene que volver a empezar de cero, pero no abandonará Iraq, porque «la tierra donde están enterrados tus seres queridos vale más que cualquier otra cosa». El Isis se ha ensañado incluso con el cementerio, pero las tumbas de los familiares de Abu Nataq todavía siguen allí. Hoy les llevará un ramo de gardenias blancas, símbolo del renacer de la primavera.